Ya no alcanzan los nombres propios. Se repiten como en un carrousel escalofriante que nos pasa delante de los ojos: Candela, Ángeles, Araceli, Daiana, Chiara, Melina, Micaela. De nuevo una Araceli. En 2014 ya habían matado a otra Araceli que también era de San Martín, que había salido en busca de trabajo y se encontró con un femicida. Su apellido era Ramos. Tenía 19 años y apareció dentro de un bolso tirada en el medio de un descampado. Estaba maniatada con alambres. Los rituales machistas de la violencia tienen algo en común: escenarios, nombres, protagonistas, investigaciones deficientes y rastrillajes que no alcanzan. El hallazgo del cuerpo de Araceli Fulles evidencia una vez más que a las pibas el Estado no las busca. Cuando los feminismos y el movimiento de mujeres, lesbianas, travestis y trans señalan “el Estado es responsable”, no es una frase hecha, una entelequia anquilosada, una bandera parte del folklore: es una certeza que se reafirma con cada uno de los femicidios. Después de la forma de violencia machista más extrema, viene la violencia institucional a duplicar los daños.
A Candela Sol Rodriguez la encontró una mujer. A Ángeles Rawson la vio un trabajador del CEAMSE en José León Suárez. Melina Romero estuvo desaparecida un mes y el hallazgo vino de la mano de un grupo de cartoneras, también en José León Suárez. El letargo policial no permitió encontrar los rastros en su cuerpo que daban cuenta de la violencia sexual que vivió antes de que la mataran. Borró huellas y alisó zonas del cuerpo que empezaron a pudrirse. Hubo estudios de ADN e hisopados que no pudieron hacerse. La autopsia ni siquiera llegó a definir cómo murió. El titular de la Departamental de San Martín, el comisario mayor José Luis Santiso, de quien dependían todas las comisarías de esa zona, algunas encargadas de la búsqueda y los rastrillajes, está preso acusado de corrupción policial y de encubrir a narcotraficantes. En el expediente judicial que lo investiga hay grabaciones de conversaciones que mantuvo Santiso tres días después del hallazgo del cadáver de Melina con la líder de una banda narco. Ahí, el comisario explica a su interlocutora que estaba ocupado “porque tiraron a Melina”. “Tuve un quilombo bárbaro la semana pasada porque me dejaron a la piba ésta muerta, ¿viste?”, dice en el mismo audio. ¿Quién investiga estas responsabilidades institucionales?
Durante 27 días no supimos dónde estaba Araceli Fulles, la encontraron perros adiestrados en un lugar que ya había sido allanado, en la casa de Darío Badaracco, la última persona que la vio con vida. Con los machos femicidas funciona una presunción de inocencia que no se activa cuando se trata de otro tipo de delitos. Después de declarar, Badaracco se profugó. Ahora se sabe que tiene un hermano que trabaja en la Comisaría 5ta de Billinghurst, la dependencia policial a la que fue la familia de Araceli a pedir ayuda cuando la chica desapareció.
En el medio de la búsqueda apareció un portacosméticos de ella con una nota que, se supone, le pertenecía: “Ara, la morocha”. Los policías escenificaron el hallazgo mostrando cada uno de los objetos sobre el barro. Los detectives televisivos tratan de imponer en el expediente mediático que fue una prueba plantada. Hasta ahora la única evidencia es que detrás de cada búsqueda infructuosa está la Policía Bonaerense, para terminar de hilvanar con irresponsabilidad la operación masacre femicida.
El femicidio de las pibas muestra un nuevo tipo de crimen doméstico que tiene al conurbano bonaerense como territorio. Lo doméstico va más allá de las paredes de material de las casas en las que viven. Los contornos del hogar se vuelven evanescentes cuando la vida de estas pibas pasa por los territorios que habitan. La familia lo señaló una y otra vez: había que poner la linterna en San Martín, en los barrios.
A pesar de que todos los días una mujer es asesinada por ser mujer, cada vez que una piba desaparece, la presunción de femicidio no entra en las investigaciones judiciales. “Averiguación de paradero” era la carátula de la causa que recayó en la fiscalía 2 de San Martín, a cargo de Graciela López Pereyra. La primera hipótesis fue que Araceli se había ido de gira, que ya iba a volver. Cuando los padres de Micaela García denunciaron su desaparición en Entre Ríos les dijeron que podía tratarse de un suicidio.
Esta violencia institucional no empieza ni termina en la inoperencia de funcionarios policiales y judiciales. Se trata de una violencia estatal que también es femicida. En febrero de este año cuatro amigas fueron baleadas en la calle en plena luz del día en Florencio Varela. Se presume que un chico de 14 años fue el que les vació un cargador con un arma 9 milímetros. Sabrina, de 15 y Denise, de 17 murieron. Némesis y Magali sobrevivieron a la masacre femicida. Hoy en el Poder Judicial de Florencio Varela tramita una causa por “abandono de persona”: una de las chicas asesinadas podría haber sobrevivido. Las filmaciones de las cámaras de seguridad del propio municipio muestran a una persona de gorra y mochila que les dispara a las 6.04 de la madrugada. Cinco minutos después llega al lugar una ambulancia, el conductor de ese vehículo se baja, las mira, reporta la situación por radio desde donde le contestan que no hay médicos. La ambulancia vuelve recién a los 35 minutos. Lxs vecinxs que se acercaron al lugar vieron que eran tres las chicas que todavía agonizaban. Quizás si la ayuda hubiese llegado en tiempo y forma una más hubiese sobrevivido a la violencia femicida.
A las pibas las matan y el Estado no controla ni regula las armas que las matan. Uno de cada cuatro femicidios son por balas de fuego y el Plan Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego está en pausa.
Nos están matando a las pibas y en el Plan Nacional para la Erradicación de la violencia contra las mujeres no hay políticas públicas específicas y creativas que busquen formas de prevenir la violencia machista en las poblaciones jóvenes. En los últimos nueve años hubo 329 asesinadas de entre 16 y 21 años.
Las pibas asesinadas, además de la edad, tienen algo en común: aparecen muertas después de protagonizar escenas de placer, de puro goce mundano como ir a bailar, comer un asado, disfrutar con otros amigos o amigas. Frente esos cuerpos femeninos empoderados y deseantes y los machos que las matan hay un hiato. Y en ese hueco encuentra lugar el femicidio. Un desfasaje entre las pibas y las masculinades prepotentes.
En ese desfasaje el Estado y las políticas públicas son reliquias atávicas que no funcionan: el 80 por ciento del Plan Nacional para Erradicar la violencia contra las mujeres se va en refugios. ¿De qué sirven esos ladrillos? ¿De qué sirve el call center 144 para pedir ayuda si están matando a las pibas en pleno goce? ¿Qué malla de contención se puede pensar para evitar esos femicidios? ¿Qué hacemos con esos machos que no comprenden a los cuerpos deseantes y matan como correctivo? La respuesta penal, los registros de violadores, las restricciones a las libertades no son la respuesta. La Educación Sexual Integral es la herramienta pero -además de que no se cumple- tampoco suficiente para ese lapsus en el tiempo en el que la muerte pone un freno al goce juvenil. Es necesario repensarlo todo para cambiarlo todo.
Las pibas tienen conciencia de que las pueden matar por el hecho de ser mujeres, pero no alcanza con esa conciencia. Fueron a la marcha, se pusieron la remera, gritaron Ni Una Menos.