Fotos: Prensa ANSES
Es el primer día de Leandro como profesor. Una nube verde, roja y amarilla sale de las bengalas de humo y cubre el portón doble hoja de entrada de la escuela. Desde la vereda de enfrente, Leandro duda entre cruzar o esperar a que el humo se esfume para no sacudir al enano asmático que lleva en los pulmones. Adentro de la nube, los adolescentes mueven sus cuerpos como si fuese el primer ensayo de una murga, saltan, se abrazan y cantan. Uno de ellos toca un bombo con el escudo del club Lanús en el parche. Leandro, sin calcular, empieza a tararear la melodía de los redoblantes. Lo hace una, dos, tres veces, y le suma la letra que él mismo cantó afónico durante el mundial de Brasil 2014. Pero la canción de los pibes es otra: está dedicada a la directora, Susana:
“Susana decime qué se siente
que sexto está a punto de egresar.
Te juro que aunque pasen los años
nunca nos vamos a olvidar”.
—Susana es la directora de la escuela -dice Leandro meses más tarde, mientras mira los precios inflados de la carta de un bar pegado a la estación de Burzaco-. Es buena mina. Cuando me acomodó los horarios me dijo que si dejaba las horas tal como le había pedido, mi primer día de clases como profesor en secundaria iba a coincidir con el último primer día de clases de mi grupo de alumnos.
A Leandro no le importó, venía de estudiar cuatro años el profesorado y de aprobar ese verano el ingreso a la licenciatura. Lo único que quería, de una vez por todas, era entrar al aula a dar clases.
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¿Con qué certezas y representaciones Leandro abrió la puerta del aula? ¿Qué tipo de alumnos lo esperaban? ¿Cuánto pudo realizar en la clase de lo que había planificado en su casa?
Si cerramos los ojos e imaginamos una clase, la primera figura que nos aparece es un cuadrilátero similar a una habitación de techos altos, con filas de sillas ocupadas por jóvenes sentados y, en el centro de la escena, un adulto de pie con un pizarrón verde o blanco a sus espaldas. Este modelo de Aula Cliché imaginado, organiza la distribución de los cuerpos en la escuela en base al tándem adulto conductor-alumnos conducidos. La repetición de esta imagen condiciona los intercambios escolares a pesar de ser anacrónica.
Este reparto no es la que hubiese encontrado Susana, la directora, de haber entrado al aula en donde Leandro estaba con los alumnos ni por las otras ni, vale la generalización, por el resto de las escuelas de nuestro país. Que los alumnos permanezcan sentados, que se concentren en una explicación, que hagan silencio y miren el pizarrón, es una lucha cada vez más desigual. Sin embargo, el estereotipo se mantiene activo en docentes, familias, e incluso alumnos. Es un fantasma que sobrevuela las aulas y se hace presente de un modo indirecto: como lo que debería ser, como la referencia ideal, como un único modo de habitar el aula.
El concepto Aula Cliché es parte de su experiencia cotidiana y de su malestar recurrente por la imposibilidad histórica de llevarlo a cabo. Como tantos otros espacios disciplinarios, nació, creció y se perfeccionó en su eficiencia durante la modernidad. Su objetivo es la creación de vínculos basados en la obediencia.
El docente convive con la tensión de permanecer -física y emocionalmente- con un ideal vencido. Su malestar se traduce en queja catártica hacia aquello que percibe como ausente: “Las familias no se comprometen, el Estado tampoco, y los chicos llegan mal de la escuela primaria” suelen decir. A veces eso se refleja en el ausentismo en el aula, o en el mejor de los casos se diluye en un voluntarismo difícil de mantener en el tiempo. Tres huidas rengas, individuales, de un aula cliché que se derrumba mientras los docentes siguen dando clases.
Entonces, ¿qué hacer en las escuelas cuando las coordenadas de la disciplina ya no son posibles? ¿Cómo sostener el orden de localización espacial, como sistema de dominación, si los límites del aula se vuelven difusos por el ingreso de las nuevas tecnologías?
Estas preguntas no responden a la construcción aislada de un ideal pedagógico, sino a las condiciones históricas actuales que nos hablan de prácticas diferentes, de subjetividades distintas, y de un espacio donde los muros de la escuela dejaron de ser lo que eran.
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María, preceptora de una escuela del noroeste de CABA, nota que los chicos de 2°1 no salen al recreo y va a ver qué pasa. En el aula, en ronda, se agrupan como rugbiers en cerrado scrum.
—¿Por qué no salen?— pregunta desde la puerta. Silencio. Las cabezas continúan quietas, con la mirada hacia abajo, atentas al centro del círculo—Vamos, chicos, salgan, tengo que cerrar el aula.
Una de las alumnas lleva el pelo negro hasta la cintura y una tirita de cinta blanca en la nariz para ocultar el piercing que María le hace sacar todos los días, dice:
—No pasa nada, estamos leyendo un cuento que nos dio el profe de lengua.
—“Súper polvo colmillito de elefante”, se llama —dice otra de ojos verdes y cachetes balcánicos. Surge un eco de risas.
María se acerca y agarra una de las fotocopias. Lee el nombre del autor, “Washington Cucurto”, y se le endurece la boca al terminar la primera línea.
—¿Este cuento les dio el profe de lengua? -dice ensayando una ofensiva torpe.
—Sí, éste y otros quince, podíamos elegir.
María, como si tuviese una víbora largando veneno entre las manos, sale del aula y va corriendo a buscar al jefe de preceptores. Cinco minutos después, están juntos en la rectoría.
—Marta, me llamó la atención que los pibes no salieran al recreo—dice María apurada, atropellando las sílabas-. Cuando voy al curso para ver qué pasaba, los veo leyendo como nunca. Mirá el cuento zarpado que les dio el profesor de lengua. La rectora empieza a leer: “Cogeme, negro, cógeme”, venía gritando la adolescente bailarina de cumbia. “Que grandote y fuerte! Dame con todo, sacudime la persiana, enterramela hasta el fondo, enjuagame el duodeno.” Y no puede avanzar con la lectura de la primera página.
—¿Pero qué le pasa a este profesor?—dice apoyando las manos sobre el escritorio—. ¿Por qué elige este material para trabajar con chicos de catorce años? ¿Está todavía en la escuela?
—No, ya se fue.
—¿La coordinadora del área?
—Arriba.
—Andá a buscarla María, decile que vamos a llamar a un consejo consultivo de emergencia. Esto no puede ser. ¿Qué le pasa a este tipo, quiere que venga Feinman con las cámaras a la puerta de la escuela?
El consejo consultivo se arma con las coordinadoras del área de expresión, del departamento de lengua y de ciencias. La rectora propone incautar todas las copias del cuento, prohibirlo, que el profesor no pueda usarlo como material didáctico. Las coordinadoras la escuchan sin participar demasiado. La que se ocupa del área de expresión dibuja mientras ella habla.
Cuando termina la reunión, la dibujante agujerea el silencio:
—No estoy en absoluto de acuerdo con tu decisión de coartar la libertad de cátedra de los profesores. Es más, voy a retomar el contenido del cuento en mis clases de plástica. Este dibujo será el disparador—le acerca la hoja a la rectora: una pareja en pleno coito.
Marta se queda atónita. No puede creer lo que está escuchando. No puede creer que los docentes interpreten su decisión de prohibir el cuento como limitante de la libertad de cátedra. No puede creer el dibujo que acaba de ver.
—Ah no, ustedes de verdad quieren que venga Feinman con las cámaras –insiste, como si buscara encajar las ideas de sus colegas que no alcanza a comprender.
Al día siguiente, la sala de profesores hierve: todos se aúnan en la defensa corporativa del compañero que elige un cuento de Cucurto, con relatos de sexo explícito desde la primera oración, como material didáctico de segundo año.
Marta pide ayuda en la supervisión. Allí confiesa que, si bien se educó en una escuela religiosa, también tuvo sus “experiencias juveniles”. Además, es una lectora fiel de la saga de Las quinientas sombras de Grey dice, pero aún así, no entiende por qué el profesor elige un cuento que reproduce las peores palabras que usan los pibes, en donde las mujeres son tan vapuleadas, con “un lenguaje tan chabacano”.
Por su parte, la supervisora pregunta si el docente es un licenciado en comunicación. Lo es. Ella relaciona la elección de este tipo de literatura con la performance de posporno en la facultad de ciencias sociales. Es más, teme que esta situación sea el inicio de una serie de eventos que la preocupan. La supervisora mira a Marta y al resto de los coordinadores presentes. Luego pregunta:
-¿Estamos en la antesala de un destape escolar?
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La responsabilidad civil es una de las expresiones más recientes de la jerga escolar y circunscribe a la escuela como un corralito, con límites protectores ante la amenaza del afuera. Aparece en boca de docentes y directivos como una preocupación recurrente y les complica la tarea cotidiana.
Todo imprevisto resulta un riesgo latente. La pasión por la responsabilidad civil implica la judicialización de las relaciones escolares, y la privatización de las prácticas públicas. Cuando los docentes y equipos de conducción priorizan la perspectiva jurídica como principio organizador de los vínculos, la escuela queda pertrechada entre sus muros, muy atenta a controlar el derrame amenazante del afuera y deslindando posibles culpas del adentro. Incluso, en pequeñas situaciones como la aparición del cuento de Cucurto, se abandona el sentido común por miedo a recibir denuncias de las familias de los alumnos, o que un hecho se convierta en un escándalo y salga en los medios.
Así, el aparato judicial se siente encima de la cabeza de cada uno de los docentes, en todas sus acciones: desde un texto fuera del diseño curricular o una respuesta sarcástica dicha en un momento inoportuno. Así de preciso y así de absurdo. La judicialización de los vínculos escolares es un signo de debilidad de la escuela, de la pérdida de su fuerza disciplinaria curtida durante la modernidad.
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“Los pibes están en otra”, “Hablo y hablo y no me dan bola”, “No trajeron la tarea. Ni siquiera la fotocopia que les dí la semana pasada”, “No participan en clases”, “Son unos irrespetuosos”, son algunos de los grandes éxitos que se escuchan en boca de los docentes perdidos en los territorios desérticos del sur del país. Claudia, porteña y profesora en historia de una escuela media en El Bolsón, cuenta que tales frases eran la musiquita disonante que escuchaba cada vez que se cruzaba en los pasillos con alguno de sus colegas.
—La sala de profesores era inhabitable, en comparación el muro de los lamentos era un teatro de comedia -dice Claudia.
También cuenta que cada vez salía más deprimida. Hubo una época en que estaban ensañados con un grupo. Los dardos iban contra los de cuarto año: veintiocho alumnos en total, “con las características de los adolescentes que todos conocemos, sin problemas graves, pero con todas las problemáticas de la sociedad de consumo tecnologizada en la que vivimos”, cuenta. Todos los días los profes salían abatidos. Un lamento continuo. En la sala o en dirección, la queja se repetía. Todas terminaban en el mismo slogan “no sé qué más hacer”.
¿Es posible fertilizar esos territorios ásperos? ¿De qué maneras puede hacerse? ¿Qué tipo de vida tenemos en la escuela cuando la habitamos desde la fragmentación, desde las respuestas individuales a los problemas comunes? ¿Qué acciones hacen falta para llevar adelante una vida en común?
—Confío y valoro el cuerpo docente que tenemos en la escuela -dice Claudia-. Son docentes potentes, con empuje, por eso me pesaba el doble su catarsis. Un día les dije: Vayamos todos juntos, cuantos más podamos sumarnos a hablar con ellos mejor. Los profes dijeron que sí, pero dudaban sobre qué íbamos a decirles.
En principio, la idea de Claudia era comentarles que estaban preocupados por el escaso rendimiento del grupo y la falta de ganas y escucharlos a ellos nomás. Para que les contaran qué les pasaba, qué sentían, por qué estaban actuando de esa manera.
—Yo tampoco lo tenía muy en claro -dice Claudia —, pero algo había que hacer. En la escuela están acostumbrados a que los profes le pongan la oreja, que les pregunten, pero cuando nos vieron entrar a todos juntos se quedaron impactados. En total éramos diez y les dimos el protagonismo a los alumnos. Nos sorprendió cómo pusieron en palabras lo que les sucedía entre ellos y con la escuela, y nosotros ni sospechábamos.
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Los alumnos son los que copan la parada en las escuelas, los que ocupan el espacio del aula, los que ven desfilar docentes como inquilinos. Son los primeros en decodificar una necesidad escolar: la necesidad de habitar la escuela con presencias intensas.
Hay dos modos posibles de jóvenes con presencia intensa. Por un lado, están los pibes heavys, una especie de contrafigura del docente agotado, al que le disputan el poder del grupo, y a la larga produce en el docente sentimientos de tristeza, frustración, enojo, o resignación. Por otro lado, siguiendo la figura elaborada por Michel Serres, están los pulgarcitas, es decir, los jóvenes impregnados de tecnología, que manipulan varias informaciones a la vez, y viven en lo virtual. Estas dos figuras intensas, entre muchas posibles, marcan una demanda, un grito, un aviso de que las escuelas actuales reclaman presencias intensas de los docentes frente a la intensidad de los alumnos.
Ahora bien, ¿cómo definimos una presencia intensa en la escuela desde una posición docente? No podemos pensar esto como una condición individual sino como una necesidad que impone el aula contemporánea para la práctica pedagógica. La presencia intensa del docente es la que no vacía lugares al ocuparlos. Desactiva automatismos y se despliega de un modo pleno. No se trata de una capacidad excepcional del docente ni de su mayor o menor creatividad. Lo intenso se construye más por un vínculo colectivo que por la experiencia de a uno. La composición de una verdadera comunidad escolar intensifica la presencia en el aula; trabajar en conjunto con otros colegas y desarrollar los vínculos entre ellos.
¿Qué pasa si proponemos otros esquemas que alteren las cristalizaciones que fija el aula cliché? ¿Qué pasa si entendemos al docente, ya no desde su autoridad jerárquica sino por su capacidad de ser un armador de juego?
Las relaciones de fuerza al interior del aula han variado. Ya no hay un solo centro, sino muchos. El profesor deja de ser el cuerpo que contiene el saber, la figura que arbitra las voces de un juego ajeno, el de los alumnos. Para habitar las aulas actuales es necesario hacer un desplazamiento en el rol, un pasaje de docente árbitro al docente armador.
El docente que arma juego genera, junto al otro, algo que antes no estaba, porque integra en esa instancia sus saberes y afecciones y las de los alumnos. En esa dialéctica construye algo nuevo, que tampoco él esperaba. El docente armador ya no espera un respeto a priori, ni da por sentado recibir una atención de sus alumnos que reconoce esquiva; opera con los signos -muchos de ellos del orden de lo no escolar- que lee más allá de la rigidez del claustro. Es un docente que marca otros recorridos, aún sin salir del aula, que viaja y abandona las convenciones y se aventura en unos terrenos pantanosos, con destino incierto. Es decir, su tarea se amplía: enseñar también implica tener que generar las condiciones para poder hacerlo.
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Sergio es uno de esos docentes afortunados que desde la ventana del aula puede ver la cima de una montaña nevada. La escuela donde trabaja queda a cuatro kilómetros de la plaza principal de Ushuaia y a veinticinco kilómetros de la colina del Castor. Recibido de profesor en ciencias sociales y licenciado en turismo, alterna sus horas laborales entre el nivel universitario, el terciario y las clases en escuelas secundarias “a los chicos más grandes”. Cansado de verse obligado -por las normas institucionales- a prohibir lo que es imposible prohibir, propuso una evaluación a carpeta y libro abierto en su materia, Sociología, y, sobre todo, hizo hincapié en la disponibilidad de los teléfonos celulares para su libre uso.
—También les avisé que podían conversar los temas con sus compañeros si era necesario —dice por skype. El único requisito era que la producción escrita fuera individual. Me interesaba leer la voz y el pensamiento de cada chico en lo que escribían. Tenían que producir y no reproducir.
Sergio había ensayado esta modalidad antes pero de todos modos, cuando se lo contó a los alumnos, se sorprendieron.
Luego de explicarles los pasos a seguir, Sergio dejó la hoja con la evaluación sobre la mesa de cada uno de los treinta y dos alumnos. Se apoyó contra el marco de la ventana, teloneado por el fondo celeste y blanco de la ciudad más austral del mundo, y los miró leer la consigna. A diferencia de otras evaluaciones, en donde el murmullo general es una brasa que se va consumiendo de a poco, las voces, chistes y el runrún corporal empezó a crecer en el aula. Sergio seguía la escena con atención pero simulando desinterés, con “los ojos en la montaña y las orejas enfocadas a lo que decían los chicos”.
Por arriba de todas las voces, una chica angustiada le dijo:
—¡Esto no me gusta profe, no estamos acostumbrados a estas evaluaciones!
Sergio hizo como si no la escuchara y se puso a borrar el pizarrón para que no lo vean sonreír. Lo hizo despacio, dando lugar y tiempo para que los alumnos empezaran a trabajar en sus hojas, esperando que el estado de concentración hiciera desaparecer la queja. Cuando percibió que no tenía los ojos de los alumnos encima suyo, sin que ninguno lo notara, se escondió detrás de un mueble que lo pasaba en altura, junto al pizarrón.
—Desaparecí de la escena de evaluación -dice Sergio.
La concentración era tal que pasaron varios minutos sin que ninguno de los alumnos registrara la ausencia. Sergio, detrás del mueble, escuchaba el ruido de las hojas y las lapiceras. Cada tanto un audio que salía de un celular o un portazo que venía de otro aula.
—Al rato, uno de los chicos quiso consultarme algo y no me encontró —. “¿Y el profe?”, ¿y el profe?”, preguntaba. Yo me tapé la boca para que no se escuche mi respiración -dice Sergio por la camarita de la netbook.
Sergio los dejó actuar, quería ver qué hacían. Lo habitual hubiese sido que dijeran “¡Copiémonos”. Pero en esa situación la trampa perdía sentido; la iniciativa quedaba desbaratada frente a la supuesta ausencia.
—Esperé un poquito más, hasta que vi la sombra de uno de los chicos cerca del mueble. Y, como si fuese uno de esos magos que van a los cumpleaños con pocos trucos en la cartera, corrí el mueble y volví al aula -Sergio hace el signo de las comillas con los dedos a la par que dice “volví”.
Al verlo, los chicos se mataron de la risa. Uno que otro simuló estar enojado. Yo largué una de esas carcajadas que te doblan el cuerpo. Estuvo un tiempo largo así, o eso le parece al contarlo. Sólo pudo detenerse cuando uno de los chicos le palmeó la espalda y, buscó sus ojos y dijo:
—Vuelva profe, que lo necesitamos.
Sergio había logrado convertirse en un “docente armador”.
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Las paredes perimetrales de las escuelas contemporáneas, a las que podríamos llamar post-disciplinarias dejaron de ser muros que confinan las experiencias. Lo que pasa en su interior no queda en su interior. Ya no hay clausura ni encierro. Las nuevas tecnologías -tanto en manos de jóvenes como de adultos- volvieron difusos los límites del aula. Donde décadas atrás había aislamiento, ahora hay entrada y salida de saberes, circulación de chistes vía memes y videos, tráfico de experiencias que irrumpen en el cuadrilátero tradicional. La escuela contemporánea desborda las propias barreras arquitectónicas del edificio, ensancha el perímetro, lo multiplica, hasta transformarlo en escuela territorio.
Esto supone un cambio de perspectiva. Un territorio es dinámico, no se construye de una vez y para siempre como un edificio. Demanda la necesidad de expansión y conquista de espacios para el intercambio. Como cuenta Sergio, en la escuela territorio se inventan combinaciones para los cuerpos que la habitan aún dentro de las coordenadas del aula. Se exploran otros planos de conexión entre las personas que la integran, se lo ocupa mediante el movimiento, haciéndolo crecer -parafraseando a Deleuze y Guattari- hasta los límites de su propia fuerza.
Concebir a la escuela como un territorio supone no ceñirse a los senderos marcados por la la reproducción. Al fin y al cabo, ¿cómo podríamos conquistar alguna diferencia si seguimos apostando a más de lo mismo?, o, en otras palabras, ¿cuántas evaluaciones escritas realizaron en su escolarización los alumnos de Sergio con el profesor enfrente suyo? La escuela como territorio invita a pausar la lógica del lugar para tomar una experiencia en el tiempo, para aprovechar la disponibilidad del momento, para generar el encuentro -siempre por armarse, nunca dado de antemano- entre los cuerpos que comparten un espacio físico día tras día.
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Leandro, María, Sergio, Claudia y -aproximadamente- un millón de docentes más en toda la Argentina le dan forma, día tras día, a la escuela secundaria contemporánea. Las escuelas públicas no garantizan la misma experiencia educativa a sus alumnos, sean argentinos o extranjeros. La escuela, en tanto institución nacional, o modelo hegemónico, caído el dispositivo disciplinario, ya no es monolítica ni idéntica a sí misma esté donde esté. La uniformidad de la experiencia educativa garantizada por la escuela pública hasta el último tercio del siglo XX perdió vigencia. Ahora la escuela es las escuelas. Esto marca un punto de inflexión respecto de la escuela fundacional y su carácter universalista.
Entonces, entre tanto cambio, incertidumbre y transformación histórica, ¿qué sabemos de las escuelas contemporáneas? ¿Qué sentidos le da Leandro cuando entra a un aula distinta a la que imaginaba, y para la cual “no fue preparado”? ¿Qué potencia encuentra Claudia al tramar acciones con sus compañeros? ¿Qué se generó desde lo pedagógico en los movimientos y fugas de Sergio durante la evaluación? ¿Por qué María sigue habitando su escuela a pesar de la incomprensión?
Estas preguntas sólo pueden gestarse por el privilegio que aún mantiene la institución escolar: la posibilidad del encuentro cotidiano. Allí radica su potencia y la posibilidad de su despliegue en la sociedad actual. El encuentro, sin diagramas previos efectivos, deberá ser elaborado cada vez, en cada escuela. Por ello no pueden descansar en el funcionamiento de un andamiaje estructural vencido; ya no disponen de la inercia que brindaba aquel modelo exitoso. El escenario es inquietante: los colegios hoy están signados por la heterogeneidad, la irrupción de situaciones impensadas, la ausencia de un sentido garantizado de antemano. Sin embargo, es en la misma incertidumbre y, sobre todo, en la búsqueda del armado de un plano en común entre las diferentes vidas, donde se anidan los posibles. Y esa disposición colectiva en las escuelas, tanto en su dimensión política como en su dimensión pedagógica, es la expresión contemporánea de su máxima vitalidad.