La política en general, y la política democrática mucho más, es renovación y es apertura a la renovación. A pesar de lo que haya sostenido durante muchos años el discurso autodenominado republicano, el kirchnerismo fue un proceso político profundamente renovador y democrático. Pero también es innegable reconocer que estas características comenzaron a desvanecerse en el momento en que muchos de quienes se identificaron con él—dirigentes y dirigidos, votantes y votados—se dedicaron, o toleraron que otros se dedicaran, a evitar que surgiesen nuevos liderazgos; es decir, evitaron que surgiesen nuevas formas de enunciación y nuevos enunciados, nuevas lecturas de lo hecho y de lo por hacer. Y nuevas no porque sean diferentes sino porque se originan desde nuevos centros, desde nuevos lugares de enunciación, desde nuevos líderes.
No es descabellado partir de esta tesis contrafáctica: es probable que Mauricio Macri hoy no fuera presidente si el pluralismo originario del kirchnerismo hubiese permanecido vibrante y capaz de generar nuevos liderazgos en condiciones de tomar la posta promediando el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner. En las elecciones de este año el proyecto político que hoy se propone desmantelar lo más valioso de aquello logrado por la nueva democracia argentina—la política de derechos humanos y la institucionalización de nuevas políticas redistributivas—se revalidará y profundizará si los sectores que ayer dieron nacimiento a lo que se llamó kirchnerismo no logran renovarse y ofrecer nuevas miradas y discursos a la sociedad.
Cuando digo la “nueva democracia argentina” me refiero a la democracia nacida en 1983, quizás la primera plenamente democrática para los estándares de hoy: la primera que combinó voto universal tanto femenino como masculino con una plena tolerancia del disenso y la libertad política, la primera cuyas elecciones no conocieron proscripciones y en la que el horizonte de la violencia política dejó de dominar el conflicto social. Esta aclaración es importante porque subraya una discontinuidad que muchos de los análisis de hoy tratan de invisibilizar: la discontinuidad introducida por el terrorismo de Estado primero y por su rechazo en la forma del "nunca más” inmediatamente después.
Muchos análisis de la coyuntura política siguen atados a la premisa de que el peronismo es algo así como una esencia, un arquetipo permanente que se repite en su periódico aparecer. Partiendo de esta premisa, detractores de lo que creen caracteriza a la esencia del peronismo rechazan toda posibilidad de sorpresa ante la crisis enfrentada por el kirchnerismo al momento de su necesaria renovación: el peronismo siempre fue autoritario y personalista y no debe esperarse nada distinto de ninguna de sus apariciones históricas. Por otro lado, los admiradores de aquello que creen característico de la esencia peronista rechazan la sorpresa por motivos similares, solo que teorizados desde otro horizonte conceptual: cuando el pueblo se encarna en un(a) líder, toda renovación provendrá de él o de ella y no hay por qué esperar, ni mucho menos promover, un disenso interno que no haría otra cosa que debilitar al pueblo encarnado en su figura.
Pero si las tesis de las cuales partimos más arriba son correctas —la política democrática es renovación y apertura a la renovación, y la nueva democracia argentina se estableció en profunda discontinuidad con sus versiones limitadas y fallidas del pasado— entonces la capacidad de sorpresa no debería ser abandonada tan rápido. Ante aquellos que sostienen—tanto detractores como admiradores—que el peronismo es una esencia que perdura y se repite, uno debería preguntarse: ¿quién puede dudar de que Menem y Kirchner renovaron la vida política argentina? ¿Quién puede dudar que, en su renovación, sedimentaron principios políticos, promovieron ciertas concepciones de estado y plantearon articulaciones de discursos antes distantes los unos de los otros?
Si nos circunscribimos a una lógica de partidos políticos, quizás pueda decirse que el kirchnerismo renovó poco, sobre todo cuando decidió no darse cuenta de que sus éxitos iniciales tenían más que ver con lo previamente hecho, en la nueva democracia argentina, por los organismos de derechos humanos, por Alfonsín, por los juicios truncos y hasta por el Frente Grande y el Frepaso, que por los años setenta o por el pasado peronista clásico. Pero si pensamos en la vida social en forma más amplia, en las expectativas renovadas de ciertos sectores sociales luego de la crisis de 2001/2002, en el alcance del discurso igualitario y las políticas redistributivas a parejas del mismo sexo, a neo-jubilados pobres, a empleadas domésticas, a personas sin acceso a una atención preventiva de la salud; si pensamos también en el distanciamiento con ciertas tendencias globales que hoy amenazan con poner al mundo en llamas, en la hospitalidad con los inmigrantes que llegan en busca de una mejor vida o en la creación de la primera Corte Suprema independiente, algo que persistió hasta el final; si pensamos en la recuperación de un sistema jubilatorio público de solidaridad intergeneracional en reemplazo de uno privado vinculado a la capacidad de ahorro de cada uno, etc.; si tenemos todo esto presente no podemos negar que algo de renovación política y social introdujo el kirchnerismo.
Así como también hubo renovación como consecuencia de las políticas públicas implementadas y las reconfiguraciones discursivas introducidas por el menemismo. Políticas públicas y reconfiguraciones discursivas a tal punto renovadoras que lograron sedimentar muchos de los principios, las concepciones y las articulaciones hoy reactivadas por el gobierno de Macri. A lo que habría que agregar, por si hiciera falta la aclaración, que esta reactivación iniciada por Macri expresa, a su vez, una nueva renovación—ya que retoma tanto como innova, recupera tanto como rechaza. Pero como el peronismo, como esencia, no existe (como los reyes, son los padres), no es que en la nueva democracia argentina reaparece constantemente el peronismo, sino que algo del pasado de procesos políticos previos, incluso algunos genealógicamente relacionados con el peronismo (Menem), logró reactivarse y renovarse con la elección de Macri.
Quién sabe si podría todavía decirse que el radicalismo alfonsinista, luego de su propia renovación y de su propio cambio, y el menemismo, luego de su ramal que para ramal que cierra, todavía estaban más en continuidad que en discontinuidad con el radicalismo y el peronismo nacidos a mediados del siglo pasado. Lo que es evidente es que el peronismo como partido, así como todas las fuerzas políticas anteriormente existentes, murió cuando la colisión del cometa 2001/2002 modificó la atmósfera política argentina. Lo que no quiere decir que ya no haya peronistas, sino que aquel acontecimiento bifurcó en distintos senderos un camino que hasta ese entonces, con dificultad y hasta con violencia, había encontrado la forma de mantenerse unido. Hoy la fórmula es la inversa a aquella inmortalizada por el mismo Perón: ya no hay socialistas, radicales y conservadores, pero peronistas somos todos, sino que hay muchas y contingentes identidades políticas, pero (ex)peronistas hay en todas partes.
Lo que esta perspectiva permite visibilizar, creo, es que lo que se obturó de múltiples maneras desde entrado el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner no fue la renovación del peronismo sino la del kirchnerismo. Hoy, como ya había ocurrido con las PASO (Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias) abortadas de 2015—y como ocurrió durante el período inmediatamente previo, en que se opacó todo horizonte que hiciese perceptible un futuro con nuevas figuras y con nuevos enunciadores—lo que se clausura es la renovación del kirchnerismo, al rechazar, hasta con hostilidad, la aparición de nuevas formas de enunciación y de nuevos enunciadores, de nuevas lecturas de lo hecho y de lo por hacer, de lecturas en disenso que solo podrían ser verificadas o rebatidas en un debate abierto y democrático, prescindiendo del argumento de autoridad.
Esta clausura no se hace gratis, sino que se hace al precio de alienar a todo aquel no ya alineado. Eso es lo que está en juego en la contingencia de la lucha política: la posibilidad de cambiar de opinión cuando el debate se da con franqueza y de frente. Como en 2015, hoy la negativa al debate interno congela el proceso político y fuerza a la configuración de la opinión, que es un proceso de génesis permanente, a detenerse donde está y a aceptar por sí o por no lo que le imponen los dirigentes.
Lo que la expresidenta le retacea a aquellos que se identificaron con el kirchnerismo en su primera mitad, pero que desarrollaron críticas durante la segunda, es la posibilidad de tener incidencia en el proceso de institucionalización, y por lo tanto de renovación, de ese espacio político. CFK les dice: el kirchnerismo es uno e indivisible, y la garantía de esa unidad no puede ser otra que yo. Ahí reside el problema, ya que la mayoría de los que estaban dispuestos a votar a Randazzo, pero no pudieron hacerlo, en el 2015, así como la mayoría de los que veían con buenos ojos la posibilidad de utilizar el recurso de las PASO para abrir el debate interno—repito: del kirchnerismo, no del peronismo—eran probablemente aquellos menos y no los más identificados con los pasados peronistas que, entre otros pasados, configuraron al kirchernismo desde su origen. Al abrirse del PJ, la expresidenta les dice a todos ellos: acepten que el único criterio de unidad soy yo, o háganse peronistas. La movida es trágica y brillante a la vez, porque el peronismo, o no existe o está en todos lados, lo que es lo mismo—y por lo tanto no sirve de guía para la acción.
El kirchnerismo (el “Frente para la Victoria”, en su denominación proto-institucional) y el macrismo (“Cambiemos”, en la suya) son fenómenos políticos estructuralmente muy semejantes. En ambos casos, elementos del peronismo y del radicalismo anteriores a todo—al terrorismo de estado, a la renovación alfonsinista, al menemismo y a la crisis de 2001/2002—subsisten reactivados y transformados, y lo hacen no siempre en los espacios que uno supondría desde una mirada convencional. Pero subsisten no siendo ya lo que eran, o más bien siéndolo y no siéndolo a la vez. Los estados fluctuantes de la opinión, característicos de la democracia moderna, así como la lógica política dominante en los principales centros urbanos del país, abrieron en las últimas décadas un espacio de renovación política cuya dinámica todavía nos cuesta comprender, pero que sin duda ya dio lugar a la aparición de aquello que llamamos kirchnerismo y macrismo. No hay motivo para pensar que este proceso de generación de nuevas identidades políticas no vaya a perdurar en el tiempo, más allá de que estas identidades particulares vayan quedando en el camino.