Cambridge, Massachusetts-.
Todavía no ha pasado una semana del triunfo electoral de Donald J. Trump y en mis redes sociales comienzan a notarse los efectos de esa victoria: “Aaaaay Dios pues ya empezaron ☹ dice mi cuñada que en Atlanta los chavitos empezaron a hacerles bullying a los niños mexa diciendo que qué bueno que ya los van a correr de ahí. Mis sobrinos llegaron a casa todos enojados”. Una amiga que vive en Dallas contesta el mensaje de WhatsApp: “Oí que pasó lo mismo en la prepa donde estudió mi hijo y el papá de la niña estaba infartado”. Desde Colorado, otra: “Está muy feo. Ya han pasado cosas con amigas mías, pero me dice mi marido que es la adrenalina del momento, que va a pasar pronto”.
Por la mañana reviso las noticias que a diario envía CNN y, entre los videos con las protestas en varias ciudades progresistas de Estados Unidos (donde se asoman banderas mexicanas), me topo con otro video amateur tomado en una secundaria en Royal Oak, Michigan, donde el grito unánime de los alumnos a la hora del almuerzo fue: “¡Build the wall… build the wall… build the wall…!”. Al fondo del comedor, de pie, paralizada, una niña latina. Adolescentes linchando verbalmente a esa niña con el grito que escucharon corear a sus padres en los mítines republicanos y promovido por el futuro presidente. El mismo grito de guerra con el que amenizaba todos sus mítines: “Construir el muro”.
Uno de los presentadores de la noticia comenta: “Hay muchas anécdotas de niños comportándose de esta manera contra los niños que son minoría”.
En otro mensaje una colega periodista se disculpa conmigo porque no podrá verme estos días pues recibió una llamada de emergencia de una migrante: un familiar fue asesinado.
No sé si el crimen forma parte del efecto Trump. Sólo sé que mi colega es una reportera comprometida que, en solitario y a contracorriente, cubre las deportaciones masivas de Obama, el presidente con el mayor récord de expulsión de migrantes: casi 3 millones de deportados. (Trump anunció como proyecto sacar del país a quienes Obama expulsa en secreto; prometió también construir el muro, el mismo que antes había empezado Bill Clinton).
Los casos de discriminación de los electores republicanos hacia quienes consideran no norteamericanos aún parecen hechos aislados. La comunidad latina tiembla. A pesar de que vivo cerca de Boston, en un estado lugar liberal y demócrata donde los extranjeros –aparentemente- somos bienvenidos, un guatemalteco que pinta una de las casas de mi barrio me cuenta de su miedo: “Ese señor nos odia a todos. Habrá que andar con más cuidado porque nos van a acusar por cualquier cosa. Pero ¿qué van a hacer sin nosotros? Ellos no hacen el trabajo que nosotros hacemos”.
Trabajan con él otros dos jóvenes con sudaderas goteadas de pintura amarilla. También hispanoparlantes. La radio portátil que tienen prendida ameniza la chamba al ritmo de cumbias. Dicen que no saben qué va a pasar.
El guatemalteco también siente coraje. “Hubo latinos que votaron por él. Esa gente no entiende. Por eso hay mucho enojo”.
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Desde que vivo en Estados Unidos mi identidad ha estado ligada a Donald J. Trump.
El día de agosto que llegué, mis caseros, una pareja de profesionistas retirados, se disculparon conmigo por tener a “ese hombre” como candidato a presidente. Ese hombre que amenaza con construir un muro en la frontera con mi país para prevenir la entrada de más mexicanos.
Mientras más gente conozco en Massachusetts, donde estudio, más disculpas recibo por esa fijación del ahora presidente electo hacia nosotros, los mexicanos. En fiestas donde estuve con otros periodistas cada vez que tocábamos el tema electoral no faltó algún estadounidense que me preguntara cómo tomamos en mi país los insultos del republicano. Siempre lo pintaban como un payaso, como un loco agresivo pero inofensivo que nunca tendría posibilidad de ganar en una sola encuesta.
—¿Y si gana? —pregunté esa primera vez que hablamos de las elecciones.
Riéndose de mi ingenuidad, o quizás de mi ignorancia, todos contestaron que eso era imposible.
—No conozco a nadie que vaya a votar por él —me explicó un experimentado colega basado en Washington DC, donde se manejan los hilos de la política norteamericana.
Ese mismo trato desdeñoso recibió Trump de buena parte de la prensa cuando era apenas aspirante a candidato: como un magnate impresentable, grosero y desubicado que, también por sus características anti-establishment, hacía más atractiva su presencia en las noticias pues levantaba el rating. Y si la gente pide Trump hay que darle lo que pide. Esa parecía la tónica.
“¿Y si gana?”. Esa pregunta se convirtió en mi mantra cada vez que en alguna fiesta o en la universidad discutíamos el tema. Casi siempre académicos y periodistas me dijeron que no era posible, que en las encuestas no aparece como triunfador.
“¿Y si gana? —insistía—. ¿Si aquí ocurre como en Colombia que la gente que iba a votar contra los acuerdos de paz no lo dice porque se siente estigmatizada?”
A medida que el entonces candidato impresentable subía en las encuestas percibí la risilla de mis interlocutores cada vez más incómoda, incluso nerviosa, hasta que vi que dejaron de sonreír. Unas semanas antes a las elecciones del martes 8 de noviembre varios que aseguraban el triunfo demócrata confesaron que tenían pesadillas en las que el magnate era protagonista.
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Durante mi corta estancia en este país (apenas tres meses) he conocido mucha gente gracias a que mi nacionalidad es como imán: atrae a quien quiere una conversación sobre política. Y no siempre es sobre el muro.
En un restorante de un pueblo montañés a las afueras del estado, un sitio que parecía una cueva oscura llena de televisores ruidosos transmitiendo un partido de fútbol americano, una niña de ocho años, hija de la amiga de una amiga, me dijo muy seria: “Los mexicanos son violadores. Lo leí en un libro de Trump”. El repetido estigma ha sido difícil de sobrellevar.
Durante el primer debate entre los candidatos a la presidencia, después de saludar, Trump mencionó de inmediato a México como la mayor amenaza. No Rusia, no los países terroristas, no Corea del Norte. México. Su narrativa era fiel a este guión: México como el enemigo a combatir. México como encarnación del diablo, de la inseguridad y de las drogas. México como un nido de migrantes indocumentados que cruzan por hordas la frontera. El mexicano como “bad hombre”, podrido desde sus raíces, violador sexual y despojador de trabajos. México es la encarnación del mal y la construcción del muro su grito de guerra.
El día que Enrique Peña Nieto, amaneció pensando cómo “ayudar” – que no joder— al país e invitó al enemigo nacional a Los Pinos, y de paso le regaló la imagen de estadista y lo impulsó en las encuestas, en la universidad tuve una efímera popularidad ya que me buscaba gente con una misma duda en la boca: “¿Por qué tu Presidente lo invitó? ¿Cómo que invitó al que dice esas cosas sobre ustedes?” Ese día que Trump salió engrandecido de Los Pinos escuché por televisión su discurso racista en Arizona seguido de la frase llena de saña, parecida a un escupitajo, que resultó tan pegadora en la campaña: “México va a pagar por el muro”.
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Cuando el fenómeno Trump se mantenía a la alza en las encuestas –a pesar de los intentos de la prensa por exhibir que no pagó impuestos por 20 años, que fue un casero racista, que no paga a trabajadores indocumentados o su comportamiento de misógino depredador sexual, mientras la contrincante demócrata era cuestionada por haber usado su correo personal para tratar asuntos de seguridad nacional y haber recibido financiamientos oscuros a través de la Fundación Clinton- fui a New Hampshire, entonces un estado en disputa electoral porque concentraba un gran número de votantes de indecisos. Quería ver de cerca al pregonero del odio contra mí y contra mi gente.
Las reporteras con quienes viajé me sugirieron que me camuflara, que no hablara, que dejara en el auto mi bolsa con llamativos bordados, que ocultara mi nacionalidad, y, obviamente, mi profesión. Tenían miedo de las consecuencias. Nunca antes me había sentido en peligro por decir dónde nací.
Aquel sábado por la mañana deambulé en silencio por ese estacionamiento de la agencia de autos Toyota, mientras esperábamos al magnate que en México se hizo famoso gracias a la serie de televisión “El Aprendiz”, donde enseñaba liderazgo mientras humillaba participantes (y –apenas supimos- acosaba sexualmente a chicas tras los decorados). Los asistentes recibían una Donkin Donuts para la espera. Por las bocinas se escuchaban canciones de Pavarotti y The Back Street Boys.
En cuanto “Rudy” Giulianni, el famoso ex alcalde manodura neoyorkino, presentó al candidato sentí su discurso como una serie de golpes al estómago, más personal que nunca. Cinco veces nos culpó a los mexicanos de robar los trabajos de los estadounidenses (aplausos), tres veces acusó a la prensa de estar en su contra (insultos los periodistas que ya eran rodeados y fotografiados como si fueran animales) y remató con uno de sus típicos comentarios misóginos.
Enmudecí cuando la gente, puño en alto, comenzó a corear: "Build the wall... build the wall.. build the wall!".
El muro, además de ser el grito más largo y unificador, era una de las consignas que se leían en las cartulinas escritas por esos fans identificados con su salvador.
La gente también se expresaba a través de sus camisetas en apoyo al encarcelamiento de Hillary; otras, rosas y femeninas de las "Chicas de Trump" (para contrarrestar el video donde el candidato dice cómo acosa sexualmente a mujeres); otras con rifles y águilas a favor de la libertad para comprar armas.
Al día siguiente la nota del Boston Globe sobre el evento mencionaba que sus simpatizantes empezaban a decir que tomarían las armas si no dejaban llegar a su candidato a la Casa Blanca, que ya habían sido avisados de que los demócratas cometerían fraude (llevando a votar a migrantes indocumentados) y ahora no les quedaba duda de que había un complot contra él. El sistema –confirmó el empresario en el siguiente debate- está arreglado para el fraude.
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En los mítines del millonario el muro pareciera chiste local. Cada que escucho esa promesa de campaña pienso en esa barrera metálica que ya bordea la frontera con México (porque ya existe) de inmediato me viene la imagen de aquella tragedia que cubrí en 2001: la muerte por deshidratación de 14 migrantes perdidos en la Ruta del Diablo, en el desierto de Arizona, el sitio donde fueron obligados a pasar cuando Bill Clinton lanzó operativos antiinmigrantes y construyó los primeros tramos de esa pared que fue hechura demócrata.
Pienso en los otros muros invisibles que existen en México, donde los funcionarios locales hacen el trabajo sucio ordenado por Estados Unidos y permiten masacres de migrantes cuando pasan por Tamaulipas, casi llegando a la frontera con Texas. Pienso en las madres que veo llorando cada año mientras recorren las vías del tren buscando a sus hijos e hijas desaparecidos. En los niños que vi huir de Honduras y a quienes vi regresar, deportados desde México, sabiendo que en cualquier momento podrán morir atacados por la pandilla que les juró la muerte. En las masivas deportaciones secretas que permite Obama.
El muro no es chiste. El muro significa muerte. El otro día en una clase con otros periodistas quise escupir el discurso envenenado que escucho todos los días en los medios.
En pocos minutos hablé del sufrimiento que causa la migración mexicana y centroamericana, que el Nafta -nuestro TLC- fue traumático para nosotros porque desmanteló el campo y los trabajos que ofrecen las maquiladoras son malpagados e inhumanos, que mis paisanos no roban los trabajos en Estados Unidos porque la mayoría hace el trabajo necesario que nadie quiere hacer en este país, que el muro ya existe, que si han pensado en qué significa expulsar a 5 millones de migrantes sin visa, que si van a hacer una cacería de casa por casa, con listas en la mano y acaso concentrarlos en un contenedor, que si han pensado en que los hijos e hijas de los deportados crecerán aquí como huérfanos.
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Estos meses he presenciado muchas discusiones sobre el papel que jugaron los medios de comunicación para hacer de Trump un presidenciable.
Escuché al intelectual de izquierda Noam Chomsky reclamar a los medios por su malentendida objetividad periodística. Él como nadie esbozó la amenaza del triunfo republicano: puede acabar el planeta sea por el cambio climático o por encabezar una guerra nuclear.
Sin duda tener un candidato a la presidencia xenófobo, racista, misógino, sexista, islamofóbico, homofóbico, anti-prensa, anti-afroamericanos y latinos, agresivo y favorable al uso de la fuerza, pone en aprietos ciertos postulados de la prensa. ¿Se debe dar el mismo tratamiento al candidato que basa su campaña en el miedo y predica el odio? ¿Se puede o se debe tomar partido para ir contra alguien que nos recuerda a Hitler? ¿Qué pasa si se sabe que su contrincante es una candidata que también esconde intereses y miente al público? ¿En su intento de objetividad la prensa ayudó a crear al monstruo y no previó que los mensajes de odio serían como un bumerang? ¿Por qué el público de todo el mundo pedía siempre a sus corresponsales notas sobre Trump? ¿Se vale censurar a alguien con quien no concordamos cuando decimos que creemos en la libertad de expresión? ¿Qué se hace si el temido candidato es un síntoma del racismo oculto escondido en la sociedad y representa los valores, miedos y pensamientos de millones de sus ciudadanos?
He escuchado muchos esbozos de explicaciones al fenómeno Trump. Que si fue producto de los medios masivos, la ilusión de la televisión y la cultura de frivolidad, que si es síntoma del desempleo y la pérdida de oportunidades, que si él encarnaba el racismo oculto que no se pasea por Nueva York o San Francisco ni se codea con los turistas pero vive en pueblos perdidos donde existen museos sobre la Biblia y gusta mucho la fast-food, que si es culpa de los demócratas que no dejaron llegar al famoso precandidato Bernie Sanders, que si era más grande el odio y la desconfianza hacia Hillary Clinton, que si fue la misoginia. Que si….
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El lunes pasado, la noche antes de las elecciones, en la arena de box donde se realizó el cierre de campaña republicano –otra vez en New Hampshire-, el orador en turno, para calentar gargantas y ánimos, preguntó a la multitud:
-¿Quién va a construir el muro?
-¡México! (¡Meeeecsicoooooouuu!), el grito unánime. Esa especie de contraseña, ese guiño de ojo, ese chiste local entre trumpistas.
En ese último rally al que asistí para volver a ver la amenaza de cerca un joven invidente fue invitado a cantar el himno nacional. Cuando apenas recibía los aplausos del conmovido público, el presentador lo jaló para que bajara pronto del escenario: la función debía continuar. Entonces otro coro de aplausos a los veteranos de guerra (en primera fila saludaba un anciano que peleó por “América en la Segunda Guerra Mundial”, como anunciaban por el micrófono), el saludo también para quienes han vestido el uniforme militar estadounidense (y, claro, invadido otros países).
Quienes caminaron por la pasarela hacia el micrófono –del sexo masculino todos los oradores- declararon con orgullo: “Soy cristiano, soy conservador, soy republicano”.
El candidato a vicepresidente, Mike Pence, terminó su discurso de una manera mesiánica: “Vamos a ganar porque tenemos a dios de nuestra parte”.
Un periodista alemán sentado a mi lado tragaba saliva. Con las miradas nos dijimos en silencio: qué miedo. Otro periodista del Este europeo que caminaba por la arena en ese momento era detenido montáneamente por un policías porque varias personas pidieron que revisara si tenía boleto para estar en el cierre. Les pareció extraño. Quizás porque se notaba que era extranjero. No supe si eran mis nervios o si ese público era distinto, más agresivo al que vi ese mismo día en el mitin de Obama, también en New Hampshire, donde el presidente, en el estadio de la Universidad, pedía a la gente, muchos de ellos universitarios, que en vez de gritar “¡Bu!” a Trump ir a votar (“No boo better vote”).
En cambio en la arena, los seguidores de Trump en el cierre de campaña eran en su mayoría hombres, casi todos güeros, varios rapados, algunos con gorras rojas con el lema “Make America Great Again”. Había también varias familias, algunas parejas.
Sugestionada por como los describe la prensa y las encuestas, los imaginé comiendo en McDonald´s, un rifle automático sobre la chimenea de sus casas, resentidos porque no consiguen un trabajo bien pagado, enojados por las tiendas chinas que han abierto en su barrio, pensando que cada mujer con velo es terrorista y cada mexicano una amenaza, vacacionando en pueblos cercanos que tienen a la redonda porque no les interesa salir de su comunidad ni sacar pasaporte. En el marcador electrónico sobre el ring de la arena se leía “Trump 1”. Luces de colores bailoteaban en las paredes, nubes de aire de discoteca salían de algún lugar cerca del escenario, luminarias alumbraban a quienes caminaban por la pasarela que hacían recordar los concursos de Miss Universo que manejaba el candidato antes de interesarse por la política.
Los seguidores republicanos parecían excitados por estar cerca del hombre que promete recuperar la grandeza de “América”. El hombre que va acorde con el lema del estado de New Hampshire: “Vive libre o muere”.
Algunos llevaban las gorras rojas con el lema de campaña otros gorros invernales de estambre con el apellido del candidato. En varios letreros la burla a los críticos: “Amo el odio de Trump”.
Cuando apareció en el escenario el magnate acompañado de su familia prometió arrancarle la Casa Blanca a los políticos que han manejado el país basados en lo “políticamente correcto” pero sin las agallas necesarias para evitar el desastre financiero y sin las agallas suficientes para prohibir el ingreso de refugiados y de migrantes, imponer el respeto de las potencias extranjeras hacia Estados Unidos, impedir que los países con mano de obra barata roben sus fábricas y puestos de trabajo, prohibir el aborto, reducir impuestos, rehabilitar la infraestructura y poner fin a políticas públicas “socialistas” como el Obamacare que brinda salud pública.
Algunas promesas son amenazas. Cerrar las fronteras a los refugiados sirios, a esos que describe como infieles que llevan en el equipaje escondida otra religión y quizás ímpetus terroristas. Construir el muro que –como siempre promete—pagará México. Dejar de financiar a las Naciones Unidas. Proteger la vida humana y, al mismo tiempo, defender la posesión de armas. Exterminar al terrorismo sintetizado en ISIS.
Afuera de la Arena, un puñado de veinteañeras sostenían una manta en la que se leía: “Fuck Trump”. Pronto las rodeó una turba. Una mujer quería enfrentarse con ellas, un hombre las llamó descerebradas y otro les preguntó si apoyan a violadores. Una de las jóvenes cerraba los ojos, esperando un trancazo. Temblaba. Las salvó un policía que les indicó que se largaran a otro sitio. En otra esquina otra jovencita llevaba un letrero en el que se leía que nadie le podía quitar el derecho de hacer lo que quiera con su cuerpo.
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“Este es un voto de odio contra nosotros”. Leí en un mensaje que recibí en la noche del día después de las elecciones de parte de un amigo chileno avecindado en Estados Unidos. “Nos odian por estar aquí aunque limpiamos sus baños y cuidamos a sus hijos”.
Ya antes un amigo colombiano me había dicho lo mismo: “Ese voto es de rechazo a nosotros”.
Esa es la sensación arraigada entre latinoamericanos. Es, creo, una sensación universal entre quienes fuimos nombrados por el futuro presidente de los Estados Unidos como los enemigos, como los otros, como los extraños a combatir.
La fiesta universitaria a la que acudí para seguir las votaciones se fue apagando al mismo tiempo que aparecían los resultados. Como marcador de futbol el periodista del noticiero hacía matemáticas en las que sumaba puntos al hombre del copete y coloreaba de rojo al país. El peso mexicano ya se devaluaba. Desde antes de que acabara la transmisión y que se definieran los resultados en varios estados, comenzamos a recoger las mesas y a limpiar el sitio, aunque la noche iba para largo y aún algunos platos tenían comida servida. Pocos soportaron esperar los resultados finales cuando el triunfo del magnate parecía marcado.
“¿Cómo te sientes?”, me preguntaron amigos estadounidenses varias veces durante la noche mientras mirábamos la tele. Yo estaba anestesiada por el mezcal que llevé anticipándome al resultado. Siempre desdeñaron la incómoda pregunta que nunca dejé de repetir: “¿Qué pasa si gana y si en vez de fiesta tendremos funeral?”.
La reacción de los estadounidenses que estaban a mi alrededor era entre triste e incrédula, entre decepcionada y desesperanzada mezclada con el horror por los años venideros y el miedo de ver salir del ático a esa sociedad (¿resentida? ¿excluida? ¿ignorante? ¿discriminadora?) que el sistema ha engendrado, a esos otros que hicieron suyas las promesas de seguridad y expulsión de distintos. A ese su país desconocido que decidieron ignorar y que no estaba entre su círculo de amigos en redes sociales.
La resaca se siente por todos lados. Las huellas del festejo interrumpido hoy adornan la universidad: globos azules, blancos y rojos, confetis y collares que no fueron usados, pastelitos glaseados que nadie probó. Porque la fiesta se convirtió en funeral.
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Desde el miércoles en la universidad donde estudio difícilmente se han podido seguir los cursos anunciados en el temario. Cada clase pareciera una sesión de catarsis y se dedica a dar sentido a lo ocurrido, a hablarlo, a ayudar a procesarlo, a digerirlo… o a llorarlo.
En esta esquina al norte y al este de Estados Unidos el triunfo del magnate xenófobo, islamofóbico, racista, sexista, misógino, homofóbico, anti-latinos y anti- afrodescendientes cayó como puñetazos al estómago. Provocó nauseas. Terror. Incertidumbre. Insomnio. Esas sensaciones que vienen cuando sabes que la burbuja en la que vives está rota. Que el mundo no era plano y tenía una forma distinta. Hasta ayer varios estudiantes parecían zombis y se les reflejaban las noches de insomnio, los días sin baño, los párpados enrojecidos, la sonrisa erradicada.
En una clase el maestro afroamericano experto en movimientos políticos y semblante amargo proyectaba en el pizarrón los datos duros que desenmascaraban a quiénes apoyaron a cada candidato. Explicaba los votos por sexo, raza, edad, educación, ingreso, lugar de residencia. Y ahí apareció el dato incómodo: 29% de la comunidad latina votó por Trump. Ellos se montaron a esa avalancha que prometía “Make America great again”, volver a hacer grande América.
En la intervención de cada alumno se asomaba una duda, y una posible explicación. Estaba la militar que decía que ganó la misoginia; la compañera judía que decía que Hillary fue pésima candidata; el millenial que maldecía a los demócratas por haber ignorado a Bernie Sanders; el blanco que decía que el discurso no fue por el odio sino la expresión de los blancos pobres y excluidos del sistema; la afroamericana que renegaba porque el racismo ahora se disfraza con tema económico; el latino que manifestaba susto por lo que se viene en su comunidad. Cada quien lloraba su propia pérdida. El miedo en el centro de la clase. La clase como fogata para hablar de las heridas.
El maestro pidió no leer el triunfo de Trump de manera simplista o monolítica ya que, con los datos duros que se conocen sobre la elección, se puede afirmar que la gente blanca que se siente de clase trabajadora resiente la pérdida de oportunidades económicas y concuerdan con su candidato de que la culpa es de quienes no nacieron en Estados Unidos y tienen costumbres distintas.
En otra clase el maestro, un experimentado organizador de comunidades, equiparó este momento de pérdida con el asesinato de Bobby Kennedy, cuando ya habían sido asesinados Martin Luther King Jr. y John F. Kennedy. La diferencia es que en los años 60 el ambiente estaba impregnado de sueños revolucionarios que parecían posibles, y ahora en el horizonte sólo se ve derrota.
En algunas clases comenzaron también a destaparse alumnos que votaron por Trump y no lo dijeron antes porque se sentían estigmatizados.
En varias aulas surgieron discusiones con preguntas similares: ¿Por qué no vimos antes a esos otros que se manifestaron con su voto a favor de Trump? ¿De veras son racistas y misóginos o son excluidos que tienen ansiedad económica? ¿Cómo construir puentes con esos otros compatriotas? ¿Se puede llegar a tener un diálogo con alguien que odia a los demás porque son distintos?
Por las noches los alumnos realizan charlas interminables en las que –por supuesto- no se llega a ningún acuerdo. Todavía es momento de llanto y de catarsis, de entender por dónde llegó el tsunami y hacia dónde se dirige, de aprender que el país no está reflejado en el grupo de amigos de Facebook y de digerir el voto del resentimiento, o de odio.
En otra universidad cercana, MIT, los alumnos pusieron un lienzo enorme donde la gente podía escribir sus miedos y esperanzas. Lo mismo ocurrió en otras ciudades como Nueva York. Los abrazos se dan al por mayor estos días.
Sin embargo, el daño es profundo y comienzo a escuchar a algunas parejas amigas que han hablado de irse de su propio país y recomenzar en otro lado. Otros que se sienten desafiados: ¿Cómo les explico a mis hijos que ganó Trump?
Es la misma pregunta que en la noche de la elección, al conocerse el resultado, un presentador –el único afroamericano en la barra del noticiero: cara seria, ojos vidriosos, espíritu devastado- se preguntaba: ¿Cómo les vamos a explicar esto a nuestros hijos esto cuando toda la vida les dijimos que hay que hacer las cosas correctas?
El miércoles, cuando se supo quién habitará la Casa Blanca los próximos cuatro años, brotaron las protestas de quienes no desean tener como presidente a alguien que promete construir muros y sacar gente del país. El futuro presidente, aunque prometió en su primer discurso que gobernará para todos los americanos y que busca la unión, ya culpó por las manifestaciones a “grupos de activistas profesionales incitados por la prensa” (obvio: la prensa también está entre sus enemigos favoritos). Ese mismo día un puñado de mexicanos se presentó a la universidad con la bandera tricolor, en señal de unión y de protesta. Preguntándose, como todos aquí, qué es lo que se viene y qué hacer.