Un hecho policial, un hecho ético, un hecho periodístico, un hecho político, un hecho estético, un hecho sociológico, un hecho antropológico, un hecho cultural. No se trató simplemente de dos personas muertas en un recital del Indio Solari: si así fuera, no se diría todo lo que se dijo, yo no estaría escribiendo esto y las portadas digitales de los diarios estarían ocupadas con otras cosas. Sin ir más lejos, el mismo sábado casi mueren varios hinchas en una avalancha en el estadio de Banfield, en un festejado retorno de los públicos visitantes –de Boca– al fútbol. Las fuentes hablan de pésimas infraestructuras, de más público que el habilitado, de malos servicios de sanidad y seguridad: poco más o menos (con diferencias de cantidades de personas), lo mismo ocurrió en Olavarría. La otra diferencia es que no hay un fiscal invocando peritos, ni redes sociales atronando con reclamos por castigos o con descalificaciones cruzadas hacia públicos, organizadores, músicos. Dos muertos producen milagros periodísticos y opiniónicos: nadie habla de Banfield, no hay nadie que deje de hablar de Olavarría, la mayoría con el dedo para arriba –tonito admonitorio– o apuntando –tonito acusador.
Hechos: no hay uno solo, ni una sola narración, ni una sola mirada, ni siquiera “hechos alternativos”. Cuando algo ocurre en un recital del Indio Solari, hay que echar mano de miradas muy estrábicas, porque en la olla entran demasiados ingredientes. Hay un hecho policial todavía poco definido: mueren dos personas, parece haber ocurrido en una avalancha durante el concierto, en la zona delantera del predio. Todos sabemos que las primeras decenas de metros frente al escenario son escabrosas, implican riesgos, exigen resistencias físicas que exceden simplemente una buena capacidad de aguante, implican habilidades corporales específicas, así como retribuyen con recompensas: “estuve ahí, me banqué el peor pogo, fue inolvidable” –un gran capital en la tradición rockera y muy especialmente en la ricotera. Cuando todavía no había una autopsia, alguien afirmó en las redes que no había heridas sino colapsos cardíacos. Que no hubo una violencia excesiva, sino el resultado de una exigencia física desbordada que podría haber ocurrido, sin ir más lejos, en Banfield. Mucho menos, muertes por ingestas desmesuradas de sustancias más o menos legales: esto no es, tampoco, Time Warp. No hay acuchillados, en principio, lo que sí ocurrió en River Plate hace varios años. Aunque no había ningún cacheo en la entrada, hubo menos armas que, pongamos, en el acto de la CGT el 7 de marzo –todos sabemos que los “culatas” de los “gordos” están, ilegalmente, armados.
Sin embargo, la irrefutabilidad de la muerte –nada más real e irrefutable que la muerte– dispara enseguida una serie infinita de sobreinterpetaciones ordenada por varios focos: el primero, inevitable, que es la absolutización de la experiencia personal. El “yo estuve”, por ejemplo, difícil de discutir porque, aunque hay que tener la mirada muy entrenada para poder superar las posibilidades de observación personal –“yo estaba adelante, vi todo”; “yo estaba atrás, vi todo”; “yo estaba arriba de la torre, vi todo” –, el observador se subleva frente a cualquier discusión: “yo lo vi, estaba ahí”. O su variante metonímica: “yo no estuve, pero sí fui a River/Racing/Tandil”.
Peor es, claro, la distancia ética que puebla las redes y los medios: “esto es lo que pasa cuando uno pasa por arriba de las normas”, afirma muy orondo el epistemólogo que funge como presidente. “Todos negros, borrachos y faloperos”, afirma la nube moral que puebla las redes sociales. “La responsabilidad moral es individual, basta de echarle la culpa a la sociedad”, sostienen los aprendices de socio-antropo-filósofos que pueblan los bares nacionales.
Periodismos: Sí sabemos que sabemos poco porque los medios decidieron no informar. Que los canales de noticias no hicieron cobertura del recital, por lo que sólo podían ofrecer verdura, pescado podrido, terceras manos, lecturas sesgadas de redes sociales sesgadas, fotos por celular. Que los diarios no parecen haber tenido enviados –salvo Pablo Perantuono, para La Nación, o Fernando Soriano, que hace una excelente crónica para Infobae. Lo más vergonzoso es lo que –no– hace Télam: es decir, la agencia oficial, la que debe (“debe” significa “tiene la obligación de”) cubrir un acontecimiento cultural de esa magnitud (un mínimo de doscientas mil personas peregrinando para lo que puede ser el último recital de un personaje central de nuestra cultura musical como es el Indio Solari). Según denuncia la Comisión Interna, la agencia decide no cubrir el concierto por razones presupuestarias. El periodismo argentino vuelve a capotar como periodismo, como oficio, para luego florecer como opinionismo, monserga, dedodurismo (como dicen los brasileños), conservadurismo moral y estético. De información, nada, que para eso está Twitter.
Política: aunque posiblemente lo más ridículo de lo que está ocurriendo sean las interpretaciones partidizadas, que leen en todo el baile la reaparición de la “grieta”. Pablo Sirvén afirmó: “Un megamillonario K de la música exprime al máximo a su público. Un intendente de Cambiemos se hace el desentendido. Qué horrible combinación”. La lucidez de Sirvén nunca fue excesiva: pero su tweet se hace eco de una ristra infinita de discusiones de redes que transforman en gorila a cualquier crítico del Indio y en kirchnerista a cualquiera de sus defensores. Crónicas facebookeras insisten en acusar a públicos macristas del recital por abuchear las reivindicaciones madre-abuelísticas del Indio durante el concierto. La inevitable teoría conspirativa habla de infiltrados antikirchneristas enviados a producir desórdenes –considerando lo que ocurrió, los infiltrados serían un hato de inútiles. Algunas versiones troskistas no le escapan al desafío, en tanto el kirchnerismo del Indio sólo agrega horror a su condición (irrefutable, imposible de evitar) de comerciante de la industria cultural –como si pudiera hacerse cultura de masas contemporánea fuera de las leyes de la mercancía.
Es muy probable que todas estas interpretaciones sean una basura apenas similar a la cobertura de TN. Es decir, una enorme basura. Muy rápidamente: el Indio Solari era el Indio –y los Redondos eran los Redó– bastante antes de que el kirchnerismo se hiciera ricotero (o al revés, ya no lo recuerdo). El intendente que prohibió a los Redondos en Olavarría era el finado Helios Eseverri, entonces radical pero luego frenteparalavictorista. El intendente durante Cromañón era el olvidado Aníbal Ibarra, entonces frepasista, antes comunista, luego kirchnerista culposo, siempre anibalibarrista. El actual Secretario de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, el Conejo Gómez, que no ha levantado el dedito aún, era radical, luego aliancista, más tarde macrista y en algún momento fue procesado por la muerte de dos personas electrocutadas en un recital organizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Para hacerla corta: son todos primos; los muertos en el placard son la norma; la desidia y la irresponsabilidad para trabajar, regular, organizar el mundo artístico y cultural son desmesuradas; y cuando ese mundo se vuelve un hecho de masas todo se desmadra, por añadidura.
Solari era responsable del predio, y ahí tenemos unos cuantos problemas. Pero el Estado (del municipal al nacional) debe regular, supervisar, inspeccionar y controlar cualquier evento de masas en un espacio aunque sea limitado por vallas (sea en Olavarría o en Banfield, sea rockero, electrónico, folklórico o futbolero), y fundamentalmente no puede abandonar la calle, el espacio público donde su responsabilidad gestora no puede cederse. Los testimonios hablan de que el problema más grande no fue lo que pasó en el recital, sino lo que pudo haber pasado a la salida: la calle había sido abandonada, sin señalización de accesos o salidas, vías de evacuación, postas sanitarias, supervisión policial, organización de traslados y colectivos, supervisión de los servicios de transporte. Había, cuentan, algunos policías mirando. Había, cuentan, algunos asistentes que, auto-organizados, dirigían el peregrinaje de trescientas mil personas dejadas a la buena de dios en un suburbio de Olavarría, por calles estrechas y oscuras donde pudo haber ocurrido una masacre. Es altamente probable que toda la organización –e incluyó en la descripción a la de Solari– haya sido hecha sobre dos argumentos habituales:
a. “Total, si no va a pasar nada”
b. “Total, para qué te vas a gastar en la negrada…”
Hasta donde sé o recuerdo, ambos enunciados exceden atribuciones partidarias: son conocimiento universal y criollo. Olavarría no podía organizar un concierto de esa magnitud: lo sabía –debió saberlo– el organizador privado; lo sabía –debió saberlo, y su responsabilidad es criminal porque es el Estado– el organizador estatal que cede el predio, firma, cobra y se va.
Estéticas: además había música. Las fuentes tienden a coincidir en que fue el recital solariano más desangelado, más calmo y monótono; que las sucesivas reacciones del Indio desde el inicio, frente a lo que parece haber ocurrido en los primeros metros del escenario –avalanchas que generaban luces e interrupciones– fue llevando al público al desánimo y a la frialdad. Hasta puede pensarse que el propio Solari busca enfriar un recital que ve malparido y que, sabe, puede desembocar en un desastre.
Releo: hablo de estados de ánimo invocando hablar de música. Trescientas mil personas fueron a un concierto de rock, sencillamente porque la música del Indio Solari es uno de los más importantes acontecimientos estéticos de la música popular argentina. De eso se habla poco, y las muertes volverán a clausurar ese tópico, que está pidiendo hace rato un buen análisis.
Socio-antropo-culturológicas: Porque lo estético se transformó, hace veinte años, en acontecimiento socio-antropológico, sobre lo que sí se ha escrito bastante. Pienso en Pablo Semán, pienso en la reciente y magnífica tesis de Nicolás Aliano, pienso en José Garriga Zucal; en los distintos solapamientos que varios hemos hecho entre el aguante futbolero y el ricotero. Todo reaparece en Olavarría, aunque suele volverse farsa en las lecturas periodísticas –maldigo el día en que comenzamos a popularizar la expresión “cultura del aguante”, porque dejó de ser categoría explicativa y se volvió sanata condenatoria en los que apuntan con el dedo. Por lo menos (esto da para mucho más que para un artículo anfibio y los caracteres van a quedar cortos) permítanme revisar brevemente algunos lugares comunes:
a). No hubo más droga ni alcohol que en Tandil o en el día de la primavera en Palermo. No se cacheaba porque hay un pacto implícito en el público ricotero: que el recital será una zona liberada de la norma –esa que invoca Macri– y que a la vez el descontrol no puede dirigirse contra el otro, que está en la misma y que participa de la misma fiesta. A la vez: el “abuso” de sustancias, probadamente, no implica necesariamente el crimen. No es preciso volver aquí sobre el hecho de que una sociedad de dipsómanos no puede cuestionar a bebedores contextuales de cerveza y fernet. Si la relación causa-efecto entre sustancias y crimen fuera como la alucinan nuestros prohombres morales, en Olavarría debieron morir miles. Que casi mueren, pero por la inacción de funcionarios sobrios, no por la ingesta de alcohol del público.
b). Había chicos, bebés, embarazos. Los que había en Cromañón. No puede no haberlos: llevar a los pibes al concierto es introducirlos en un ritual potente, superior a sus riesgos. Es un ritual de iniciación: es llevar al pibe a ver a su equipo. (Comencé recordando eso: hay gente que llevó a sus chicos a ver a Boca o a Banfield, y corrieron los mismos o más riesgos).
c). El descontrol es la norma que organiza la cultura rockera-ricotera: no es el exceso que la contradice. Los que hablan de “responsabilidad individual” olvidan que los seres humanos son hablados por su cultura y por su lenguaje; que van modificando a lo largo del tiempo –ni la cultura ni el lenguaje son inmutables– por y con sus propias acciones, pero en cada momento histórico la cultura funciona como la pauta que organiza la práctica. El buen intérprete es el que explica y analiza la práctica conociendo la cultura y lo que ésta prescribe, permite o proscribe. El que juzga desde otro lugar no hace más que meter la pata: promete explicación y sólo ofrece condena moral. E ignorancia sociológica, entre tantas otras.
Obligaciones: Y sin embargo: también conocer esa cultura es obligación del que organiza. Si creemos que a un concierto van a ir las seguidoras de Violetta, debemos saber lo que piensan, sienten y exigen. Si sabemos que a Olavarría van a ir doscientos mil ricoteros con entradas; que cien mil más, por lo menos, van a tratar de colarse; si sabemos que nadie puede cortar las entradas justamente por eso mismo; si sabemos que ese público viaja horas (días) porque el viaje es parte del ritual; si sabemos que trescientas mil personas van a salir todas juntas a la misma hora a buscar transporte; si sabemos que el pogo es la práctica que da sentido a toda la experiencia estética –porque el público afirma en el pogo que es algo más que público, que es además protagonista, que tiene aguante, que está vivo porque poguea y no a pesar de que poguea–; si nuestro saber implica todo eso y bastante más, por lo menos poné dos carteles (“vaya por acá, doble a la derecha”) y cuatro lamparitas. Por lo menos.
Y en este reclamo cae también el Indio. Hay un momento en que el ego, el narciso y la conciencia de que ya estás en la historia son malos consejeros: hay un momento en que todo eso debe ceder frente al hecho irrefutable de que no se puede manejar todo lo anterior sin una organización minuciosa, respetuosa de tu propia gente y de sus cuerpos, además de sus almas. De las almas se encarga la música, ponéle, pero de los cuerpos se debe encargar una lucidez implacable, que sepa prever cuánto peso soporta una torre de sonido y cuántas cuadras debe caminar tu público en qué condiciones, sólo para comenzar. Tonterías, claro, hasta que dos muertos.