Aunque pasaron algo más de cinco años, el impacto de la crisis financiera que se inició en Estados Unidos y que se transformó en pandemia en buena parte de Europa sigue generando efectos no deseados en la historia más reciente. Rescates millonarios con fondos públicos a gigantes bancarios cuya caída amenazaba con profundizar el colapso, multiplicación del desempleo, miles de personas despojadas de su vivienda, exilios para escapar de la pobreza; en síntesis, el peor golpe económico y social del capitalismo desde el jueves negro de 1929.
En parte por la habilidad intrínseca del sistema que la creó y, en menor medida, por el perfil informativo en torno a los delitos en las altas esferas del poder, las causas de este crack global permanecen bajo un halo de abstracción. Como si se tratara de un fenómeno natural o a lo sumo atribuible a ciertos vicios del género humano. Hubo, hay y habrá ejecutivos de peso en Wall Street que, como en la mitología helénica, le dan forma humana al desastre económico; pero la matrix tiene lagunas esporádicas que ponen a esos mismos cuadros casi como las únicas evidencias del plan maestro de los que toman decisiones.
El financista J. Volpi, personaje central de la reciente novela “Memorial del Engaño” -del autor mexicano Jorge Volpi, que utilizó su propio nombre para darle vida al actor principal de su libro - es, justamente, una de esas flechas al centro neurálgico del poder financiero, una especie de rayos x que –a partir de la ficción- desenmascara con nombre y apellido el rol protagónico jugado por los principales actores del sistema financiero global, su poder de lobby para liberar las finanzas transnacionales y doblegar a ese enemigo estatal que a base de regulaciones sólo busca reducir la tasa de ganancia, según sus propias palabras.
En definitiva, Volpi –ese inescrupuloso especialista en finanzas de la banca de especulación JP Morgan que ayudó a desparramar los derivados financieros por todo el mundo- es un emergente de una ética basada en la especulación y el individualismo, todo bajo un lema relativamente sencillo: distribuir el riesgo, maximizar la ganancia, socializar las pérdidas.
Son contados los casos reales de cabos sueltos de un sistema financiero tan aceitado. Y en Argentina hay uno que, desde la realidad, une algunos puntos con la historia de la novela y del personaje de Volpi. En 2008, el banquero argentino del JP Morgan, Hernán Arbizu, cometió una mega estafa triangulando dinero entre sus clientes, robó información de los cuarteles centrales de la entidad y se declaró culpable de los delitos. Ante la Justicia local, develó cómo ayudó a lavar dinero a grandes fortunas de la Argentina: desde grupos de medios y mega empresas del agro, hasta constructores, industriales y empresarios de toda calaña. La jugada para salvar el pellejo le cuesta aún dos procesos penales en Estados Unidos, otras dos causas abiertas en Argentina y persecuciones del FBI e Interpol para extraditarlo y juzgarlo por delitos económicos en el exterior.
Salvando el espacio entre realidad y ficción, Volpi y Arbizu, ambos estafadores confesos, ponen de relieve el cinismo del sector financiero internacional. Como ocurre en la novela, Arbizu fue entrenado en Nueva York dos años antes del 2009, fecha en que estalló la crisis de las hipotecas subprime, para que, cuando llegara el momento, viajase por el mundo recolectando el dinero de millonarios asustados por el shock. En el mundo moderno, las burguesías que golpearon antaño las puertas de los cuarteles ante la primera crisis, ahora se cubren fugando el dinero a paraísos fiscales. El esquema estaba pensado, según confesó Arbizu mostrando documentos. Y fue tal como lo relató: el Morgan operó directamente robándole clientes al banco Lehman Brothers hasta llevarlo a la quiebra. Ese fue el hito fundacional de la crisis. El resto lo hicieron banqueros como él. Ante la sensación de un mundo en derrumbe, los millonarios latinos fugaron y lavaron sus dólares, sin ser alcanzados por el fisco o los controles estatales.
Volpi y Arbizu son una especie de kamikazes creados a esos fines. Fusibles de un esquema que los premia por un rato y que los vende y los delata cuando el peligro se asoma. Pero que con el tiempo se transforman en personajes imprescindibles para que el ciudadano de a pie acceda a los (des) manejos de un poder real afecto al ocultamiento y al secreto. Un poder que, en buena medida, justifica las desigualdades crónicas de un mundo complejo.
El comportamiento de estas maquinarias mundiales de especulación no es una casualidad y el moldeo que el JP Morgan ha hecho a medida de Volpi y Arbizu, tampoco. En 1861, John Pierpont Morgan (JP Morgan) saltó a la fama como banquero con un hecho inédito: en el preludio de la Guerra Civil estadounidense, se hizo acreedor de un cargamento de armas oculto en las Islas Governor, cercanas a Nueva York. Un arsenal enterrado allí por el ejército y rescatado en secreto por un grupo de civiles. Junto a sus socios de la industria, Morgan acondicionó los rifles y se aprovechó de la situación. El presidente Abraham Lincoln había llamado a la sociedad a sumar armamento de cara al combate entre los bandos del Norte y el Sur. Rápido de reflejos, Morgan le vendió al mismo ejército que antaño fue propietario de las armas un equipamiento obsoleto a un valor 4 o 5 más alto que el inicial. Y hasta les armó préstamos bancarios a tasas usurarias para que se hicieran de ese botín de guerra. Las coincidencias como simples avatares del azar son difíciles de encontrar, y en ocasiones la realidad es casi tan impactante como la ficción.