Fotos: Alejandro Zamponi.
Cuando tenía seis años, Galo Soler Illia quemó la mesa del living con el mechero de un juego de química y desde entonces su vida fue más o menos por ahí: la mutación de la materia, la alteración del color, el tamaño y la densidad de los elementos. De esa fascinación explosiva nace la historia de este raro golden boy de la República, hijo de dos abogados intelectuales, nieto de un combatiente antifranquista y del presidente Arturo Umberto Illia. Incubado en un hogar político, convertido en un nerd experimental. Un fiestero de Exactas abrazado al ponche de las partículas elementales.
Una mañana de otoño de 2016, Galo está en el Instituto de Nanosistemas (INS) del Campus Miguelete de la Universidad Nacional de San Martín. Ese niño precoz que se rendía ante la maravilla expansiva de un cultivo de cristales es, a los 46 años, el decano del instituto, y entra en el laboratorio con la campera todavía puesta. Hay un joven en etapa de tesis con pinta de bajista indie reparando un dip-coater, un artefacto del tamaño de un exprimidor de palanca que se utiliza para obtener microcapas de materia. Del otro lado de la puerta, el equipo chico del instituto –media docena de biólogos, químicos y físicos– trabaja en silencio en sus laptops.
Si de niño jugaba a ver crecer la materia, Galo ahora se dedica a llevarla a su escala mínima. “¿Ves? Pasá el dedo por acá”, me convida una plaqueta de vidrio iridiscente que se pone texturada en una de las mitades, donde tiene una carga de nanopartículas. Aunque para la mayoría de nosotros eso no signifique nada, es una muestra ínfima y cotidiana de un campo cada vez más vital en el desarrollo de tecnologías: la investigación científica nanométrica.
Un nanómetro es una millonésima parte de un milímetro, o el equivalente en tamaño a diez átomos. El descubrimiento de la nanociencia es que, a partir de cierta escala, los materiales empiezan a comportarse de modos disímiles del que se comportan en el mundo macrométrico. Y son capaces de hacer otras cosas: detectar virus o proteínas en la sangre, absorber metales de los desechos mineros o penetrar en la membrana de un cáncer. “La tecnología con nanomateriales ya está en todas partes, desde un test de embarazo hasta los neumáticos de nuestros autos –dice Galo–. Ahora bien, hoy estamos en la etapa en que esos nanomateriales se combinan de formas diversas, y hacen sinergia. A eso llamamos nanosistemas. En unos años no habrá tecnología que no esté atravesada por los nanosistemas. Mi camino está enfocado ahí”.
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Galo Juan de Ávila Arturo Soler Illia nació en mayo de 1970 en la ciudad de Buenos Aires: el 31 de mayo.
—Todo es premonitorio —dice Galo con su look juvenil de pelo abundante y párpados a media asta en una oficinita con vista a los techos bajos de San Martín—. En la tabla periódica, el 31 es el elemento galio. Viví un tiempo en Francia. Y por si fuera poco el 31 de mayo es el día de la Comisión Nacional de Energía Atómica, donde trabajé antes de llegar acá.
Su padre, Gustavo Soler, desembarcó en la Argentina a los siete años, de la mano de un combatiente del bando republicano de la Guerra Civil Española, prófugo también de un campo de concentración en Perpignan, en la Francia ocupada. Gustavo Soler fue militante de la Unión Cívica Radical y abogado defensor de presos políticos. “Es un tipo del que aprendí cómo luchar”, dice Galo. En el 72, Soler defendió a guerrilleros que habían asaltado una comisaría en Empalme Graneros, Santa Fe, y con un par de abogados rosarinos logró sacar a las embarazadas pidiendo el habeas corpus de los nonatos. Se salvó por ser el yerno de Illia; sus colegas no corrieron la misma suerte.
La madre de Galo, Emma Illia, era también abogada y militante radical, y es la mujer que quiso matar al general Julio Alsogaray la noche en que derrocaron a su padre.
—Cuando yo nací mi papá tenía 38 y mi mamá 30; para los 70 eran viejos. Ambos eran profesionales exitosos, intelectuales. Se suponía que yo era el niño intelectual. Mi mamá me vestía con puntillas, y me dejaba el pelo largo, rubio, así que la gente decía “hola, nena”. Mi mamá fundamentalmente es una esteta, y una gran artista frustrada. Una persona muy culta, pero lamentablemente es abogada, como todo el mundo en esa generación.
Galo aprendió a leer y a escribir a los tres años, y a los cuatro recibió su primer juego de química. Vivía con su madre en Palermo Chico –sus padres se separaron en el 76– y hacía la primaria en el Bayard, un instituto algo experimental para la época, fundado por el danés Paul Henriksen.
—Tenía unos laboratorios buenísimos —recuerda Galo—. Y tenía feria de ciencia, cosa que no veo más. Es una boludez que no se haga feria de ciencia, que es algo tangible, no virtual. Hay demasiada virtualidad hoy, y es tan lindo hacer cosas. Eso es lo que me gusta de la química: la posibilidad de modificar el mundo, dejar una impronta.
Durante la dictadura, su padre seguía metiéndose en casos difíciles. A fines del 79 y comienzos del 80 se opuso a la circular 1050 del Banco Central, que indexaba los créditos hipotecarios y que obligó a muchos deudores a malvender sus casas y dejarlas en manos de financieras. Soler le ganó una demanda al Central y los damnificados comenzaron a hacer fila en su estudio.
—Había una cola que daba vuelta la manzana —recuerda Galo, que por entonces tenía nueve años—. Vengo de un abuelo de las causas perdidas de la República, de un padre que es un defensor de causas perdidas, y ahora que lo pienso yo estoy con la química, que en Argentina es otra causa perdida.
Su padre manejaba la Sociedad de Profesionales Radicales, donde se formaban políticamente los cuadros de la Línea Nacional, el flanco tradicional de la UCR, opuesto al Movimiento de Renovación y Cambio de Raúl Alfonsín. Era un activismo de bajo perfil. Soler pasaba a buscar a Galo por la escuela con un pebete especial y lo llevaba al comité de la calle Tucumán. Además del sándwich, Galo se comía unos emboles importantes. Había algo de ese folklore que le gustaba, pero nunca se integraría a la militancia orgánica.
—Tal vez me resistí porque la política me sacó mucho padre, mucho abuelo, mucha familia. Pero ese radicalismo sabattinista, de Illia, lo mamé en casa y lo tengo. Esa idea de servir al pueblo y volver al llano cuando había que volver. Como mi abuelo, que nunca tuvo casa propia hasta que se la compró el pueblo de Cruz del Eje.
Galo es buen imitador, y de pronto encarna la postura formal del viejo Illia cuando aparecía en la casa para algún cumpleaños, siempre de traje; la cara se le alarga, se develan los rasgos que heredó, e imposta el tono tabacal y provinciano: “¿Cómo le va, gaucho?”, le decía el abuelo con las manos en la espalda.
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En el verano de 1983, Galo estaba de vacaciones con su padre en Pinamar. Su abuelo llevaba un tiempo internado. Los tumores cerebrales le habían provocado una última descompensación en una tribuna partidaria en Córdoba. Como muchos médicos, reactivos a los diagnósticos y los tratamientos cuando se trata de ellos mismos, Illia no había hecho nada para impedir el colapso. El 18 de enero, al terminar de jugar un partido de fútbol en la playa, Galo vio venir a su padre con el gesto trastocado y recibió la noticia: el abuelo había muerto. Se abrazaron, lloraron y se tomaron el primer micro a Buenos Aires, adonde sería trasladado el cuerpo.
Era el año de la vuelta de la democracia. Illia había alentado la ilusión de cerrar su carrera como presidente o senador, pero el triunfo de Alfonsín en la interna del partido lo había dejado fuera de combate. La muerte, sin embargo, revalorizó su dimensión como político. Fue velado en el Congreso, en un gran tributo radical que anticipó, en clave melancólica, la primavera alfonsinista.
—Lo montaron en una cureña —recuerda Galo—, y lo llevaron a pulso hasta la Recoleta, todo por Callao. Estaba lleno de gente con insignias rojas y blancas. Ahí empecé a entender la magnitud de todo.
En una escuela privada como el Bayard, el nombre de su abuelo no representaba casi nada, pero cuando entró en el Colegio Nacional de Buenos Aires, Galo comprendió cabalmente “lo que era el fenómeno Illia”. Ahí era un purasangre, pese a que su familia simbolizaba el ala conservadora y derrotada de la UCR. Sus intereses, sin embargo, pasarían por otro lado. Se fue convirtiendo, a paso firme, en un nerd línea dura. Y no la clase de nerd que brilla en el boletín.
Su primera nota cuatrimestral en Química fue un 1, y promedió un agónico 4 a fin de año. La nomenclatura de los elementos no era algo que lo excitara. Galo quería experimentar con la materia, pero la mayoría de los profesores se encargaba de adormecer su vocación. Finalmente, en los últimos dos años del colegio, a él y a otros dos compañeros les dieron las llaves del laboratorio. En determinados horarios contaban con un ayudante que los asistía en lo que necesitaban.
—Hagan experimentos —les dijeron.
Extraían cafeína del té, sintetizaban moléculas. Para Galo, ese ámbito de tubos de ensayo y sustancias inestables, esa isla química en las entrañas del colegio era Disneylandia. Fue lo más parecido a una matiné en su carrera profesional.
Pero también era fan de la computación. Tenía una Sinclair, la contra de Commodore. Como casi todavía no había juegos para máquinas hogareñas, directamente los hacía.
—Era muy nerd —asume—. A los 16 años, un verano me quedé encerrado, programé El estanciero en Basic y lo guardé en un casete.
Cuando estaba en cuarto o quinto año, el Buenos Aires adquirió tres Apple 2 y convocó a alumnos que quisieran hacer programas de simulación para Física. Se presentaron él y dos más. Se juntaban los sábados a programar en la casa de alguno, después iban a jugar al fútbol, más tarde al TEG y finalmente bajaban en el cine. Mientras tanto, Galo aprobaba las materias raspando, y leía básicamente manuales técnicos de programación.
—Nuestros ídolos —dice— eran pibes de quince o dieciséis años como nosotros, onda Matthew Smith, que escuchaban Pink Floyd y programaban un juego maravilloso en 32K.
Era fines de los 80 y la ciencia de moda era la ingeniería genética. Galo y sus amigos geeks querían estudiar eso, pero en la Guía del Estudiante descubrieron que sólo se daba en Misiones (“nuestras familias rápidamente nos lo sacaron de la cabeza”). Fueron a una charla de orientación vocacional enfocada en las carreras científicas, en el aula magna del Buenos Aires. En el estrado había un biólogo, un ingeniero, un físico, un químico. En la primera fila del público había “unos canosos notables”. Galo preguntó por la ingeniería genética, pero ninguno de los científicos del estrado parecía saber muy bien de qué se trataba. Entonces intervino uno de los canosos, y con un marcado acento germano soltó una arenga épica.
—La ingeniería genética y la biología molecular son el futuro —dijo el alemán—, y la mejor manera de llegar es a través de la química. Yo soy químico, y mi hijo, que es un genio, estudió química y ahora se va a ir al laboratorio de Watson en Estados Unidos donde descubrieron que el ADN…
Cuando el hombre terminó con su alegato sobre el poder de la química, Galo miró a sus amigos y dijo: “Este viejo está loco, yo quiero ser como él”.
Ese alemán resultaría ser, por una extrañísima parábola del destino, el padre de la mujer de Galo, la también química Astrid Grotewold, hoy madre de sus tres hijas. Y ese discurso en el aula magna del Buenos Aires, años antes de que supiera de la existencia de Astrid, lo convenció de anotarse en Química en la UBA.
En el secundario, Galo había sido bastante chanta con el estudio, así que consideró que la facultad era un buen ámbito para revertir la tendencia. Durante la carrera devoró apuntes y libros como nunca. Después llegó el momento del doctorado, también en la UBA, una etapa que combinó dosis de experimentación científica y etílica.
—Éramos un desastre —dice Galo sobre el grupo del que formó parte, al que bautizaron Gabbo’s en honor a la marioneta inmoral que reemplaza a Krusty en un capítulo de Los Simpson—. Los tesistas del departamento se dividían en dos razas: los pollos de los grandes popes y nosotros, que éramos la escoria. Eso sí: laburábamos durísimo, pero los viernes había fiesta. Teníamos una oficina espectacular con vista al río. Poníamos cinco pesos-dólar cada uno por mes, así que teníamos cincuenta para bebida. Uno de los becarios era barman; nos hacíamos unos after los viernes tomando, mirando la luna y discutiendo ciencia. Y después poníamos música fuerte, venían chicas, bola de espejos... Y salíamos. Se salía mucho. Empezamos a hacerlo también los jueves. Pero los viernes dábamos clases, así que había que llegar a las 7, bañarse, sacarse el olor a whisky e ir a dar Cuántica a las 8 de la mañana, sin dormir.
Todo había empezado por un curso de cata de vinos en la cátedra de Enología de la facultad de Agronomía. Con su recibo de sueldo de profesores de segunda, los Gabbo’s caían en delantal, recién bajados del bondi, aprovechaban el beneficio para docentes y se sumaban sin cargo a un elegante grupo de inscriptos.
Galo recuerda esos años de doctorado como “una época de mucha libertad”. La contrapartida de ese estado de lost weekend era una contracción al trabajo y una pasión científica extraordinarias. Todos los miembros de Gabbo’s hoy son profesores de alguna universidad del mundo, gerentes de empresas o laboratoristas premiados.
Matías Jobbágy, del departamento de Química Inorgánica de la UBA e investigador del Conicet, ensaya una buena definición sobre “esa especie de logia” de la que también fue parte.
—Sentíamos que el laboratorio nos pertenecía —dice Jobbágy—. Era el lugar donde trabajábamos y nos divertíamos. Éramos adolescentes académicos, y creo que ese espíritu lo seguimos manteniendo. Tenemos mucha pasión por lo que hacemos, pero también cierto escepticismo punk. Nos copamos con las cosas, pero no nos creemos que vayamos a salvar al mundo por tener un guardapolvo.
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Galo terminó su tesis de doctorado sobre micropartículas de óxidos mixtos en 1998, al cumplir 28 años. Sin saberlo, ya estaba investigando nanopartículas. Después de defender la tesis viajó a Francia. Pidió asilo ad honorem en un laboratorio y se quedó un mes y medio ahí. Lo invitaron a regresar al año siguiente, para hacer un posdoctorado en nanomateriales en la universidad Paris VI. Se suponía que serían dos años, pero al final fueron tres y medio.
Un día antes de viajar, Galo y Astrid se casaron; eso les reportaría cien dólares mensuales extras de la beca del Conicet. “Esa generación salió muy favorecida”, dice Galo. “Fue la última que recibió becas para posdoctorados en el extranjero. Después vino la debacle y cayó todo.”
La beca le duró hasta junio de 2001, y se quedó un año y medio más por las suyas. En ese tiempo en Francia, aprendió cómo se trabaja en un laboratorio del primer mundo y entendió el rol del científico en esta era, la posibilidad de producir un impacto directo en las industrias.
Volvió en marzo de 2003, con una hija en brazos y el país en plena transición poscrisis. Eduardo Duhalde era el presidente interino y había impulsado la llamada Mesa del Diálogo Argentino, un espacio de discusión entre expertos de distintos ámbitos del que saldrían propuestas para afrontar la emergencia. Algunos días después de haber aterrizado, Galo fue invitado a participar de la mesa de ciencia y tecnología. Con la experiencia parisina todavía rebotándole en la cabeza, se acercó hasta el palacio episcopal de la calle Suipacha y se encontró con una escena inesperada. En una buhardilla, un grupo de científicos de distintas vertientes ideológicas –profesores de izquierda de Exactas, decanos conservadores de la Universidad Austral– discutían el bien común.
—Los tipos —dice Galo— estaban planeando el futuro de la Argentina. Había un ánimo de refundación.
De esa mesa salió el documento de políticas científicas que formaría parte de la plataforma de gobierno de Néstor Kirchner. Ese mismo año, cuando Kirchner ya era presidente, muchos de esos profesionales se reunieron con el ingeniero Tulio del Bono, secretario de Ciencia y Tecnología de la Nación. Después de una conversación catártica de unas dos horas, algunos de los participantes, pesos pesados de la ciencia nacional, salieron de la reunión llorando.
—Veníamos de épocas más tirantes con los gobiernos —dice Galo—. Claramente ahí hubo un acercamiento del poder a las bases científicas, y las bases científicas se comprometieron a dibujar su futuro. Eso fue muy importante.
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Galo sale del edificio donde funciona el INS, en un vértice del enorme predio en construcción del campus, un terreno ganado a los antiguos depósitos del ferrocarril. Camina hasta los cimientos de una torre que contendrá, en diez pisos, las distintas áreas de ciencia de la universidad. Comparte detalles del plan maestro casi como un ingeniero de obra, y proyecta el crecimiento de su instituto para el próximo par de años: en 2017 se instalarán en el edificio nuevo, y para 2018 espera tener a cargo unos diez equipos de investigación que tiendan un puente entre el conocimiento y el sector industrial.
Fue convocado hace dos años por el Dr. Aníbal Gattone, secretario de Ciencia y Tecnología de la universidad. Gattone había visto trabajar a Soler Illia en la CNEA, y le parecía el tipo de líder que necesitaba para desarrollar un instituto especializado en nanociencia.
—Desde el punto de vista científico no hay mucho que decir —dice Gattone—. Su prestigio es bien conocido. Lo que puedo agregar es lo que representa como líder, el contagio que genera en sus equipos. Es un tipo que vive de los desafíos. Nunca se va a sentar a contemplar la gloria obtenida.
Para Matías Jobbágy, “el secreto del éxito” de Galo es simplemente su capacidad de trabajo.
—Es un adicto a estar presente —dice Jobbágy—. Es una persona muy inquieta, muy interesada por las cosas. Eligió la ciencia, pero podría haber sido un gran historiador, un gran artista. La idea del científico como el tipo que está en un rinconcito oscuro teniendo ideas geniales no existe. El científico es un trabajador más, y Galo tiene una capacidad de trabajo, en tiempo y persistencia, que es inmensa. Y puede adaptarse tanto al primer mundo como al cuarto.
Esa “adicción a estar presente” hace que Galo se mueva bien en las nuevas plataformas de divulgación: además de ser panelista del programa Científicos Industria Argentina, es muy activo en “las redes sociales nerds” como Research Gate y Mendeley, y está rankeado en los primeros puestos argentinos de Google Scholar, el ATP de la ciencia global, que mide la relevancia de los investigadores de acuerdo con la cantidad de artículos publicados, sus descubrimientos y premios obtenidos.
—Es como los jueguitos de Facebook, y vas rankeando —dice Galo—. Si tenés tantos papers, si contestaste tantas preguntas, su tuviste likes en esas respuestas. Entonces tu ranking va subiendo… Es muy loco.
Como químico experimental, Galo dice que extraña el trabajo cotidiano de laboratorio, ya que tiene que pasarse buena parte del día “haciendo sociales” con postulantes, patrocinadores, potenciales socios de proyectos.
—Algún día —dice, entre melancólico e irónico— estaría bueno que volviera a hacer ciencia.
Los últimos logros de sus equipos —el actual y el anterior en la CNEA— son lo que lo mantienen conectado con esa fascinación infantil por experimentar con la materia. Uno de sus investigadores, Pablo Scodeller, que ahora está en el Instituto del Cáncer de Estonia y en unos meses se reincorpora a su equipo, diseñó una partícula que mejora la perspectiva de algunos tratamientos oncológicos. Ciertos tumores desarrollan una membrana de ácido hialurónico, una suerte de película plástica que impide el ingreso de los fármacos. El método habitual es tirarles hialuronidasa, una enzima soluble que destruye parcialmente esa película, pero su efecto es relativo. Así que Scodeller montó una nanopartícula en la superficie de la enzima, para que se pegue a esa película externa, que quede más tiempo ahí y la rompa por completo.
—Esas balas nanométricas que diseñó —dice Galo entusiasmado— son una especie de shuriken en miniatura. Fue un trabajo muy divertido.
Eso es nanotecnología, y esa es una manera concreta de modificar el mundo. Y aunque nunca fue militante político, de pronto en su oratoria se filtra la épica republicana de las mesas familiares, horas de tedio en un comité radical convertidas en prédica científica contemporánea. El siglo XXI, para Galo, se resume en la apropiación del conocimiento para generar nuevas tecnologías.
—La impronta del siglo XXI es la complejidad —define—. Los científicos solemos decir que somos enanos parados sobre hombros de gigantes, que son todos los investigadores que nos precedieron, y por eso podemos ver un poquito más allá.