Concentrada en los tubos de ensayo, Sara Rietti no se da cuenta que en el laboratorio hay alguien más. Sólo lo ve cuando el hombre pone un arma sobre la mesa.
—Doctora, va a ser mejor que se vaya.
Es 1975. Hace dos años que Sara se desempeña como Directora de Coordinación del INTI. Tiene tres hijos: muy chicos como para entender qué es un mártir.
Perón murió y el gobierno está en manos de su esposa Isabel. Para los académicos progresistas, la persecución que empezó con el golpe del ’66, es una sombra. Sara piensa que esto no es nuevo. Diez años atrás, cuando todavía era una estudiante de química, resistió el desalojo de la Noche de los Bastones Largos en la facultad de Exactas. Su carrera científica está marcada por esa jornada histórica. Piensa que es más inteligente seguir dando pelea desde otros espacios. Aunque, se promete, pase lo que pase, nunca va a olvidarse de este momento y, sin preguntar nada, sale del laboratorio.
Al padre de Sara, un inmigrante ucraniano, no le importó mucho qué quería su hija de la vida. Creyó que la mejor opción para esta chica rápida con los cálculos matemáticos era una carrera exacta y así fue. Sara terminó la escuela secundaria y se inscribió en química en la Universidad de Buenos Aires. En 1953, cuando fue a rendir la última materia, la Facultad estabaintervenida: no había mesas de examen. Tuvo que viajar a Bariloche y rendir ante la Comisión Nacional de Energía Atómica. Así, se convirtió en la primera química nuclear recibida en el país. Casi de casualidad.
— Me hubiese gustado más seguir filosofía, historia o ciencias políticas, pero una prima mucho mayor se había recibido de química: en la familia estaba bien visto. Tenía prestigio, así que no me quedó mucha opción —dice Sara, con un hablar manso, sentada en un bar cerca de su departamento, frente al Jardín Botánico.
Cuando terminó la facultad, dedicó su trabajo de tesis a lo que ella llama “sus boranos”: Compuestos químicos, científicamente conocidos como hidruros de boro, que se usan en la industria aeroespacial. Los compuestos que investigaba, necesitan de un tratamiento específico: no pueden recibir ni aire, ni humedad, tienen que estar fríos todo el tiempo. Sara no dejaba de pensar en ellos: estaba pendiente de la temperatura de “sus boranos” hasta los fines de semana. Sábados y domingos, con sus hijos a cuestas, iba al laboratorio a controlar la temperatura de los compuestos.
Madre, científica y docente, no descansaba. A la mañana, darle de comer a los chicos; luego, los dejaba en la escuela y se encerraba en el laboratorio: toda la tarde en el laboratorio. A la noche daba clases en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Llegaba a su casa molida. Dice que su marido, el reconocido químico Víctor Rietti la ayuda. Dice: “Mi esposo siempre cocinó”.
“Es una incansable, paciente y talentosa (muy talentosa), constructora de redes personales, institucionales y políticas. Está comprometida con su trabajo y con mucho más que eso. Su pasión excede las paredes del laboratorio”, dirá de ella el doctor en física Diego Hurtado Secretario de Investigación de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
“Emblematiza la edad de oro de la universidad argentina. Tiene lucidez política y teórica para percibir los defectos no luminosos del sistema de ciencia y técnica, que sabe qué significa hacer ciencia en un país del tercer mundo”, dirá de ella la doctora en Filosofía Alejandra Ciriza.
Mientras habla, Sara revuelve el café con leche. Cuando hace una pausa, toma un sorbo profundo. Retoma la charla; la mesera interrumpe intentando llevarse los restos de la torta. Sara la reta con un suave golpecito en su mano. La trata como a uno de sus cinco nietos. La chica parece sorprenderse por la reacción de esta abuelita con aspecto inocente. La torta queda en su lugar. La mesera no sabe que esta señora de pelo blanco bien corto, jogging y zapatillas deportivas es parte de la historia de la ciencia argentina. No tiene por qué saber que Sara fue la primera química nuclear recibida en el país.
—La pasión política me la inculcó un primo ocho años mayor, ingeniero, trotskista y poeta, que formó mi biblioteca. El me enseñó a comprometerme con lo que hacía.
Como en aquella tarde de 1975 en la que tuvo que abandonar el laboratorio al ver al hombre armado, Sara piensa en el mes de junio de 1966. Un mes atrás, Juan Carlos Onganía había derrocado al gobierno democrático de Arturo Illia, las universidades públicas habían sido intervenidas.
Sara piensa y habla de la noche en la que, junto a un grupo de estudiantes y profesores, estaba en la sala del consejo directivo de Exactas con Rolando García, el decano, y el vice, Manuel Sadosky, resistiendo la intervención. Tuvieron que irse cuando los policías entraron a Perú 222 para desalojarlos. Ella pasó la noche, junto a su marido, sacando a otros académicos de las comisarías.
Y entonces, el living de su casa se convirtió en un bunker desde el cual organizaban la salida al exilio de los investigadores más importantes del país. Sara y su esposo se ocupaban de contactar a hombres y mujeres de ciencia en el exterior para que dieran asilo a los colegas perseguidos. Distribuyeron las salidas hacia tres países: Chile, Brasil y Venezuela. La lucidez y la pasión puesta en funcionamiento para salvar vidas.
—Yo me quedé porque estaba mi mamá solita y a mi esposo le costaba dejar la fábrica que tenía —dice seria y toma otro sorbo de café. Como si, por un momento, debiera hacer una pausa. Como si, por un momento, tuviera que dejar de pensar en todo eso.
Con el regreso de la democracia, Manuel Sadovsky volvió al país y la convocó a Sara como jefa de gabinete de la Secretaría de Ciencia y Técnica. Necesitaba una que se encargara de traer a los científicos que se habían ido. Ella era la persona que podría recomponer las redes que la dictadura había arrasado.
Si alguien pasara por la puerta y viera a través de la ventana de este bar a Sara, seguramente le llamarían la atención sus ojos claros. En los años 50, su belleza activaban la testosterona de los compañeros de la Facultad de Ciencias Exactas.
—Había muy pocas mujeres y yo era de las más lindas —dice.
En la primera materia que cursó, lo conoció Víctor, en ese entonces ayudante de cátedra.
—No quería ponerme de novia porque era demasiado joven y nos veíamos en la facultad. Pero él se empecinó y acá estamos, juntos desde hace 60 años.
Sara habla con serenidad pero sin freno. La charla transita temas de ciencia que pueden ir desde el uso de glifosato hasta las utilidades de la energía solar. En algún hueco, sin la necesidad de una pregunta, habla de política, como no hubiera una línea que dividiese una cosa de otra.
—La clase media es la más irreflexiva, la que sale a cacerolear si le quieren cobrar un pesito de más a los de la soja.¿No les da vergüenza salir con la cacerola? ¡Hasta por una cuestión de estética les queda mal! Y decime ¿vos que pensás de la nanotecnología?
No para.
—Hoy no hablé deninguno de mis novios secretos —bromea: fue y es mujer de un sólo hombre.
— No, Sara. Si querés te hablo de los míos.
— ¿Quién es el rector de la Universidad de General Sarmiento?
— Eduardo Rinesi, uno barbudo. Es interesante, ¿no?
— Ah. Ese me gusta mucho. Pero bueno, por hombres no nos vamos a pelear. Es grandote: mejor lo repartimos.
En su casa, no tiene televisión. Está conectada al mundo a través de su computadora. Contesta los correos electrónicos con rapidez: no es una abuela analógica. Sobre el escritorio de su computadora tiene un estante de libros. Entre los textos, las caras de sus nietos cuando eran chicos la miran cada vez que se sienta a escribir un correo o producir un artículo para Voces en el Fénix, la revista de la Facultad de Ciencias Económicas. En el octavo número de la revista publicó uno de sus últimos artículos: “Vigenciadel pensamiento latinoamericano en el campo CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad)".
Alejada de los laboratorios pero más cerca de sus intereses como investigadora, sus días son intensos Su rutina está más cerca a la de cualquier científico en actividad que a la de una jubilada que madruga para ir a la cola del banco. A pesar de sus 82 años, laprimera científica nuclear de la Argentina se levanta temprano y ocupa el resto del día leyendo e investigando para escribir artículos.
— Ahora parece que estoy de moda. Me pidieron artículos para el Ministerio de Ciencia y Tecnología, para una publicación que va a salir sobre pensamiento latinoamericano en ciencia —dice entusiasmada.
Casi todas las semanas, visita alguna universidad pública. Si bien en la UBA se formó como intelectual, conoció al padre de sus hijos y a otros científicos que la guiaron en la carrera, hoy su “debilidad” son las universidades del conurbano y del interior del país, donde la invitan a dar conferencias y charlas.
Desde 2010, el salón principal del Instituto de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Cuyo se llama Sara Rietti.
— Nos mimamos mutuamente.
En la cabecera de su cama, Sara tiene una foto de su madre, una de su padre y una del científico y secretario de Ciencia y Técnica del primer gobierno democrático en la Argentina, Manuel Sadosky.
— Si pienso en mi mamá y mi papá me puedo poner a llorar. Si pienso en Manuel también. Lo quise demasiado.
Más allá del cariño que la une a Sadosky, que falleció en 2005, Sara se define como Varsavskiana.
El doctor en química Oscar Varsavsky, es el exponente máximo del pensamiento científico latinoamericano: una corriente preocupada por pensar el desarrollo en función de las necesidades reales de cada sociedad. Siguiendo su legado, ella defiende la ciencia que no persigue los intereses de los grandes centros económicos. Como buena “anticientificista” piensa el desarrollo científico en su contexto: ciencia y política siempre van juntas.
Dos preguntas la obsesionan: ¿Ciencia para qué? ¿Ciencia para quién?
— Podemos hablar de literatura, de ciencia o feminismo, yo sigo siendo lo mismo: en cualquier área, un animal político.