Las cortinas del baño del hotel de la ciudad de Fairbanks, Alaska, tienen estrías verdes, cruzadas unas sobre otras como ondas sinusoidales.
Las alfombras de la entrada del hotel tienen curvas, también verdes.
En el lobby, hay fotos de fondo negro y líneas fosforescentes y cuadros de una artista conceptual y televisores planos qué pasan en loop videos de las famosas “Northern Lights”, las luces del norte, las auroras boreales.
Se viene a eso. A ver la Aurora.
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El término latino Aurora Borealis pertenece a Galileo Galilei: Aurora es el nombre romano para la diosa del amanecer; Borealis se refiere al hemisferio norte.
“Borealis” es, también, una empresa: la octava productora más grande del mundo de polietileno (PE) y polipropileno (PP): es decir, plástico. La disponibilidad del petróleo (Prudhoe Bay, al norte del Estado), hace que Alaska esté llena de plástico. En los hoteles: los platos, tazas, cubiertos y elementos para el desayuno son descartables.
Antes de venir, vi el documental Picture of Light, que Peter Mettler filmó en 1994 en Churchill, un pueblo al norte de Canadá. La película registra las luces en material fílmico, pero también se pregunta sobre la experiencia, la mediación del lenguaje, la necesidad humana de reproducir lo que se vive.
La versión turística de las Auroras es que el sol emite plasma solar: energía. Cuando el “viento solar” colisiona con el campo magnético de la tierra, algunas de estas partículas quedan atrapadas, digamos, de nuestro lado. La ionosfera atrae esas partículas -¿de luz cautiva?- donde se vuelven a producir colisiones: gases y poesía.
La versión científica indica que las Auroras son el resultado del choque de electrones contra la atmósfera terrestre. Los electrones sufren una aceleración que los energiza. La entrada a la atmósfera produce una colisión con átomos de oxígeno y nitrógeno. En este intercambio, los electrones transfieren su energía a los átomos y moléculas de nuestra atmósfera, que liberan energía en forma de luz. El color de la luz emitida -nuestra Aurora- depende de la composición gaseosa. La Aurora más común es de color verde, producida por partículas de oxígeno que se encuentran aproximadamente a sesenta millas sobre la Tierra. Existen casos de Auroras rojas, producidas por partículas de oxígeno más altas (arriba de las 200 millas sobre la atmósfera). El Nitrógeno produce Auroras de color violáceo y/o rojizo. El funcionamiento no es muy distinto a las luces de Neón. Los tubos de Neón contienen gas. La electricidad excita sus átomos. El resultado es la luz.
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En su libro Viajes en Alaska publicado en 1915 el geólogo, explorador, conservacionista y escritor John Muir dice: “…en estos paisajes costeros predomina una expansión indefinida, una multitud de rasgos sin aparente redundancia, sus líneas combinadas en una armonía delicada y sucesiva que le da al conjunto un aspecto tan noble, tan etéreo, que vuelve toda escritura sobre ello una tarea inútil”.
Ver la Aurora sabiendo que fallaríamos al tratar de describirla.
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Aquí, el turismo expone sus elementos. El pasajero paga para consumir epifanía. Quiere deslumbramiento: no le preocupa demasiado la autenticidad. No le preocupa que haya cien personas haciendo lo mismo sino hacerlo para, luego, también poder contarlo.
El turismo de las auroras no es barato. Primero, hay que llegar a Alaska. La opción más común es aterrizar en Anchorage, al sur, y tomar otro avión más chico hasta Fairbanks. En Fairbanks se puede conseguir una habitación doble por ciento veinte dólares. Lo más económico es contratar un paquete completo que incluya traslados aéreos, los hoteles, y dos o tres noches en Chena Hot Springs, donde te llevan a ver la Aurora. Según la época, esto puedo costar mil cien dólares por persona. La comida no está incluida y los restoranes no son buenos ni tienen buenos precios. Sin lujos, comer cuesta cuarenta dólares por día. Algunos paquetes incluyen la vuelta de Fairbanks a Anchorage en el Alaska Railroad, que cruza de Norte a Sur por paisajes insólitos: monocromáticos, con ríos congelados. En el verano, que es corto, reaparece el color.
Si la aventura es erotismo, el turismo es pornografía.
El “resort” de Chena Hot Springs tiene una serie de edificios de madera en forma de grandes cabañas con habitaciones para los pasajeros. Una segunda cabaña funciona como recepción y en su trastienda está el restorán donde todo el mundo baja a comer a la misma hora.
El resto son galpones. En uno de los galpones hay un museo de hielo. En otro hay un café con un televisor y unos sillones en donde la juventud china se reúne a mirar series norteamericanas con subtítulos en mandarín.
En otro sector del mismo galpón funciona lo que todo el mundo ahí llama “activitorium”. Ahí se pueden contratar excursiones, aunque muchos las compran por internet. Al fondo hay una especie de salón o ex hangar con un invernadero y unas mesas donde los turistas sientan a esperar. La gran atracción de este lugar implica no hacer nada. Esperar sentado la llegada de la noche.
Le pregunto a los guías ¿cuánto frío hará arriba de la montaña donde veremos las luces? Depende del día y sobre todo del viento. El pronóstico para la noche de hoy indica una sensación térmica de -6 Fahrenheit, menos veintiún grados Celsius.
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La cita es a las nueve de la noche. Los guías, con tono militar, explican:
1. Se tardará media hora en los vehículos con orugas hasta la cima de la montaña
2. Se podrá mirar el cielo durante tres horas.
3. La vuelta durará media hora.
4. Arriba, en el refugio, darán café, té, sopa de fideos y avena quáker instantánea de diferentes sabores. Calorías.
A la media hora de viaje bajamos en la cima de la montaña. El cielo está despejado.
Adentro del refugio uno de los guías enciende el fuego con un soplete adentro de una salamandra: un tambor de doscientos litros. Tarda en arrancar. La llama artificial ruge.
Huelo el propano. Otro guía se ocupa de calentar agua con hornallas a garrafa. En quince minutos, empezará a repartir la comida.
Estamos aquí, arriba de la montaña, hemos viajado desde todas partes del mundo primero hasta Anchorage, después hasta Fairbanks, después hasta el complejo de Chena Hot Springs y último arriba de la montaña en los tractores militares, pero el cielo está despejado y neutro como un mandala en blanco.
No pasa nada, salvo unas nubes que no son la Aurora Boreal sino nubes.
Y, nosotros, todos nosotros, vinimos a ver la Aurora.
Entramos y salimos del refugio con café, té y sopa china. El cielo no reacciona. Confiamos, tenemos fe. Nos damos aliento entre los turistas. Algunos, como mi mujer, son fotógrafos profesionales. Otros, como yo, somos curiosos. No puedo tomar notas porque no quiero sacarme los guantes. Tengo que estar atento y ser permeable. Hay que retener la experiencia. Sin palabras. Ya lo dijo John Muir en su libro sobre Alaska: ¿De qué sirve describir un paisaje? ¿Hasta dónde se puede llegar con el truco del lenguaje?
Se me congelan los lagrimales y los mocos. Se me seca la garganta. De a poco se me va la voz. Respirar el aire frío, lastima.
Leticia, mi mujer, está al lado del trípode, esperando la aurora. Voy a buscarla y le llevo un vaso de cartón con té negro.
—Volvamos —digo— Tengo frío.
La ayudo con el trípode y la cámara.
—No se van a ver. No lo quieren anunciar, pero escuché que los guías estaban viendo el pronóstico en esa aplicación del I-phone que registra los movimientos de las auroras.
—¿Y qué decían?
—Que hoy es una noche de mierda.
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Entramos al refugio. Tomo otro té. Son las once y veinticinco. El lente de la cámara se empaña por el cambio de temperatura.
Discutimos técnicas para cuidar ópticas cuando se escuchan los primeros sonidos. Antes, en la cola del restorán, una señora de Montana me aseguró que la Aurora tiene su propio sonido atonal hecho de electricidad, como un instrumento que afina. Pero ahí arriba, ahora, sonaba otra cosa. Eran exclamaciones en chino que parecían ruido de palomar.
Y, al salir, la vimos.
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Lo más original hubiera sido no deslumbrarme.
El cielo parecía probar una ecualización. Le entró como un verdor brilloso y muy leve que se notaba mejor en la pantalla de la cámara de fotos que allí, en la atmósfera. Se veía mejor en JPG. Lo que estaba allí arriba era química y física: un chorro de plasma solar que había entrado al campo magnético de la Tierra. El prodigio llegaba desde el Sol como una luz diferida.
La gente exclamaba y sacaba fotos sin esconder la compulsión. Fotos parecidas, idénticas, iguales. Un fotógrafo inglés con el que ya había hablado mantenía una calma eufórica. La cámara disparaba sola, con un intervalómetro. Eso le permitía capturar la sutil variación. La Aurora parecía moverse por el viento. El obturador, el ulular helado, las voces humanas en ese cerro vuelto mirador. El inglés sonrió.
—Empezó el jazz —dijo.
Una hora más tarde, muy atentos a la duración del tour, los guías nos avisaron que había que volver.