La experiencia extrema de violencia sexual seguida de muerte que terminó con la vida de Micaela García deja ver escenas maniqueas alrededor del debate entre género y sistema de justicia, o más precisamente justicia penal. Todo regado por generalizaciones que niegan la heterogeneidad vital del movimiento y empobrecen la discusión.
Podemos verlo como un movimiento de pinzas. De un lado, se ubica lo que voy a etiquetar como garantismo misógino: aquel que insiste en reducir todas las demandas de justicia y eficacia en las respuestas estatales que se organizan alrededor del aparato punitivo ante los casos de violencia de género, a puro punitivismo; casi una variante del uso de “feminazi”.
Del otro lado, el “manodurismo”, con sus vectores legislativos y mediáticos, rápidos en señalar como malas feministas y cómplices de la impunidad a aquellas expresiones que se resistan a que la moneda de cambio a sus demandas de transformación radical sea una escalada represiva típicamente patriarcal.
No voy a ocuparme aquí de las limitaciones e impugnaciones que podamos hacer a toda intervención punitiva por su sola condición de tal. Es obvio que es una respuesta siempre tardía, que va detrás del daño; que la transformación real, dirigida a cambiar las formas de las relaciones sociales basadas en el sometimiento en razón del género, son la clave; que la cárcel y el encierro —incluso en unas condiciones que podamos considerar aceptables y dignas si es que pasamos el trago de considerar así el encierro- siguen sin tener que ser el único horizonte posible.
Dicho esto, no deberíamos seguir eludiendo los términos del debate entre perspectiva de género y sistema penal. Por un lado, batallar contra la impunidad selectiva con la que un garantismo pésimamente entendido repele toda consideración de lo que las víctimas en razón de su género tienen para decir sobre el conflicto que las ha dañado.
Por otro, identificar articulaciones posibles para impugnar las quimeras punitivas que enlodan los reclamos genuinos de justicia y profundizan los riesgos de autoritarismo.
Feminazis, son todas feminazis
En algunos casos el sesgo de género aparece cuando se insiste en codificar como punitiva toda demanda de eficacia. Regularmente, se abusa de la retórica de la intervención penal mínima, de la insignificancia, de la bagatela, sin ninguna conexión con el contexto del conflicto. Ese tipo de argumentos funciona cuando explícita o implícitamente pesa la retórica que insiste en calificar como “conflicto privado” aquello que nos mata, nos lastima, nos confina, restringe nuestras libertades. Incluso cuando eso se materializa a través de prácticas que ya son delitos –lesiones, amenazas, tentativas de homicidios- pero el sistema penal deprecia de muchas formas por la condición de género de las víctimas que las padecen.
Así como repugna la idea de un derecho penal de autor porque las personas solo pueden ser castigadas por lo que hacen no por las condiciones de su existencia, a esta altura resulta insoportable tener que insistir con la obviedad de que a las mujeres nos victimizan por lo que somos.
Y esa vulnerabilidad de género ante ciertas violencias también debe ser una preocupación para el garantismo: más allá de su versión procesal de cara a los imputados, lo mejor que tiene como corriente política, acerca de los fines y usos del derecho, es la limitación frente al poder cuando avasalla derechos en una situación de conflicto donde se producen abusos. Las relaciones de género están marcadas por una subordinación que no puede dejarse de lado cuando al sistema llegan estos casos. Como repite Rita Segato en estos días, deben ser considerados delitos de poder.
Históricamente, los sistemas penales -y sus agencias satélites como las policías- han repelido el tratamiento de las formas de violencias que alcanzan a las mujeres y desplazan las responsabilidades hacia nosotras (algo que no ocurre con las víctimas de ningún otro delito). Tampoco nos creen cuando relatamos abusos (allí está el nada científico SAP neutralizando denuncias bajo el mito de la mala mentirosa), aun cuando el feminismo ha dejado claro ya que la violencia es constitutiva de la experiencia biográfica femenina. Finalmente, es común ver cómo banalizan hechos porque ocurren en contextos íntimos y en el fragor de la discusión, como si fuera entre iguales o, como leí hace poco en un caso judicial, aceptar como reparación un ofrecimiento de disculpas que “no implica asumir responsabilidad” (sic).
Esas son algunas expresiones, entre muchas otras, de lo que en vidas concretas significa lidiar con sistemas judiciales cuando se es víctima de distintas formas de violencia de género. Gran parte de la agenda feminista bien entendida reclama modificar esos términos en las intervenciones. Ello no tiene nada que ver con inflar el sistema punitivo sino con dejar de consentir que un instrumento que debe intervenir ante conflictos violentos, lo haga ignorando los intereses de la mitad de la parte en juego; peor aún, respondiendo a la demanda legítima de quien es victimizado con muchas otras violencias.
Lo llamo garantismo misógino porque muchos de los que sostienen ese desdén frente a las cuestiones de género, reaccionan de forma bien distinta ante otras formas de abuso de poder e ineficacia. Los argumentos que utilizan para depreciar las demandas de género serían impronunciables frente a otros casos con los cuales el derecho mínimo penal tiene simpatía. No es un juicio de valor personal -sería insuficiente- sino una consecuencia obvia pero no inmodificable del sistema penal, instrumento predilecto de la maquinaria heteropatriarcal.
Afortunadamente, por ejemplo, no desalentarían bajo el mote de punitivismo la persecución de la tortura o del abuso policial, las detenciones ilegales o la discriminación racial o el negacionismo.
No veo por qué la demanda de cese de impunidad penal selectiva para los casos de violencia de género debiera correr una suerte distinta. En ambos casos la desatención estructural no ha tenido que ver con un legítimo ajuste político criminal que acota la criminalización impropia para un Estado de Derecho, sino que constituyen expresiones de impunidad garantizadas por el aparato judicial, sustentadas en el patriarcalismo imperante para unos casos, en el clasismo o el racismo en otros.
Como enseña otra vez Virginie Despentes, hay quienes “denuncian con virulencia las injusticias sociales o raciales, pero se muestran indulgentes y comprensivos cuando se trata de la dominación machista. Son muchos los que pretenden explicar que el combate feminista es secundario, como si fuera un deporte de ricos, sin pertinencia ni urgencia. Hace falta ser idiota, o asquerosamente deshonesto, para pensar que una forma de opresión es insportabe y juzgar que la otra está llena de poesía”.
Esta demanda de respuesta eficaz debe encontrar una respuesta honesta a la altura de la circunstancias y ser bien distinguida de los programas que solo avanzan con inflación penal – esto es crear nuevos delitos o aumentar escalas penales –o endurecimiento punitivo -apelar a más encierro por más tiempo, aunque sea la misma fracasada respuesta de siempre.
Guerras en nombre del feminismo
Del otro lado, llegan los “manoduristas” de siempre que a sabiendas distorsionan las proclamas libertarias feministas de exigir una vida libre de violencia para desplegar venganza represiva.
Cuando la experiencia fallida del sistema judicial ante la violación en su forma más extrema y amenazante aparece realizando la amenaza potencial bajo la que las mujeres somos socializadas en un régimen de estatus basado en el género, se desata un vale todo que en nombre de la aberración cometida, invita a los desbocados de siempre a proponernos cosas cada vez más atroces, que corrientemente nada tienen que ver con la solución del caso.
Por el contrairo, ya sabemos que guardan una estrecha funcionalidad con el objetivo de mantener la violación lejos de lo que es: una herramienta disciplinante central del régimen heteropatriarcal. Esto rompe la posibilidad de ver y comprender las continuidades y entrelazamientos con otras intensidades violentas que la explican mucho mejor que las estrategias individualistas de la patologización criminalizante que la ubican en el registro de lo excepcional.
Estas formas de oportunismo punitivo en nombre de “las mujeres” son puro uso y abuso para arremeter contra el garantismo. Con un objetivo: perpetuar estructuras penales que funcionan lejos de la contención de los abusos de poder y que, en lugar de asegurar derechos, convalidan su avasallamiento.
Es un movimiento similar a las apropiaciones del feminismo que efectúan los imperios invasores que arrasan con pueblos enteros en nombre de la emancipación femenina. Primero se reduce el feminismo a la versión blanca local, se ignora explícitamente las versiones subalternizadas y se le asegura a eso un reconocimiento especialmente cínico, el lugar de la excusa para la escalada violenta. Una forma de cosificación más.
Así lo muestra Nina Power cuando analizando la invasión a Irak en 2001 dice “La esposa de George W. Bush, Laura preparó el terreno en un programa de radio al declarar que los terroristas y los talibanes amenazan con arranar las uñas a las mujeres que se las pintan. La batalla por el apoyo público a las guerras se desarrollo mediante una combinación del discurso feminista liberal y la premisa de mano dura”.
Suena banal el asunto de las uñas y la guerra no? ¿Cómo no ver entonces banalizadas las demandas de transformación real que se plantean frente a la violencia de género en un contexto donde el Presidente de la Nación sostiene que todas nosotras histéricas a las que nos gusta que nos digan qué lindo culo tenemos? ¿Cómo no advertir que somos una excusa para otros planes si la salida punitiva aparece en el mismo tiempo en que los feminicidios crecen exponencialmente y el presupuesto del Consejo Nacional de las Mujeres decrece despiadadamente? ¿Cómo confiar en que el problema sea lo que llama garantismo un señor que conduce una policía que ha vuelto a la maña de las razzias, preferentemente dirigidas a nuestros cuerpos? ¿Cómo no ver esa misma mecánica de instrumentalización para el proyecto bélico de cabotaje dirigido contra pobres, migrantes y luchadores sociales en quienes emprenden una cruzada antigarantista en nombre de nuestras libertades?
Cada vez que la retórica punitivista nos invoca lo hace instrumentalmente y nos confina al lugar de víctimas como toda expresión identitaria. Así como el garantismo misógino confunde demandas muy diversas hasta asociar forzadamente feminismo con autoritarismo, el punitivismo nos propone condenarnos a una única forma de reconocimiento, el de las víctimas que también está plagado de exigencias estereotipadas que también fija el patriarcado.
Como alerta Tamar Pitch: “Con esto no quiero decir que la justicia penal no deba intervenir, ni que las mujeres que han sufrido violencia no deban ser definidas como víctimas [pero la sola] relegitimación de la justicia penal, su lógica y sus símbolos, juega en contra de la política, la margina e incluso corre el riesgo de negar o al menos, no reconocer la subjetividad femenina, reduciéndola a una simple invocación de ayuda de un grupo reconstruido como débil y vulnerables”.
Respuestas ya ya ya. ¿Transformaciones para cuándo?
La urgencia por encontrar explicación a lo que en los primeros momentos no logramos quitar del registro del “qué horror” exige explicaciones perentorias, responsables con rostros visibles ya.
Las simplificaciones llegan rápido y pueden coincidir con parte de la respuesta que casos como el de Micaela demandan, pero también son aprovechadas para eludir lo que siempre se posterga: lo que emerge allí donde el daño supera la escala individual y sacude la realidad colectivamente.
Veamos lo que se discute a partir del caso de Micaela. La figura del juez que decidió la Libertad de Wagner está en la picota. Claro que el desempeño de los jueces, y este caso no tiene nada que sugiera que no urge hacerlo, debe estar sometido a escrutinios y mecanismos institucionales sobre su desempeño. ¿Pero antes y después qué?
El mal desempeño del juez se está construyendo, al menos en los medios, sobre una supuesta racionalidad que, ligeramente, se asigna en estos días a los informes de los servicios criminológicos penitenciarios. ¿Sabemos cuáles son las diferencias de acceso a terapia que tienen estos agresores? ¿Tienen servicios terapeúticos adecuados o son intervenciones rutinarias como las que se hacen sobre los demás, cualquiera sea el delito cometido? ¿Quién monitorea esos gabinetes multidisciplinarios? ¿Cómo se integran? En muchos momentos se ha sugerido que informes de ese tipo forman parte de los intercambios corruptos entre penitenciarios y presos, ¿sabemos de los controles que existen para evitar cosas así? ¿Es un avance de calidad institucional y respetuoso de la ley administrativizar el control del cumplimiento de las penas? ¿Qué haremos con los servicios penitenciarios en su gran mayoría de impronta militarizada? ¿Son los profesionales que los integran autónomos para ejercer su tarea, con jefes que priorizan la humillación y el disciplinamiento violento a la reintegración a través del ejercicio de derechos que el Estado debe garantizar cuando priva a alguien de la libertad?
No estoy en condiciones de afirmar si este revival de fe positivista en los informes criminológicos nos pone en riesgo de regresar a tiempos en los que la decisión sobre el confinamiento o no de las personas se basaba en unas nociones de peligrosidad pseudocientíficas que se apoyaban en la propaganda del caso extremo y desbordado para luego ver peligro por todas partes, principalmente en la disidencia ante el poder. Decía Foucault en una de sus clases, con cita del criminólogo Rafael Garófalo: “El miedo general al crimen, la obsesión por ese peligro que parece confundirse con la sociedad misma, se inscribe de manera permanente en la conciencia de cada cual (….) ¿Cuál es el enemigo? …Es un enemigo misterioso y desconocido hoy en la historia, y su nombre es el criminal”.
En otro orden, ¿qué pensamos hacer con una cultura carcelaria que garantiza continuidades patriarcales tras los muros y somete a los varones acusados de violación a procesos disciplinantes de reprobación a través del sometimiento a violaciones, con anuencias y silencios varios? ¿Cómo puede ser que la principal estrategia de mediación estatal en algunos establecimientos penitenciarios sea asegurarles lugares en pabellones religiosos? ¿Alcanza con el confinamiento absoluto? ¿Qué nos dicen esas venganzas materializadas sobre un cuerpo agresor acerca de la matriz reproductiva de la cultura de la violación en la que vivimos? El medio carcelario que consiente el disciplinamiento mediante abusos, ¿no es más bien otra forma de perpetuación de la cultura machista, del pacto entre caballeros que resuelven también con odio de género sus formas aprobadas y desaprobadas de disponer de nuestros cuerpos?
¿Cuáles son los servicios de egreso y de atención postpenitenciaria? ¿Con qué datos sostenemos reincidencias probables o no? Si Wagner debía cumplir tratamientos al recuperar la libertad, ¿cuáles eran? ¿Los elegía el? ¿Le procuró el Estado lugares adecuados? ¿Cómo los sustentaba económicamente? Si un agresor sexual pide ayuda, porque se reconoce en problemas, ¿a dónde va?
Para el manodurismo esta desorientación no ofrece problemas: además de contar con la eficacia discursiva de su lado, camina con naturalidad por las arenas represivas, pide bala a los delincuentes, siempre le parece que la puerta es giratoria, mide eficacia en número de presos y abatidos, festeja las ejecuciones de ricos marcando que la bolsa es la bolsa y que vale mas que algunas vidas, convive cómodamente con la impunidad, está al acecho cuando la necesita de excusa, la produce y reproduce como objetivo político, no como mal cálculo.
Por fortuna, empiezan a sentirse con fuerza otras voces, acompañadas de la reacción popular de miles de mujeres que reclaman cambio verdadero. En esa línea, el comunicado de NiUnaMenos esbozó algunas de estas cuestiones claves frente a una desorientación generalizada que de izquierda a derecha clama por la cabeza del juez como todo destino, quizás con razón, pero sin mayor rumbo.
Menos castigo más justicia: tomarse el feminismo en serio
La movilización social feminista de los últimos años avanza hacia una resistencia activa y creativa. La experiencia acumulada va forjando unas subjetividades donde los femenino comienza a descentrarse de la condición de víctima individual sufriente pasiva que nos reserva el neoliberalismo cuando captura nuestras demandas.
A eso se suma la nobleza lúcida de unos padres víctimas que optaron por no claudicar de sus convicciones ante la inmensidad de un dolor que sería irrespetuoso proponernos mensurar aquí, reivindicando que la transformación radical de la realidad es la forma de justicia que esperan para su hija. Estos elementos ofrecen un escenario distinto al de otros dramas en los que las cosas terminaron estrelladas en el muro de la inflación penal y el endurecimiento carcelario.
Las respuestas a la altura de la lucha y los costos en vidas de mujeres serán aquellas que erradiquen las condiciones de producción y reproducción de esta normalidad violenta que expresa un régimen de estatus basado en el género. Para ello habrá que producir intersección cabal entre perspectivas de género y garantismo, no por capricho epistemológico ni snobismo conceptual, sino una exigencia básica de reconocimiento y no discriminación.
La gran mayoría de las resistencias garantistas en relación con las cuestiones de género parten del no reconocimiento, de la subalternización de la perspectiva. La desigualdad estructural en las relaciones de género no se queda en las puertas del sistema penal y sus prácticas.
Insistir en esas desconexiones solo hace cada vez más grande el problema, más corto el camino a la invocación represiva y niega que lo que llaman igualdad y neutralidad está construido sobre lo masculino como universal.
Tomarse el feminismo en serio es un buen punto de partida. Ver allí alianzas posibles para que, a través de respuestas eficaces, la meta sea menos castigo, más justicia. En lugar de repeler las demandas, gestionarlas, darlo todo vuelta si es necesario, pero no renunciar a la oportunidad de que confluyan dos tradiciones comprometidas con la minimización del dolor y las violencias como un proyecto político central.