Fotos: Gentileza CIPER
En la segunda mitad de los años noventa, cuando era prácticamente una sombra de las letras chilenas, un mito, un fantasma, Mariana Callejas volvió a la carga. Aconsejada por Carlos Iturra, hizo llegar a editoriales una carpeta con un conjunto de cuentos inéditos presentados con el verdadero nombre de la autora y el título New York, New York. La iniciativa generó reacciones encontradas en el mundo editorial chileno.
Carlos Orellana, quien en ese entonces oficiaba de editor en Planeta (falleció en 2013), recuerda haber recibido los originales de manos de la propia autora. Lo que sintió al verla aparecer por su oficina, fue “una cosa helada, de frío glacial, como si hubiera entrado un ser de ultratumba. En algún momento ella fue atractiva, pero estaba convertida en un despojo humano. Se notaba que se sentía no diré perseguida, pero sí rechazada, como que esperaba de antemano la negativa”.
En efecto: Orellana no se tomó la molestia de leer los originales. Ni siquiera por curiosidad. Le advirtió de antemano que no había ninguna posibilidad de publicarla en esa editorial, pero como tampoco era su propósito ofenderla, le dio a entender que no era nada personal. “No me sonrojo: la decisión fue política. Para mí era un personaje marcado por la huella de la infamia”.
A Editorial Sudamericana los originales llegaron por intermedio de un tercero y quien primero los leyó fue el escritor Germán Marín. “Fíjate que no eran nada de malos esos cuentos. Me gustaron. Varios de ellos transcurrían en Nueva York y eran de una ternura infinita”.
Marín era director editorial y recomendó publicarlos. La decisión quedó en manos de Arturo Infante, gerente general, quien leyó los cuentos y consideró que eran buenos. Pero tenía dudas. Entonces vino el debate, recuerda Infante, actual gerente de Catalonia:
-Germán (Marín), que es un provocador, quería publicarla y me daba decenas de ejemplos. Decía que si es por consideraciones políticas, jamás se habría publicado a Celin. Ante la duda yo releí los cuentos y consideré que eran buenos, que la mujer tenía un talento literario indudable, más que muchos escritores chilenos, pero consideré que ese talento se hacía relevante por las condiciones de ella. Tendría que haber sido genial y no era para tanto. Al final, su caso judicial se complicó y no la publicamos.
No es fácil separar a la escritora de la agente de la DINA. No hay cómo. Su estigma le ha valido un sello legendario que desafía los límites y despierta curiosidades perversas. Infante, el ex gerente de Editorial Sudamericana, recuerda que en esos días en que debatían con Marín los pro y contra de publicarla se vieron tentados a citarla a la editorial para conocerla en persona. Había un propósito morboso en ese impulso, admite el editor, pero se contuvieron para no comprometerse.
CUENTOS DE NUEVA YORK
Mariana Callejas estaba consciente de lo que provocaba. Desde su departamento en Providencia, poco antes de que la Corte Suprema confirmara la sentencia a veinte años de cárcel por el asesinato de Carlos Prats y su esposa, me dijo: “La gente me invita a veces por curiosidad, y yo me doy cuenta de que la invitación vale por una sola vez. Me invitan, salen de la curiosidad y después no me invitan más”.
Estaba segura de que esa curiosidad motivó su concurrencia a una cena en casa de Enrique Campos Menéndez, ex director de la Biblioteca Nacional y autodeclarado “primer funcionario del régimen militar”. Era la época en que pretendía publicar su colección de relatos sobre Nueva York y entre los invitados que recordaba se contaban Carlos Iturra, José Luis Rosasco, Pablo Huneeus y Tomás Mc Hale. Este último, ex editorialista de El Mercurio, supo por ella del libro inédito y le prometió recomendarla ante José Manuel Zañartu, de Editorial Zigzag.
No fue promesa de una noche. Zañartu recibió los originales y se enfrentó ante un dilema: “Efectivamente me trajo un libro de cuentos muy bien escritos pero espantosamente tristes, de gente muy miserable, y el lector le hace el quite a esos temas. Es el típico libro bueno que no vende nada. Esa fue la única razón por la cual no lo publiqué”.
Como había ocurrido otras veces, pasó el tiempo y no recibió respuesta. Ella tampoco llamó de vuelta. Sus cuentos quedaron archivados y mucho después, en 2007, su yerno le ofreció financiar la publicación de los inéditos. Los llamó Nuevos cuentos, aunque en realidad no todos eran nuevos.
Muchos habían sido concebidos en los años setenta y ochenta, a partir de los recuerdos de su estancia en Nueva York a fines de los cincuenta. Entre los más sobresalientes está Australia, sobre un solitario pianista neoyorquino que traba amistad con un joven vecino, casi un niño. Tal vez porque ambos se sienten solos en la vida, y porque comparten un cierto desencanto y prefieren los perros a los humanos, pasan varias horas juntos y esa persistencia termina con el pianista en la cárcel, acusado de abuso.
Pero éste no es un cuento de tramas judiciales sino de corte existencial, de gente incomprendida y sensible, embargada por la tristeza, como casi todos de la serie sobre Nueva York. Hay otros que hablan de terror al estilo costumbrista. Y algunos policiales de tintes políticos, donde hay violencia pero poco ruido.
El libro está antecedido por una introducción de la propia autora en que analiza, con más orgullo que autocrítica, las consecuencias de su paso por la DINA. “Aunque las condiciones en que he vivido no han sido fáciles, me las he arreglado para mantenerme a flote después de muchos naufragios”, dice. De paso se queja de que terceros hayan escrito “cuentos de horror” inspirados en la casa de Lo Curro. De la deslealtad de quienes fueron sus amigos y le dieron la espalda. Del afán por resaltar su faceta de agente por sobre la de escritora. “Lo mío, realmente, es el cuento. Y por eso publico este libro, aunque no sin un resabio de escepticismo”.
MAL CHISTE
Nuevos cuentos pasó sin pena ni gloria. No mereció reseñas y llegó a unas pocas librerías, con suerte. Por su connotación y escasez, es una rareza. Pero en ningún caso más que su primer libro.
Fechado en 1981, tres años después de que su condición de agente DINA quedara al descubierto, ese libro de cuentos tiene nombre y aspecto de una publicación lanzada desde la clandestinidad de la época. El papel es de color barquillo. La portada casi enteramente negra, con excepción de un ojo que asoma tras una ventana enrejada al costado superior derecho. La editorial se llama Lo Curro y el libro, Larga noche. Lo anterior llama la atención; lo que sigue deja pasmado.
El título está inspirado en el relato homónimo que trata de un hombre que delira con una corrida de toros al tiempo que es sometido a una sesión de tortura. Otro de esos relatos, Parque pequeño y alegre, es sobre un sujeto al que se le encomienda instalar una bomba para conseguir un efecto psicológico. “Un baleo es un baleo, la gente está acostumbrada. Tiene que ser algo grandioso, para que aprendan los otros como él, los enemigos”, explica uno de los personajes.
Pudo haber sido un mal chiste. Un chiste perverso: Mariana Callejas escribiendo sobre bombas y tortura. Pudo ser una vendetta, una vuelta de mano, considerando que tres años antes su marido había sido entregado a Estados Unidos por el régimen de Pinochet y allá confesó todo lo relativo al asesinato de Orlando Letelier en Washington (1976), involucrando a sus jefes. Pero ella me dijo al momento de la entrevista que esos cuentos no tenían dobles lecturas, al menos no conscientes, y que cualquier parecido con la realidad era sólo azar.
Larga noche tuvo un camino accidentado, como todo en la vida de la autora. Por un lío legal de la imprenta, los ejemplares pasaron meses bajo embargo judicial. Y cuando pudo recuperarlo, el libro fue a parar a la Dirección de Comunicación Social (Dinacos), que lo sometió a censura. Ahí durmió otro tanto, y ya cuando tuvo la autorización para difundirlo, no supo qué hacer. Nadie quería tener un libro suyo en librerías. En una entrevista a La Segunda fechada en agosto de 1985, dijo que a veces se paraba en una esquina de alguna feria artesanal y lo vendía a 100 ó 150 pesos. “No me he sentido mal, porque es mi artesanía, es lo que yo sé hacer”, dijo.
CHOQUE DE TRENES
Para entonces seguía viviendo en Lo Curro y varias de sus antiguas amistades le habían hecho la cruz. Ni qué decir de los escritores. A mediados de esa década, con motivo de la obtención de un premio del Pen Club, tuvo la ocurrencia de asistir a una tertulia de la Sociedad de Escritores de Chile. No había puesto un pie cuando Matilde Ladrón de Guevara embistió contra ella. ¡Qué hace aquí esta conchadesumadre fascista de la Mariana Callejas!, le gritó de entrada. “Qué no me dijo. Se abalanzó contra mí furiosa, como una arpía”, recordó en 2010.
Callejas guardaba gratitud hacia Francisco Coloane, quien habría intervenido para que las cosas no pasaran a mayores con Ladrón de Guevara. Y al momento de nuestro encuentro Mariana Callejas sonrió satisfecha de sí misma, al recordar la polémica suscitada a principios de los ochenta, cuando participó del concurso de cuentos de la revista de izquierda La Bicicleta. Para sorpresa de los propios jurados, que evaluaron a ciegas, resultó ser la ganadora del segundo puesto.
Ese último fue un buen escándalo, que motivó protestas airadas de los lectores. Cómo se la podía premiar a ella. Era una paria de las letras y muy pocos escritores le dieron una mano. Uno de ellos fue Enrique Lafourcade, quien se enorgullecía de haberla descubierto años atrás en sus talleres.
Lafourcade seguía confiando en ella, al menos literariamente. En 1981, al ser consultado sobre la escena local de las letras, dijo lo siguiente: “En prosa advierto algunos excelentes cuentistas, excepcionales, diría yo, como Carlos Iturra y Mariana Callejas”. Ese mismo año Lafourcade le publicó un cuento en el suplemento Artes y Letras de El Mercurio, y dos años después, según cuenta el escritor Fernando Emmerich, influyó para que ganara una mención honrosa del concurso de novela de editorial Andrés Bello.
“Esa mención no existía en las bases, pero Enrique insistió en crearla al momento de dirimir al ganador”, cuenta Emmerich, que también fue jurado. El premio honorífico se tradujo en la publicación bajo la misma editorial de El ángel de los rincones (1985), una novela costumbrista que llegó a librerías pero tuvo escasa difusión y peor venta.
VIDA EN LO CURRO
Cuando quedó al descubierto su papel en la DINA, Mariana Callejas quedó atrapada entre dos aguas torrentosas. Forzada por las circunstancias, respaldó las confesiones de su marido sobre el asesinato de Orlando Letelier, lo que daría pie a una solicitud de extradición contra Manuel Contreras por parte de Estados Unidos. Aunque no contó todo lo que sabía, pues, aparte de comprometerla, los secretos eran un seguro de vida para su permanencia en Chile. No quedó en buen pie con el régimen.
Para qué decir de los otros, los que no eran del régimen. Había confesado su participación en la DINA pero no reconocía participación en delito alguno. Nunca lo reconoció. Por eso era considerada una persona indeseable, de la que convenía estar lejos. Pero así y todo, se las arregló para cultivar algunas amistades y sacarle partido a la casa de Lo Curro.
Es cierto que a partir de 1978, cuando explotó el escándalo, los talleres literarios llegaron a su fin. Pero algunos de los asistentes siguieron frecuentando la casa de Lo Curro. Especialmente Carlos Franz y Carlos Iturra. Gonzalo Contreras había partido a estudiar a Estados Unidos y no volverá a Chile hasta varios años después.
Cada vez que pudo y se sintió provocada, Callejas aseguró que Franz y Contreras siguieron frecuentándola después de que su filiación a la DINA se hiciera pública. Con Iturra no tuvo necesidad, pues él jamás le quitó el saludo, todo lo contrario. Es uno de los pocos que se mantuvo leal a ella.
Desde su departamento de dos ambientes en Providencia, en 2010 –el año de esta última entrevista- diría que viejos y nuevos amigos siguieron visitándola, que “después de que se fue la literatura tuve un montón de allegados en la casa”, que en una oportunidad sus invitados terminaron bañándose desnudos en la piscina y, en otra, para la Noche de San Juan, se instalaron debajo de un higuera a fumar marihuana y tocar guitarra.
Las visitas a la casa de Callejas también estaban motivadas por la curiosidad morbosa, según confiesa un asistente de esos años, que prefiere mantener su identidad en reserva:
-Fui una vez con Iturra y Franz, que me llevaron en plan morboso a ver cómo era este personaje. Era a principios de los ochenta, cuando ya se conocía quién era ella realmente. La casa era muy fea, pintada de un color celeste piscina, y dentro tenía un ambiente muy lúgubre, deprimente. Pero ella no se correspondía con ese ambiente. Se veía frágil, porque era delgadita y baja, pero era sencilla y nada de tonta.
Esa casa había sido una caldera. Más bien un infierno. Fue guarida de los neofascistas italianos que atentaron contra Bernardo Leighton y su esposa en 1975, en Roma; y de los cubanos anticastristas que hicieron lo propio contra Orlando Letelier y su asistente en 1976, en Washington. Ahí también fue torturado y asesinado el diplomático español Carmelo Soria. Y en esas habitaciones el sacerdote Mario Zañartu fue víctima de un montaje con mujeres desnudas mientras en unas instalaciones laterales, el químico Eugenio Berríos experimentaba con ratones y conejos la efectividad letal del gas sarín y de las toxinas botulínicas. Y claro, también fue sede de fiestas y talleres literarios.
Era una casa con historia, pero a mediados de los ochenta poco y nada quedaba de eso. Sólo las huellas.
Óscar Sepúlveda, entonces periodista de La Segunda, llegó en 1985 hasta esa casa para entrevistarse con su dueña, quien le dijo que la suya es “una soledad compartida con cosas lindas, como almendros y aromos que florecen en medio del invierno”. El periodista manifestó su sorpresa por el estado de abandono de la propiedad y su inmenso jardín. Destacó el resquebrajamiento de escalones y la ausencia de vidrios. La maleza y las ramas que crecían a su antojo.
No pasó por alto que en ese ambiente de frondosa desolación, prácticamente lo único que rebozaba vida eran los conejos que corrían libremente por el jardín.