Dice el crítico Roger Caillois, en la introducción al Trésor de la poésie universelle (1958), que la poesía, en los tiempos remotos de sus inicios, cumplía una función similar a la que tiene hoy en día la escritura. Tan amplio habría sido el alcance del verso como forma que, según él, podría compararse con el que hoy tiene esta práctica casi universal. Lo explica diciendo que entonces, no existiendo otro método, literalmente todo aquello que quisiera conservarse debía ser puesto en verso para ser memorizado. Recuerda así la redacción de leyes y obras filosóficas, a lo que podríamos agregar la transmisión de los saberes agrarios, de la producción y las técnicas de subsistencia en verso, recetas de cocina incluso, además de la más conocida formalización de los cantos e himnos de uso ritual y de las narraciones mitológicas, los poemas propiamente dichos, si cabe la expresión. La bella imagen que trae Caillois, en una segunda mirada, puede resultar obvia: se trata de la consabida relación entre verso y mnemotecnia que, irónicamente, muchas veces se olvida. Pero no deja de tener un excedente al ofrecernos una visión de la gran dimensión que la lengua poética habría tenido en algún momento, en la antigüedad. Caillois lo dirá así: “la poesía era un lenguaje general”. Hablaba de todo. En su planteo se deja leer también una idea de la relación entre poesía y memoria que, lejos de ceñirse a lo que el tópico actualmente pareciera describir, tiene la fuerza de una equivalencia: en el origen, poesía y memoria social habrían sido una y la misma cosa. Y no es Caillois el único en señalar ese carácter primero y poderoso de la poesía, del verso como “lenguaje de la humanidad”: con esa frase lo nombra Ernesto Cardenal en la introducción a su Antología de poesía primitiva (1979) y lo mismo subraya Jerome Rothenberg en Technicians of the Sacred (1968). Y lo sabe o intuye todo autor, poeta o estudioso que haya buceado en esas primeridades.
Lo que también es materia de acuerdo es que la situación de la poesía, alguna vez lenguaje general, cambió. Que la poesía perdió ese lugar. No sólo existe justamente la escritura como medio privilegiado para el registro de ideas, datos, métodos, oraciones e información, sino que dentro de la vida “escrita” del poema difícilmente podría pensarse que éste cumpla hoy un rol tan central en relación con la memoria social. Los géneros asociados con ella son otros. Existe una abundante escritura académica ya no solapada con el gesto poético: la crónica y el universo amplio de la escritura de “no ficción”, testimonial o ensayística, como formas que también pueden asociarse más con la memoria, además de que abundan medios no verbales para producir marcas, recuerdos y registros. En la vida cotidiana, las fotos y videos hechos con las camaritas de los celulares construyen antes que lo que llamamos poesía esa memoria social, familiar o personal. Y es que la poesía, por más que pueda en rigor seguir hablando de todo, es decir, de cualquier cosa (algo que era su característica primigenia, como vemos, pero que tuvo que reconquistar hace no tanto tiempo), raramente usa ese espectro tan amplio. Y algo más: cuando lo hace es al precio de hablar en voz baja, de murmurar, de integrarse en un ritual comunitario intenso pero ínfimo en su alcance. Este temperamento es vital porque tiene algo de resistencia de modos de ser alternativos, algo de estrategia celular de contagio de otras formas de vida posibles, pero tiene también como peligro el carácter de la huida. Ahora que la función de la poesía y la idea de su sobrevida aparecen como dudosas, ahora que se habla de su marginalización al menos en cuanto género, ahora que los poetas “bajaron del Olimpo”, renunciando a algunos materiales (los “grandes” o “importantes”) o bien confinando su tratamiento en ciertas perspectivas, y que todo esto no deja de señalarse y volver en boca de artistas y críticos, el riesgo de la huida es doble. Por un lado, está la huida que implica concebir el lenguaje poético como un refugio, estéril cuando se convierte en una huida hacia el género, hacia la aceptación acrítica de su identidad. Por otro, vemos cómo se produce también una huida de los poetas de la poesía. El propio Raúl Zurita, que pasó recientemente por Buenos Aires con el impactante espectáculo que realiza junto a la banda González y los Asistentes; Zurita, un poeta cuya palabra está inscripta nada menos que en el Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político en Santiago de Chile, se ha referido una y otra vez a la poesía como un lenguaje agonizante. En su distribución social, se entiende; en su resistencia frente a los discursos hegemónicos. ¿En su poder de fuego también? En todo caso, son numerosos los poetas que emigran a distintos formatos de la narración, cada uno con sus motivaciones y derivas particulares por cierto, pero impulsados también por esta idea de una “falta de poder” o de “relevancia social” en el lenguaje poético o, digamos con más precisión, en el género “poesía”.
Pero ¿le falta poder a la poesía? Sabemos que su poder último y cabal nada tiene que ver con la inserción social efectiva e inmediata, sino con su armadura como lenguaje. Pero suponiendo que fuera así, ¿cómo es que llegó a esa marginalidad, a esa falta de poder o pérdida de relevancia? ¿Y cuál sería el lugar que ocupa en este contexto y el vínculo que tiene con la memoria? El caso de los poetas que, como Zurita, vivieron circunstancias personales atravesadas para siempre por las sociales, experiencias extremas como una dictadura genocida, invita a pensar la cuestión del rol que cabe a la poesía en las actuales relaciones de fuerza. Y esto es así porque él, poeta en una época de poemas dichos en voz baja o en los márgenes, quizás ayudado por el contexto particular que siempre fue Chile en ese sentido, es una figura paradojalmente poderosa: un hombrecito de origen humilde, esmirriado, tembloroso, enfermo de Parkinson, nacido en un rincón del fin del mundo, que es capaz sin embargo de escribir versos en el cielo con un avión, de excavarlos en el desierto, de quemarse el rostro y luego fotografiarse y ampliar la foto de la cicatriz y usarla como tapa de un libro, de hacer del día 11 de septiembre de 1973 una odisea, un nuevo Ulises (en el libro Zurita), de dedicarle un gran poema a las Madres de Plaza de Mayo y situarlo así de inmediato en la “plaza pública”, y que cuando comienza a leer (a recitar, en rigor) cierra los ojos y parece presa y agente a la vez de un ritmo en el que resuena algo que sentimos como primigenio, una suerte de voz de los orígenes, una voz fundamental de la poesía o un dictado (véase para esto cualquiera de sus lecturas, sin ir más lejos, la que dio en el último festival de Rotterdam). Hay algo de esto que resulta incómodo incluso para lectores que, formados en el sentido común de nuestra época, lo adoptan como credo y consideran su poesía “cursi”, “solemne” o “grandilocuente”. Pero el conocido y anunciado descenso de los poetas a la calle, a la “plaza pública”, que le devolviera hace poco más de medio siglo una amplitud necesaria a su paleta, no tuvo como único efecto esa ganancia de temas y registros, esa conexión más vívida y versátil con los materiales del presente y la desmitificación de figuras de poeta engoladas, sino también la exclusión o bien la instalación, en el tiempo, de un modo dominante para el tratamiento de otros materiales (digamos, los más tradicionales: por ejemplo, la política; por ejemplo, el amor). La poesía de Zurita logra transmitir una impresión de poderío, sin embargo, sin sucumbir a las flaquezas e ingenuidades que hicieron necesario ese gesto anti-poético. ¿Cómo lo hace?
La pregunta que parece hacerse Zurita es: ¿qué puede la poesía –devenida un lenguaje íntimo, específico y particular; sea por ser demasiado “poesía” o bien por devenir una irrisión sistemática de eso llamado “poesía” - si se enfrenta a una situación en la cual es casi imposible habitar incluso esos estrechos espacios de refugio o exterioridad, dado el arrasamiento? En tal caso, quedarían dos opciones: o asumir que esos espacios de resguardo (retóricos, conceptuales, comunitarios) no existen y que no hay otra cosa que salir al ruedo a poetizar sin dogmas ni beneficios genéricos. O bien huir, pero ya no hacia la poesía, sino también de la poesía. Lo que resulta de esto es una actitud para posicionarse en la situación en la que emerge, ya lejos de aquel lugar de poder de la poesía en los orígenes: la conciencia de que la memoria en la poesía sólo puede aparecer hoy como objeto de una discusión, de una contienda con otros discursos e imágenes dentro y fuera del poema. Zurita lo comprendió así. No sólo como el ejercicio de una memoria personal, no sólo como el lamento o buceo en lo familiar en andas de una voz y una sensibilidad propias (como por ejemplo en El día más blanco, 1999), sino también como un ser necesariamente atravesado por todas las voces sociales. El ejercicio de articular “visiones” como respuesta, como producción: Canto a su amor desaparecido (1985), INRI (2002) o Las ciudades de agua (2007) valen como ejemplos de esto. Por eso, la disputa que la poesía puede dar supone, para Zurita, oponer imágenes y significados propios de ese campo de lo “poético” a la fijación de sentidos sobre íconos, emblemas nacionales y modelos de subjetividad operada por el orden dictatorial.
Supone algún tipo de retorno sobre lo “superado”. Es cierto que a Zurita no le sirve la poesía como refugio (no la cultiva como género, como repertorio de formas establecidas), pero tampoco le sirve rechazar esa vocación pública, social, caudalosa, de plenos poderes del poema y del poeta en un momento en el que ese lugar ya está erosionado y en riesgo de fundirse con los lenguajes circulantes que reescriben encima del poema un mensaje que habla de la mismidad de cada cosa, que presenta lo dado como un destino inexorable. Lo “poético”, sus tonos y sus temas, aparecen para Zurita, entonces, como un material posible entre otros; y el ámbito de lo público, la calle, el megáfono, como un medio. Frente al pretendido dato “duro” de la historia como forma de la memoria (por ejemplo hoy, en Argentina, la discusión acerca del número “exacto” de desaparecidos) se opone una memoria elástica de lo que, a falta de un término mejor, podemos llamar “lo humano”: la inscripción de marcas y discursos en los márgenes de los mismos materiales sociales (la foto carnet del poeta en Purgatorio, que inscribe un excedente de sentido en lo que para el Estado es apenas registro, control; o bien el canto de la transfiguración de los caídos Bruno y Susana en un paisaje que se animiza en INRI). Frente a la máquina de discurso plano y sobreabundante del paisaje urbano, la utopía de “corregir el paisaje” (tal había sido una propuesta del Colectivo de Acciones de Arte del que Zurita fue parte): así, de los actos del C.A.D.A. mismo (lluvia de textos, graffiteadas, lecturas frente a edificios públicos) a las escrituras en el cielo y el desierto, y de allí, en una deriva cruzada con lo institucional, a la inscripción de un verso en un monumento. Frente a la moderación como modelo subjetivo y como ideal social, la intensidad de lo “poético”, de la locura, de la acción, la vocación de extremo del arte. Frente a la empresa personal presentada como único confín para la vida de las personas en el neoliberalismo, el martirio del propio cuerpo y la escala elefantiásica y el hablar por todos del canto nerudiano. Pero frente a lo monolítico de los símbolos y relatos de la identidad, frente al mármol de las figuras, también la identidad como algo mutable, la contradicción, la mezcla de niveles, la variación constante, la irrisión de toda fijeza (y he aquí quizás también la herencia de Parra). Todo esto Zurita lo pone en funcionamiento echando mano de todos los lenguajes al alcance: ese recitado bárdico, video, poesía visual, versículos, bandas de rock, cuerpo y paisaje como lienzos. En su articulación a gran escala, en su tono por momentos alto, Zurita parece trabajar en pos del deseo de devolverle un poder a la poesía: el de ser ella el medio por excelencia de lo humano, el de ser ella –con su elasticidad, con su liquidez, con su memoria productiva- el espacio en el que vivamos, el de ser y poder modificar nuestro mundo, nuestro paisaje. Y el de evitar de ese modo que sean los discursos, imágenes y dispositivos con los que se nos presenta el orden actual desligado de toda perspectiva de cambio los que lo hagan. La poesía, su relación con la memoria y con la política, reaparecen así como discusión en el teatro amplio, público de lo social, abriendo nuevamente su paleta en términos de tono.
En este sentido, al encarar esa discusión, la obra de Zurita reabre otra. El humanismo fue una de las banderas con las que la poesía reaccionó a la barbarie de las guerras y de otros conflictos a mediados de siglo XX. Frente a ese auge del refugio en lo “humano”, en lo “esencial”, en lo “elemental” (Cuatro cuartetos, Poemas humanos) o bien en articulaciones paternalistas y pedagógicas de la poesía dentro de esa sensibilidad (Odas elementales), una poesía vista como opuesta –ajena incluso- al devenir de la historia, hubo otra poesía que reaccionó contra lo que había llegado a ser un exceso retórico de poeticidad (la poesía propuesta como horizonte de una humanidad que le iba a la zaga) y postuló la idea de un poeta y un poema caídos de esas alturas, escrito con las palabras de cada día, los temas de cada día, sobre todo con los traumas y tartamudeos diarios, a la velocidad del mundo, operado con una lógica poética resistente pero ya no bajo una imagen poética ni proponiendo idealidad alguna. Le faltaba al poema abrirse de veras a temas, registros y campos varios, insertarse en el mundo, salir de una auto-idealización acrítica y deshistorizada, de esa idea de “refugio”, habitar (y por ende quizás modificar) el presente. Nicanor Parra, los poetas concretos en Brasil, Leónidas Lamborghini, quizás los beatniks, entre muchos otros, se propusieron, cada uno a su manera, esa misión.
La obra de Zurita corresponde a la siguiente generación decisiva para la poesía latinoamericana, la que emerge en los setenta, cuando la destitución del poeta profeta, del poeta mago, del poeta iluminado y visionario, ya ha sido consumada junto con la caída de muchos de sus atavismos. Cuando la idea del poeta alejado del Olimpo, errando en el llano como un marginal, resulta complementaria o define su lugar, su lateralidad en la sociedad. Es cierto que en Chile el lugar de la poesía no es tan marginal como en la mayoría de los países del mundo, pero justamente allí tuvo lugar la reacción de Nicanor Parra y Zurita heredó parte de los logros de esa revuelta: su obra se revuelca en lo “bajo”, escupe sobre los ideales poéticos con actos inconcebibles para quien considere el género como tesoro y elevación (masturbarse o simular masturbarse en una galería de arte), se deslinda hacia prácticas espectaculares, industriales. Sin embargo, hay un elemento que parece apartarlo de esa sensibilidad crítica, anti-trascendental, de esa certeza anti-poética, anti-total, anti-mágica, al planteársele el problema de su memoria como víctima y testigo del genocidio. Ante esa situación sin precedentes, Zurita reniega de ambos modelos (poesía y antipoesía) y toma la experiencia como punto de partida, como acicate a partir del cual la poesía deberá renacer, volver a desarrollarse, salir otra vez a la arena social, insuficiente su ejercicio como lengua privada, como espacio cerrado sobre sí pero también como axiomática crítica de todo mito e ideal. Se plantea reeditar una lógica de participación pero de otro modo, propone una nueva ampliación del campo de batalla.
Zurita inicia en cierta forma su obra con un acto extremo consistente en quemarse una de sus mejillas con un hierro caliente, en 1975, encerrado en un baño, haciendo carne de la máxima del “poner la otra mejilla” frente al sufrimiento y la humillación. El acto no es artístico todavía, pero cuatro años después la foto de la cicatriz, ampliada hasta semejar un paisaje lunar, será la portada de su primer libro, Purgatorio. A partir de allí, su obra transitará por igual los temas, motivos y gestos más “poéticos” que puedan concebirse (el amor, el paisaje natural, el idilio, la pastoral, el erotismo, la memoria personal o familiar, los tonos altos) y el franco diálogo con el “afuera” de la poesía. Proponiéndose, a la vez, como un dispositivo, un prototipo en términos de un diseño público (exhibido, mostrado) de formas de vida alternativas a las hegemónicas: prácticas de rediseño del propio cuerpo, inscripción de marcas, modificación de aquello que para la poesía esencialista era eterno e inmodificable (el desierto, las montañas, el cielo), creación de un paisaje parlante, etc. En este sentido, Zurita parece resolver el problema de la tensión entre la vocación poderosa del poema y la crítica a su solipsismo, narcisismo y mistificación, haciendo a un lado el credo sistemático en la tradición poética pero retomando aquella vocación de totalidad, esa idea de la poesía como un lenguaje general, integrador, esa ocupación territorial de la vida por parte del poema, plasmada tanto en el trabajo con escalas desmesuradas (libros de setecientas páginas como Zurita; escrituras en el espacio público; tonos hiperbólicos) como en la poetización de los temas “grandes” (naciones, paisajes y momentos históricos) de un modo que remite a lo épico y a la referencia más “general” que acaso conozca la poesía latinoamericana del siglo XX: el Canto General de Neruda (1950). A través de movimientos que suponen la sumatoria de estos formas de producción de sentido y actividad poética, artística, la confusión-articulación de lo público con lo privado, la recuperación de eso “grande” pero también de la mezcla de lenguajes y el tránsito por lo bajo, el trabajo con la escucha del presente y lo social, en Zurita lo épico y lo lírico se solapan y vuelven indistinguibles por momentos, entregándonos la obra un cúmulo de intensidades poéticas que ya no pertenecen al orden de lo personal o al de lo político-histórico, sino a un pliegue perpetuamente indecidible entre ambos. A la vez, la suerte de peregrinación constante del propio poeta por los escenarios del mundo supone agregarle a esa poesía un empujón, una ubicuidad, mostrar una voluntad de poder, un resituar a la poesía en la plaza pero ahora ya no sólo por sus materiales sino por su voluntad de influencia, su testimonio dinámico, anticipándose a dilemas que abre una época en la que “volverse público” es cada vez menos una decisión.
Por eso, pensar la relación entre poesía y memoria en un tiempo en el que la poesía parece haber perdido ese poder de cifrado y conservación que le había estado destinado en los orígenes supone repensar también el lugar de la poesía en la contemporaneidad en términos amplios. En una historia cuyo último capítulo importante fue que “los poetas bajaron del Olimpo”, como grabó Parra en su poema-cartel “Manifiesto” de 1960, hay que decir que ese gesto antipoético (que excede con mucho a Parra) mantiene su verdad en muchos aspectos: le devolvió sobre todo una cierta dinámica al lenguaje poético (al proponer abrirlo, desidentificarlo de sí, de un cúmulo de formas y motivos idealizados) y le bajó el tono, algo que sin duda alguna posibilitó y posibilita un sinnúmero de estrategias micro-políticas del poema que son el pan de cada día para quienes no quieren vivir dentro de los límites fijados por la hegemonía social. Pero también hay que decir que esa idea, en muchos casos y campos particulares, supuso paradójicamente acentuar la marginalización de la práctica poética e incluso indujo una distorsión interpretativa en cuanto al lugar de la tradición, una cierta renuncia al canto y al accionar ritual y celebratorio del poema, que quizás sea momento de reconsiderar como una forma posible de retomar la vocación poderosa de la poesía de los comienzos. Una obra como la de Zurita puede ser una buena entrada para pensarlo.
La práctica discreta, concentrada, incluso mínima del poema, en el retiro del poeta como sujeto y en la lenta elaboración de su lenguaje es una vía vital. Como lo son las estrategias comunitarias de la poesía e incluso las opciones por la marginalidad o la invisibilidad. Pero lo que parece no seguir teniendo sentido es excluir o tachar de caducas otras variantes que podrían atenderse e incorporarse justamente en justicia a ese carácter de lo poético como una razón y sensibilidad diferente que no concibe exclusiones ni contradicciones, que se enfrenta al misterio de lo que es, que transgrede el ordenamiento historicista. Sacar a la poesía del lugar exclusivo de tecnología personal, de refugio frente al mundo y volverla, como quisieron poetas de movimientos muy diversos a lo largo del tiempo, una intervención y un modo de vida, parece una vía que recobra vigencia en la apuesta de Zurita. La poesía aparecería, en su obra, como un medio o instrumento para una redefinición o re-construcción constante, nunca clausurada, de eso “humano”, como partícipe en la discusión social y política. Una vuelta ampliada a la gestualidad de ese lenguaje primero y violento que era capaz de nombrar pero también de permitirse inventar cada vez los modos con que nombrar. En ese campo, hablar de una vuelta o de incursiones subrepticias en el Olimpo por parte de los poetas es hablar de una vuelta a un poder, a ese poder de la poesía de integrarlo todo, de hacer confluencia de lenguajes, de acercarse a la novela, al teatro, al cine, a las artes y los lenguajes en general, de dispersarse incluso momentáneamente para volver a agregarse. No se trata de un Olimpo donde el poeta pueda estar merced a una plena identificación con los mitos y motivos del poema; no de una torre de marfil pero sí de un megáfono o campo ampliado para una acción poderosa de lenguaje. Por su intrínseca relación con la memoria, con el goce y la celebración, con la portabilidad y la economía, la poesía es un lenguaje que no puede darse el lujo de renunciar siempre o para siempre al Olimpo. Reabrirle la puerta a esa inflexión tachada podría ser un punto de partida para pensar nuevos modos de pertinencia del trabajo poético hoy en día frente a la percepción de su agonía, de su falta de poder y relevancia, y frente al problema de la memoria y el resto de los discursos: sus iluminaciones paganas, sus ritmos que pueden crear comunidades y territorios nuevos, precisan de un trabajo más allá de todo prejuicio acerca de qué es lo “poético” y pueden discutir con el arte contemporáneo. Porque ¿no es algo extraordinario poder caminar por una ciudad hoy y toparse con un verso de Zurita (“todo mi amor está aquí y ha quedado pegado a las rocas al mar a las montañas”) inscripto en un memorial como síntesis de una experiencia social? Así sería posible acaso imaginar más intervenciones de ese tipo retomando esa utopía de corrección o modificación del paisaje: campos, rutas y ciudades en los cuales la poesía, ese lenguaje más cargado de sentido(s), esté derramada de distintos modos sugiriendo una relación más intensa con lo que nos rodea, extrañándolo, humanizándolo. Zurita, conservando la mezcla y el dinamismo de los lenguajes, los procedimientos inusitados y transgresivos en pleno diálogo con la realidad social, la especificidad heredada y el rigor de las poéticas críticas y negativas del siglo pasado, se permitió jugar ese juego. Cantar fuerte, levantar la voz, incluso gritar. Ponerse en el centro de la arena, mostrarse. Nadie puede decir que gracias a eso haya llegado a literalmente escribir una parte de la historia en un muro, a ganar un espacio que podría haber ocupado –como tantos otros- un discurso bien distinto. Pero el verso está tallado en piedra, es abierto a la lectura y no repite lo que dice el poder hegemónico.