Foto portada: Gerardo Lazzari
Las tragedias suelen acentuar su carácter por la multitud de opiniones oportunistas y desinformadas. Las tragedias, también, pueden generar una situación que haga visibles los mecanismos que deben ser cuestionados. De eso se ocupa, por ejemplo, la nota de Eduardo Fabregat que intenta dilucidar el grado y tipo de responsabilidad estatal en los hechos ocurridos en Costa Salguero. Estos sucesos tienen como saldo irreversible, infinitamente lamentable, la pérdida de vidas humanas que no deberían haberse perdido. Pero no dejan de llamar la atención algunas lecturas que en las redes sociales decantan un sentido común, formado en el feedback que se da entre comunicadores, analistas y moralizadores públicos, lanzados a interpretaciones más tóxicas que cualquier sustancia.
En primer lugar no es que estos hechos no se parezcan en nada a los de Cromagnón. La semejanza está facilitada por la indolencia de los funcionarios y porque constituye una situación de descuido estatal imperdonable que sobreviene de una situación anterior que debería haber sido definitivamente aleccionadora. También porque como no ocurre en casos de otras tragedias donde las víctimas son “puras”, hay enunciadores que parecen encontrar en ambos casos causas para culpar a las víctimas: estaban consumiendo drogas.
Pero, más allá de la semejanza debe subrayarse su uso perverso: en el juego relativamente anónimo de twitter y en el de las comparaciones explícitas de la prensa, llama la atención el hecho de que los acontecimientos de Costa Salguero sean colocados en un obsceno terreno de empates morales. Mientras algunos de ánimo opositor buscan cancelar por conmutación los hechos de Cromagnón, acusando al macrismo por los muertos que suma desde el caso Beara en adelante, otros, de ánimo oficialista, plantean especificidades y diferencias que buscan huir de esa asociación “para no perder imagen”.
En segundo lugar se destaca la vocación de opositores y para-opositores de encuadrar “políticamente” la cuestión y hallar la oportunidad de repetir un antimacrismo reactivo que sólo ha sido productivo para granjearle al presidente victorias electorales sucesivas en la Capital Federal. Esa tentativa se basa en una seudosociología que es necesario desmontar. Según esta interpretación, una cosa es el uso de estimulantes alteradores de conciencia nacional y popular, y otro el cheto. El porro y el vino son una bendición y, en cambio, el MDMA es la punta del iceberg de una juventud que muere de aburrimiento y por eso busca la diversión artificial de las sustancias empatógenas y la “superficialidad del baile” (dicho esto por gente que no es ni calvinista ni deja de tener su simpatía, totalmente legítima, por la cumbia, la murga, y aún el propio dance). Una contracara de esta interpretación es más bien propia de oficialistas y para-oficialistas que se presenta en el asombro indebido (“¡oh, en las clases medias y altas se usan drogas”!), que naturaliza una supuesta correlación entre capital económico y cultural y distancia del “vicio”. En el fondo, sigue operando la narrativa tóxica pero eficaz de “niños pobres que tienen hambre y los niños ricos que tienen tristeza” que presupone la primariedad de los pobres y la sofisticación de los ricos.
En esta superficie parasitan la desinformación y la tentativa decimonónica de alinear juicio estético, sociología y normatividad. No solo hay contradicción sino falsedad empírica en la premisa que liga mecánicamente clases y drogas. La marihuana es de un uso muy frecuente y no hay información que permita asociar ese uso a una clase social de forma privilegiada, a menos que se comience a hilar fino y puedan distinguirse formas de ese uso y frecuencia, algo todavía no hecho estadísticamente. Tampoco debe ignorarse que las drogas baratas ascienden en la escala social (el paco, la ketamina y las versiones estiradas del MDMA que son quizás las implicadas en el caso de Costa Salguero). Por otro lado, las drogas de diseño, pese a su precio, tampoco tienen uso restricto a una vanguardia o una elite económica. Tal vez fue el monopolio de parte de una elite que en tiempos ya lejanos propagó, innovadora, su utilización en la Argentina: hoy las usan sujetos de muy diversos grupos sociales. Y las fiestas electrónicas masivas que, vale decirlo, albergan usuarios y no usuarios de drogas de diseño, terminaron siendo para muchos de estos innovadores espacios de vulgarización, espectacularización y, porque no, de “negros”, por lo que se produjo, dentro de la escena electrónica, una reconfiguración de espacios y prácticas que implicó el parcial abandono de los eventos masivos por parte de algunos discretos y socialmente elevados participantes. Todo esto sin contar que los orígenes europeos y estadounidenses de la música electrónica tuvieron, en muchos casos, raíces populares. Lo vimos en las obras de Jeremy Deller, expuestas en PROA durante este verano. Y estaban presentes de manera impecable en “Fiebre del sábado por la noche”, una película que debería verse más allá del antitravoltismo de los rockeros de los 70. Ese film introducía algo que, en otro contexto, otro tiempo y otra modulación aparece en realizaciones posteriores de Ken Loach. La transformación de las clases trabajadoras en sus luces y sombras, las solidaridades que se rompen y las que nacen. En el pasaje de Brooklin a Manhattan, de la industria a los servicios, de la coacción de un orden colectivo al individualismo y sus contradicciones. En él aparecen la fragilización de los sujetos frente al capital y la afirmación de consideraciones igualitarias y de género sin las que hoy muchos de nosotros no podríamos vivir: el bueno de Tony Manero nos mostraba al fin de la película que un hombre podía compartir el departamento con una mujer y ser tan solo su amigo. Y respecto de la falsedad de la asociación electrónica, drogas de diseño, clases sociales no es menos significativo el hecho de que la música electrónica en sus variados estilos y combinaciones, y en sus derivas latinoamericanas, también ha dado lugar a ejecutantes, bailarines, oyentes y consumidores de sectores populares como lo muestran, por ejemplo, distintas escenas brasileñas y las distintas expresiones dance que se multiplican en boliches del género, fiestas privadas y pistas de baile tanto en el conurbano bonaerense como en distintos puntos del territorio nacional.
En todos estos juicios, que abarcan oficialistas y opositores, se encuentra además la pueril voluntad de asociar la belleza, la verdad y el bien como si en este mundo no hubieran existido Niestzche, Baudelaire o Weber. Así puede afirmarse una secuencia que simula su carácter falaz por las intensas convicciones que solicita del sentido común (de lo peor del sentido común): “música electrónica = ruido = droga = mal”. Ya habíamos presenciado una hilación semejante en la afirmación de la secuencia “rock chabón = Cromagnón = mala música” que no fue enunciada solamente por quienes devinieron macristas sino también por el mismo Fito Paéz. Si las palabras de Paéz y otros en aquella época pergeñaban una verdadera venganza de clase de rockeros “educados” contra rockeros “de suburbio”, las referencias despectivas a la música electrónica disfrazan de crítica social la imposibilidad de parte de una generación de entender el paradigma estético y perceptivo que está presente en el conjunto amplio, heterogéneo y cada vez más influyente de la sonoridad electrónica.
En tercer lugar, los hechos de Costa Salguero iluminan una cuestión muchísimo más problemática y de larguísimo plazo que adquiere con estos sucesos una aceleración parcial. La epidemia de HIV tuvo efectos paradojales: al mismo tiempo que inicialmente estigmatizó prácticas y sujetos, hizo visibles diferencias y goces cuya legitimación estuvo, en parte, vinculada al hecho de que eso que se demonizaba fue expuesto. En menor escala y otro orden, sucede algo parecido con estos hechos. El uso de drogas es visibilizado en el marco de una época caracterizada por un conflicto que tiene la consecuencia de no poder inhibirlo ni sancionarlo legítimamente. Al mismo tiempo que profundiza las desigualdades sociales y las disimetrías políticas, nuestra época tiende a donarle a los sujetos y sus voliciones cada vez más importancia. Es por ello que, desde ciertas zonas sociales, se puede interpelar al estado y al orden legal: desde el deseo y el “capricho”, desde la posibilidad de cuestionar a la “norma” en su carácter de instancia negadora de la libertad y la singularidad. Así, por ejemplo, en ciertos espacios de la sociedad, se puede decir al Estado, cada vez más y con cada vez más eficacia: no hay norma para cuestiones, por ejemplo, de sexo y de género.
Con las drogas pasa lo mismo. Cada vez queda más en claro que la cuestión de las drogas contiene también la de los placeres y la imposibilidad de resolverla con un régimen legal y simbólico que ignore la singularidad de los sujetos. Cada vez queda más en evidencia que lo que mata no son las drogas sino la ignorancia, el doble standard de los que consumen y persiguen, la prohibición y la hipertrofia burocrática de los organismos represivos. Y no se trata de pensar ingenuamente que el control de daños reduce las víctimas a cero, que en Alemania o en Disneylandia, no hay usuarios que mueren. Los usos letales son siempre posibles y las adicciones suceden porque el inverso simétrico de la prohibición es el mandato que también anula a los sujetos. Y esto último es efectivamente otro cantar.
Un párrafo final para los cientistas sociales que encuentran que todo es una construcción social salvo cuando estas construcciones sintonizan con sus prejuicios y entonces ceden sin reflexión a la idea de “sustancias peligrosas”. A ellos Dante les reservo un círculo del infierno: el de los sátiros vírgenes de la vida. En él dialogan con el Doctor Miroli, con Fleco y con Male y comulgan en que todo se soluciona en la exhibición ostentosa de todo su falso conocimiento sobre “las nuevas tendencias”, la “movida” y lo que “se curte” hoy en día.