Luis Escobedo tenía 17 años cuando comenzó a entrenarse con el plantel profesional de Los Andes. Cada vez que jugaba en las Inferiores -formaba dupla central con José Tiburcio Serrizuela- sobresalía por su velocidad y ubicación, características que contrarrestaban su metro setenta, estatura baja para ser número 2.
Era otro fútbol. Sin representantes ni salarios millonarios, mucho menos para los juveniles que aspiraban a firmar su primer contrato.
En Los Andes todos sabían que el debut de Escobedo en Primera era cuestión de tiempo; tras haber cumplido con el Servicio Militar en 1981 -sin permiso para salir a jugar ni entrenarse- había recuperado su lugar en el plantel Milrayitas e incluso había sido convocado para el banco de suplentes de la máxima categoría en varias oportunidades.
La noche del sábado 10 de abril 1982, una semana después del “si quieren venir que vengan” de Galtieri, Escobedo fue titular en el partido de Tercera entre Los Andes y San Lorenzo. A la mañana siguiente, mientras leía el diario en su casa de Budge, se enteró que la Décima Brigada estaba acuartelada. Y que si no se presentaba el lunes iba a ser declarado desertor.
La historia, matizada por detalles personales, fue vivida por la mayoría de los jóvenes de la clase ´62 con sueños de futbolista:
—En Malvinas nos sacaron la pelota y nos dieron un fusil— dice Héctor Rebasti, que en aquel momento atajaba en San Lorenzo.
Julio Vázquez, delantero de Centro Español, de la Primera D, recibió el telegrama para reincorporarse al Ejército en la mañana de ese mismo 10 de abril. Lo leyó y se quedó mudo. Tampoco tenía con quién compartirlo: su padre, sereno de una fábrica en Ituzaingó, se había ido a Plaza de Mayo a celebrar la recuperación de las Islas junto a miles de compatriotas.
Esa tarde, después de jugar los 90 minutos en el empate 1-1 ante Central Ballester, Vázquez comenzó a tomar conciencia de lo que iba a vivir. Volvió al vestuario y se mantuvo en silencio mientras sus compañeros comentaban detalles del partido; se bañó, le dio la mano al director técnico y se puso a llorar.
El lunes siguiente se presentó en el Regimiento 6 de Infantería de Mercedes; el martes ya había aterrizado en Puerto Argentino.
Carlos Tapia, el Chino Tapia, era la joya de las Inferiores de River en 1981, año en que salió sorteado para la colimba. La dirigencia del Millonario se movió rápido y le salvó la carrera: un talento semejante no podía perder el tiempo en instrucción militar.
Una situación similar vivió Jorge Burruchaga, entonces jugador en Arsenal, de la Primera B. A Burru lo mandaron a Campo de Mayo y le cortaron el pelo, pero a las tres semanas logró salir gracias a la gestión de su club. Al año siguiente, cuando la guerra ya estaba declarada, recibió un telegrama: el Ejército requería sus servicios nuevamente. Como ya era jugador de Independiente y tenía más exposición, negoció un permiso especial y se quedó en Buenos Aires. Todas las mañanas, temblando ante la posibilidad de que lo mandasen a Malvinas, se acercaba al Regimiento de Patricios para firmar que estaba a disposición.
Los casos de Tapia y Burruchaga representan al fútbol como una última escapatoria a Malvinas. Se salvaron de la guerra gracias a la pelota y, cuatro años más tarde, formaron parte de la Selección en México ´86. Sergio Batista, Oscar Ruggeri, Héctor Enrique y Néstor Clausen, los otros categoría ´62 de aquel plantel campeón del mundo, habían sacado número bajo en el sorteo y habían quedado eximidos del Servicio Militar.
La suerte no fue la misma para Gustavo De Luca, compañero de Tapia en las Inferiores de River. De Luca contó con ciertas licencias durante la colimba gracias al teniente José Luis Blanquet, hincha del Millonario, que dejaba entreabierta la puerta del regimiento con una única condición: entradas para el Monumental los domingos de partido.
De Luca era un centrodelantero potente, con buen cabezazo. Un goleador de área. Durante 1981 alternó el entrenamiento futbolístico con el militar. Los fines de semana disputaba su partido con la tercera y después subía a la platea para mirar con Blanquet al equipo de Ángel Labruna, que entonces alineaba figuras como Ubaldo Fillol, Daniel Passarella y Mostaza Merlo. De esta manera fue forjando una relación cordial con su superior.
Apenas fue dado de baja de la colimba, se reincorporó a River. Muchos de sus compañeros ya habían debutado, otros estaban por firmar su primer contrato. Pero en abril de 1982 fue llamado nuevamente a filas. Ya en el Regimiento 3 de La Tablada, se cruzó con Blanquet en un pasillo y buscó complicidad:
—Teniente, me imagino que no tendré que ir a ningún lado.
—Si vamos a la guerra, vamos todos.
Eran pibes con escasa formación militar, mal pertrechados y peor organizados, muertos de hambre y de frío y también de miedo, enfrentándose a una de las potencias colonialistas más poderosas del mundo.
—Sigo pensando que fue una locura; imaginate que le digan a un hijo tuyo que tiene que ir a una guerra. Yo cumplí 20 años allá- se lamenta Javier Dolard, delantero de Boca y de la Preselección Juvenil Argentina.
Esa locura duró 74 días y fue carcomiendo la resistencia de los soldados argentinos, por padecimientos y por abusos. Con gestos de resignación, Vázquez recuerda su primera experiencia en las Islas: al bajar del avión, se encontró con el aeropuerto repleto de provisiones apiladas; detrás de una montaña de gaseosas, como dándole la espalda, vio cómo le enseñaban a armar y desarmar un fusil a un “clase ´63”.
En Malvinas, ser “clase ´63” indicaba que ni siquiera habías terminado la colimba.
La cotidianeidad de las Islas fue naturalizando este escenario surreal. Por ejemplo, si el aeropuerto desbordaba de alimentos, éste nunca llegaba a los pozos donde dormían los soldados. Entonces, si querían comer, tenían que buscar la comida por sus propios medios.
Era un riesgo que todos estaban dispuestos a correr, incluso bajo alertas rojas o ante amenazas manifiestas de sus superiores, que podían castigar el robo con una “estaqueada” o un “baile”: el primero consistía en atar al “ladrón” a cuatro estacas clavadas en el suelo, el segundo, en someterlo a ejercicios físicos extenuantes e incluso humillantes.
—¿Robar? Nosotros estábamos subsistiendo— se defiende De Luca.
Las casas vacías de los kelpers se convirtieron en provedurías con puertas abiertas. Muchos habitantes de las Islas habían huído al inicio de la guerra y habían dejado todas sus pertenencias a disposición de las tropas argentinas. De mayor interés, la comida y el abrigo.
Algunos tenían técnicas para no ser descubiertos y otros actuaban por instinto. Vázquez y su grupo, por ejemplo, habían conseguido la insignia de un Cabo y podían moverse por Puerto Argentino con ciertas libertadores. Nadie iba a sospechar de un oficial y sus acompañantes de recorrida por el pueblo.
Sergio Pantano, un delantero potente de Talleres de Escalada que ya se entrenaba con la Primera, repite que su peor tormento fue el hambre. A veces, mientras los ingleses atacaban su posición, se hundía en el pozo de zorro y comenzaba a imaginar con sus compañeros a qué se dedicarían cuando volvieran al continente: algunos querían ser panaderos, otros soñaban con tener un restaurant, pero todos pensaban en lo mismo. Comer. Si hasta eran capaces de engullir una cabeza de cordero podrida para engañar al estómago.
—Es algo que no podés dominar, sos capaz de pegarle un tiro a un soldado porque tiene un pan.
Pantano todavía se acuerda del día en que prefirió la muerte antes que prolongar la tortura del hambre. Ese día, en pleno bombardeo aéreo inglés y ante la ausencia de sus superiores en las trincheras, se escapó junto a dos compañeros hacia Puerto Argentino para saquear una casa: “Vamos, si nos matan en el camino, nos matan”.
—Los primeros días solo pensaba en el fútbol. Quería saber cómo salía Los Andes. Hasta se me pasó cuando hundieron el Belgrano— recuerda Escobedo.
El ARA General Belgrano fue un crucero de la Armada Argentina hundido por el ataque de un submarino británico el 2 de mayo de 1982. El ataque causó 323 muertes, casi la mitad del total sufrido por el bando perdedor. Generó, además, un golpe a la moral de las tropas que de alguna manera u otra iban enterándose de los hechos.
Antes de aquel día, los soldados pasaban el tiempo deambulando por los pozos. Sufrían hambre y frío y las horas se hacían cada vez más lentas, pero al menos no tenían que pasar las noches espantados por los ruidos de las bombas.
Los más futboleros, como Juan Colombo, conversaban sobre fútbol, sobre el Mundial que estaba a punto de comenzar y sobre cómo sería volver a una cancha.
Colombo era un delantero alargado de Estudiantes de La Plata y figuraba en los planes de Carlos Bilardo, director técnico de la Primera. Antes de la guerra ya le habían comunicado que iba a sumarse al plantel profesional en City Bell. No tuvo tiempo para disfrutar su sueño cumplido: a los diez días ya estaba en Malvinas.
Desde que pisó las Islas, su único objetivo era volver en condiciones físicas para retomar su carrera:
—Hasta llegué a pensar que si me pasaba algo y no podía volver a jugar al fútbol, no quería volver.
Más de una vez intentó jugar un picadito con sus compañeros sobre el terreno desparejo de las Malvinas. Improvisaron una pelota con plásticos, turba y un poco de tela, pero apenas duraron diez minutos. Tuvieron que abandonar, derrotados por el cansancio, a pesar de ser jóvenes que incluso estaban entrenados como atletas.
—Estábamos muy mal físicamente, no podíamos patear una pelotita; imaginate cuando el conflicto comenzó a hacerse más largo— recuerda Dolard, que también se sumó a la aventura de jugar un partido en Malvinas.
El 13 de junio, día previo a la rendición de Argentina en las Islas, la Selección debutó en la Copa del Mundo de España con una derrota por 1-0 ante Bélgica. Los jugadores de se habían involucrado con la guerra. Al punto de que hicieron una donación millonaria para el Fondo Patriótico (una caja de donaciones para los soldados que se esfumó antes de llegar a su destino final). Quedaron estupefactos al leer la prensa extranjera: Argentina no estaba ganando, como habían asegurado los medios locales durante semanas, sino que estaba a punto de firmar el cese de hostilidades.
A 12 mil kilómetros de Barcelona, donde debutó la Selección en el Mundial de 1982, las tropas argentinas preparaban su repliegue hacia Puerto Argentino debajo de una feroz ofensiva británica.
Vázquez fue uno de los pocos que siguió el partido de Argentina y Bélgica. Lo hizo a través de Radio Carve, de Uruguay, con un aparato que había robado de un negocio el día anterior. Pero la mayoría de los combatientes ni siquiera recordaba que se estaba jugando un Mundial, y mucho menos pensaban en escuchar el partido. El único objetivo en aquel momento era mantenerse con vida.
Rebasti dice que aquella tarde el capitán lo reunió con un grupo de soldados para darle órdenes sobre la misión del día siguiente. Al despedirse, el oficial los abrazó y se largó a llorar.
—Sabía que nos estaba mandando al muere, que teníamos pocas chances de sobrevivir— recuerda Rebasti con la voz entrecortada.
Entre los que retrocedieron desde las zonas cercanas a la costa coinciden en que el último día de la guerra fue una masacre. Cerca de 300 soldados corrieron desesperados durante seis kilómetros; cada vez que escuchaban una ráfaga de proyectiles ingleses se tiraban al piso y esperaban que la suerte estuviera de su lado.
—Había muchachos que volaban por el aire… no te tocó a vos, entonces corré.
De Luca estaba en ese pelotón y salvó su vida por unos pocos centímetros. Una bomba cayó delante suyo y mató a un compañero. Él salió despedido por la onda expansiva y cayó desmayado por unos pocos segundos. Se despertó todo ensangrentado, con un tímpano perforado y una esquirla clavada en su cintura. Siguió como pudo hasta Puerto Argentino.
El 14 de junio, último día de combate, el gobernador designado por la Junta Militar, Mario Benjamín Menéndez, llamó a Galtieri para transmitirle la gravedad de la situación: “A nuestra tropa ya no se le puede exigir más de lo que ha peleado. Van a seguir combatiendo un combate sin posibilidades”.
Al confirmarse la rendición, una sensación ambigua se apoderó de los soldados argentinos: por un lado, sentían que todo el sufrimiento se había terminado, que podían volver a sus casas; por el otro, lamentaban la derrota y, sobre todo, a sus compañeros caídos en batalla.
—Hay fantasmas y hay culpas, porque hay una historia y hubo compañeros que quedaron y otros que no volvieron como habían ido— cuenta Claudio Petruzzi, que antes de la guerra atajaba en Rosario Central.
Devueltos al continente, los soldados argentinos comenzaron “la otra guerra, la de la reinserción en la sociedad”. Así lo describe Omar De Felippe, actual técnico de Vélez y entonces defensor de Huracán, lugar que recuperó hasta debutar en Primera en 1986.
El proceso de “desmalvinización” de los años posteriores a 1982 despojó de cualquier sentido patriótico la participación argentina en las Islas. El Estado abandonó a los soldados a su suerte y les negó cualquier contención, empujándolos otra vez hacia el precipicio. Fue entonces cuando comenzó una ola de suicidios que, al día de hoy, se estima superior a las 649 bajas sufridas en Malvinas.
—El fútbol me dio esa contención que quizás otros no tuvieron; me ayudó mucho la vida que se vive dentro de un vestuario, los compañeros— agrega De Felippe.
Los primeros meses fueron los más difíciles. Héctor Cuceli, wing de San Lorenzo y la Preselección Juvenil Argentina, no soportó que su entrenador lo sentara en el banco durante los noventa minutos de un partido ante El Porvenir. “¿Cómo no me va a poner si vamos ganando 5 a 0?”, se preguntó. A la semana siguiente, durante un entrenamiento, se agarraron a trompadas. El club lo dejó libre.
Algunos clubes no quisieron comprometerse con jóvenes que no jugaban hace más un año (contando el Servicio Militar) y que estaban golpeados física y psicológicamente. Otros, como Estudiantes de La Plata, les ofrecieron su primer contrato: “Me salvaron la vida”, insiste Juan Colombo, quien fue campeón con el Pincha en el ´83 y se retiró joven por una lesión.
Si la guerra no fue un freno definitivo para la carrera futbolística de los ex combatientes, al menos les impidió recuperar su mejor nivel. Pero todos -los que llegaron a Primera, los que siguieron en ligas del Interior y los que jugaron en torneos amateurs- coinciden en una cosa: el fútbol fue la contención que el Estado les negó.
*Acá podés ver La Clase 62, el documental que realizaron Leandro Cócolo y Nicolás Lopresti para TyC Sports.