Fotos: Naturalezas, de María Eugenia Cerutti.
Manuel
Emanuele, en la Argentina, Manuel, el nono Manuel, fue un inmigrante italiano, pionero de la vitivinicultura de fines del siglo XIX en Mendoza. Había nacido en Piamonte en 1864 en el cascinale o caserío de Santa Croce de Borgomanero. Hijo de un jornalero, Emanuele emigró. Lo habían despabilado los cuentos que, sobre América, escuchaba en la plaza del pueblo. Que todo era más fácil. Que había tierra para comprar y trabajo para hacer. Que la carne era tanta que la tiraban.
Desembarcó del Sirio a orillas del Río de la Plata en enero de 1885. Jamás hubiera imaginado que el mar podía ser tan turbio. Trabajó en Buenos Aires en la cervecería Bieckert, fue operario en Córdoba en la construcción de la represa Cassaffousth, y obrero del Ferrocarril Central de Perú. En Lima supo que en Mendoza se hacía vino. A dedo partió al sur y por Santiago se animó a cruzar la cordillera. Cuenta la leyenda familiar que Manuel se cuerpeó con un indio que le dio un puntazo en una costilla. El jefe de la tropilla de arrieros que lo rescató le ofreció una hija, pero Manuel recordó la frase que se repetía en Borgomanero: Moglie e buoi, di paesi tuoi (Mujeres y bueyes, que sean de tu pueblo). Se empleó en el Ferrocarril Gran Oeste Argentino, luego Buenos Aires Al Pacífico (BAP), donde quedó a cargo de una de las estaciones. Contratista de viñas, después propietario, se casó en 1895 con Angelina Necchi, también italiana hija de inmigrantes. Tuvieron diez hijos. Los dos primeros, Alejandro y Rosa, murieron en 1920. Siguieron Víctor Manuel, Victorio, Teresa, Adela, María Angela, Bautista, Humberto y Luis. Crecieron entre los viñedos que compró en Coquimbito, Maipú. Apenas pudo, mi bisabuelo trajo de Italia a su madre y a sus dos hermanas, que también se casaron en Mendoza con dos hermanos italianos.
Manuel fundó la empresa Bodega y Viñedos de Manuel Cerutti. Tuvo la marca de vinos Colina Gatinara en recuerdo de las colinas que lo vieron nacer. Cuando en 1927 mi bisabuelo formó con su esposa y sus hijos la Sociedad Anónima Bodegas y Viñedos Manuel Cerutti Limitada, declaró tener un millón de pesos moneda nacional y los siguientes bienes inmuebles: en Coquimbito, 17 hectáreas de viñedos que había comprado en 1897, sumó ocho en 1916, más 24 hectáreas en 1917 más otras 50 que compró en 1908, más nueve hectáreas de viña en Chachingo, Maipú, que compró en 1910, y la propiedad en Chacras de Coria. En el testamento que Manuel hizo en 1932 declaró que todos sus bienes eran gananciales y que sus hijos Víctor Manuel y Victorio eran sus apoderados generales.
Compraba los toneles en Nancy, Francia, y, como todos los colegas, distribuía los vinos en el centro del país. Tenía depósitos en Buenos Aires. Fue tesorero y cofundador en 1917 del primer Centro de Bodegueros, hoy Bodegas de Argentina, que por algún período funcionó en la Casa Grande. Premiaron sus vinos en Italia en la expo de Milán de 1916. Manuel fue el primer importador del champagne Pommery en la Argentina.
Miembro de la Sociedad de Socorros Mutuos “Italia Unita” y cofundador del Club Italiano, Manuel amasó una fortuna. Volvió varias veces a Italia para ver a sus parientes. En Mercedes, provincia de Buenos Aires, su vendedor era Gerónimo Giacchino, futuro consuegro y por partida doble.
Cuando los italianos decidieron relatar sus aventuras en el far west mendocino, crearon leyendas que transmitieron entre comidas y bebidas. América en América no era tan maravillosa como en Borgomanero. El año del casamiento de Manuel con Angelina hubo aluviones que destruyeron acequias, puentes y viñedos, más ochenta millones de langostas que arruinaron la vendimia. Los bichos fueron de norte a sur y vuelta. En masa salían los campesinos cuando se acercaba la nube negra de casi un kilómetro cuadrado. Caminaban entre las viñas golpeando y batiendo cucharas y cucharones, sartenes y cacerolas, para evitar que los bichos se comieran la uva. Pero las langostas arrasaban con todo.
Aquellos primeros días en América quedaron inscriptos entre papeles y sucesiones. En las cartas en dialecto o en italiano. En las frases cotidianas como la que repetía mi tío Horacio: “Stai zitta o dopo ti picchio” (Si no te callás, te pego).
Giuseppe Mazzolari
El 10 de enero de 1924 el nono Manuel hace su última gran inversión. Le compra a Mazzolari la finca y la casa que tenía en Chacras de Coria.
Hoy suburbio de la ciudad de Mendoza, Chacras de Coria era apenas un caserío de Luján de Cuyo cuando a principios del siglo XX Giuseppe Mazzolari, propietario de la Casa Grande, cedió parte de su tierra para que la municipalidad construyera el edificio de policía y la plaza General Jerónimo Espejo. Benefactor del pueblo, una de las calles principales de Chacras de Coria lleva su nombre.
¿Por qué Manuel compró esa y no otra casa? Es posible que Mazzolari tuviera alguna deuda con Manuel Cerutti. ¿O tal vez la había visto en Mendoza, sus riquezas y sus bellezas, el libro que se publicó para el Centenario de la Revolución de Mayo? Dice de la Casa Grande: “Esta finca tan ventajosamente ubicada en una de las zonas más lindas y pobladas […] La extensión es de 37 hectáreas en conjunto, en su mayor parte de cepas Malbeck y una corta extensión de criolla.”
En el libro se lo ve a Giuseppe Mazzolari, ojitos tristes con cara de Papá Noel. Pelo, bigote y barba blancos. Mazzolari se suicidó días después de una vendimia difícil. Estaba lleno de deudas. Su hijo, Luis Mazzolari, vendió la Casa y volvió a Italia.
La descripción de Giuseppe Mazzolari que hace el libro es la misma de la mayoría de los inmigrantes italianos en la vitivinicultura de Mendoza. Campesinos pobres y analfabetos del norte de Italia, conocedores del arte de hacer vinos. Primero contratistas, luego propietarios de viñedos.
“Ha quedado inaugurada una espléndida casa habitación, en el frente de la propiedad, con todas las comodidades y construida expresamente por el joven Luis Mazzolari, para su residencia. […] En esta nueva casa se ha construido una espléndida pileta de natación, provista con cañerías y filtros especiales. […] El patio forma una gran terraza, a una altura de más de un metro del nivel del suelo. Las habitaciones son espaciosas y ventiladas, consultando más que el lujo, las comodidades y la higiene”.
Manuel se quería expandir, y esa propiedad encajaba muy bien con sus proyectos. “Además, le gustó a la nona Angelina”, recuerda Oscar “Cacho” Cerutti, uno de sus nietos.
El nono Manuel caminaba la finca y supervisaba la vendimia. Almorzaba con la familia y, cuando se iba a dormir la siesta, Humberto, el hijo menor, ocupaba el lugar del padre y lo imitaba. Se acariciaba la panza, o hacía que se estiraba los bigotes. Los hermanos se reían sin parar de las morisquetas de “Umbertino”. Angelina bailaba la tarantela. Analfabeta y en medias lenguas mi bisabuela siempre pedía moneditas para los nietos. “Dammi i soldi e riccorda que todo i soldi que me darás nunca será suficiente. Jamás podrán pagarme toda la leche que me mamaron”, repetía.
Manuel organizaba las fiestas de fin de año en su casa nueva de Chacras de Coria. Envolvía con guirnaldas de luces el pino que él mismo había plantado en el centro del jardín. Quería la mesa tendida con manteles de hilo traídos de Italia. Más los platos de porcelana, las copas de cristal, los cubiertos de plata. A veces ponían la mesa en el jardín, otras en el centro del patio. Ochenta personas llegaron a sentarse a la mesa de Navidad de Manuel y Angelina. Mi bisabuelo compraba la cena en la Confitería Colón. Cosí no trabaca nesuno, decía en cocoliche. Brindaban con Pommery.
Los hijos de Manuel se fueron casando. Sólo Bautista hizo la fiesta en la Casa Grande, pero Josefina Cambiaghi, su esposa, no quiso quedarse en Chacras. Dijo: “Ni loca vivo en una casa donde hubo un suicidio”.
Arroz amarillo
El nono Manuel era un enamorado del risotto al azafrán. El arroz amarillo que, según mi abuela Josefina, había que comer el 1º de enero para que el año empezara poblado de oro y dinero, “biyuya”, como le decía mi abuela a la plata.
María, una de las hijas de Manuel, era la única que podía servirle la comida a su padre; también tenía que ayudarlo a ponerse la servilleta. La tía María debía estar parada al lado de Manuel mientras comía. Fue memorable el día que le sirvió el arroz pasado.
“Porco Dio, ma chi ha fatto questa schifezza?, gritaba (Puerco Dios, ¿quién hizo esta inmundicia?), mientras de a cucharadas tiraba el arroz en el patio de la Casa Grande. Pero, cuando il risotto era bueno, Manuel se metía la cuchara en la boca, miraba a lo lejos y exclamaba: “Mamma mia quanto è buono! Quest’è l’Italia” (¡Madre mía, qué rico! ¡Ésta es Italia!).
Manuel extrañaba su tierra. “Borgomanero è il mio paese!” [Borgomanero es mi pueblo], solía exclamar antes de irse a dormir. Mientras cruzaba el patio de la Casa Grande reía a carcajadas y lloraba al mismo tiempo.
El nono murió por insuficiencia cardíaca a los 79 años. Fue un gringo bravo, como se decía a sí mismo. De armas llevar bajo del poncho. Lo velaron en Coquimbito porque así lo había pedido. Hay quienes afirman que Angelina no fue al funeral; otros, que fue vestida de rojo y pasada de copas.
Hasta la muerte de Manuel, cuando los ocho hijos más la madre se enfrentaron para repartir los ¿bienes?, los problemas de la familia eran el granizo, si había venido o no el tomero (la persona que se encarga de distribuir el agua en las fincas), quiénes harían la vendimia, o que Victorio, ya casado, pasaba demasiadas horas fuera de la Casa Grande.
Paraíso
Poco antes de cumplir 68 años, Manuel se embarca en el Gran Expreso Giulio Cesare. Vuelve a Italia para el casamiento de su primo Luigi. Viaja con sus ángeles: Angelina, la esposa, y María Ángela, su hija. “Uuu…, Emanuele”, me dijo Giuseppina, la mujer de Luigi, cuando la conocí en Borgomanero en 1988. “Llegó con un sombrero de ala ancha. Contó su América. Que hacía vinos. Que tenía una Casa Grande y una finca de uvas riquísimas en un pueblito al pie de los Andes, más parecido a Italia que a Mendoza”.
Chacras de Coria era el lugar que elegían los productores de vino de principios del siglo XX para pasar las vacaciones de verano. Arbolado de plátanos, tilos y aromos, el pueblo tuvo su máxima expansión entre los años treinta y cincuenta del siglo XX, cuando los hijos de la burguesía del vino disfrutaron de vendimias acumuladas por padres y abuelos. Cabalgaban hasta el Pedemonte. Se largaban en patines del cerro Melón o se bañaban en los canales. Veían las últimas películas en el Gran Splendid. Tenían reservadas las primeras filas.
Casa Grande era el sol y los planetas eran la finca, la bodega, las viviendas de los contratistas y la Casita (la primera casa de Mazzolari). La Casa Grande tenía diez habitaciones, living comedor, cocina, comedor de diario, patio y galería. Sótano, jardín, pileta de natación, salón de juegos, gallinero, corral y lavadero de autos. La construyó un italiano que reprodujo el modelo de las ville pompeiane o mansiones pompeyanas antes de que el Vesubio derramara lava sobre Pompeya.
La planta de la Casa Grande seguía el modelo que habían elegido las nuevas burguesías del Imperio Romano tras el nacimiento de Jesús. Una casa de vacaciones con vista al Mediterráneo. Los jardines reproducían en menor escala los parques de terratenientes y aristócratas imperiales que los nuevos ricos imitaban.
Para griegos, persas y tribus latinas, el jardín era sagrado porque allí enterraban a sus ancestros. En Grecia los jardines eran abiertos. Cualquiera podía entrar y pasear entre árboles, bosquecitos, arroyitos o fuentes. Para los persas, el jardín era el paradeiso, que quiere decir recinto. A los hombres y a las mujeres del Mediterráneo les gustaba estar en el paraíso. Respirar el perfume de las plantas. Epicuro (341-270 a. de C.), que invitaba a sus discípulos a reflexionar entre higueras, vides y rosales, afirmó que “los bienes son para aquellos que saben disfrutarlos”.
Hasta que nuestro volcán estalló, hasta que las bestias se llevaron a Victorio, el paradeiso de la Casa Grande, incluidos su estanque para pececitos de colores y la estatua del angelito que Manuel mandó traer de Italia, imitaba un paisaje de colinas parecido al pueblo del nono. En más de un sentido, podría ser “El jardín de los Finzi-Contini-Cerutti”.
Piel
Los Cerutti llamaban la atención. Vivían en el corazón del pueblo. ¡Y en esa casa! Eran simpáticos y seductores, recuerdan los vecinos. Lindos. Soberbios y arrogantes. Gritones y nostálgicos de la gesta del nono Manuel y de una Italia que sólo algunos conocieron de adultos. Eran rubios con ojos celestes, verdes o miel, como gran parte de los italianos del centro y del norte de Italia que se establecieron en Mendoza. Decían que eran narigones por culpa de alguna caída.
A diferencia de otros vitivinicultores, sobrios y severos, los Cerutti eran más de piel. Sanguíneos. Tomábamos vino desde chiquitos, en vasitos de plástico con pajita incorporada. Agua o soda con una gotita de tinto. Comían delicias que preparaban las mujeres bajo la dirección de Josefina. Organizaban fiestas inolvidables y descorchaban champagne.
La Casa Grande
Ahora el frente de la Casa Grande está pintado de blanco y marrón arena, pero lo conocí con ladrillo a la vista. La puerta, que fue portón, es de roble y tiene cuatro hojas. Fue portón porque en tiempos de Mazzolari por ahí entraban con los caballos. El nono Manuel, en cambio, entraba con los autos. Josefina nunca lo permitió. Ni autos ni caballos. Es cosa de indios, afirmaba.
Encima de la puerta hay una meridiana, como se dice en italiano. Es un reloj de sol de catorce gajos de vidrios de colores. Rojo, ámbar, verde y azul. Más arriba, un racimo de uvas como escudo. Los inmigrantes fundaron linajes vitivinícolas italianos fuera de Italia con sus modos de hacer con la tierra, campesino y cotidiano. Nos legaron sabores, perfumes, texturas, paisajes. Estilos de vinos y comidas. Formas de querer y de no querer.
Hacia la izquierda, el portón. Siempre tuvo ese cartel que decía “Prohibida la pasada…” Mucho tiempo después de la tristeza que nos envolvió como un tornado de viento Zonda, mientras caminaba por mi Casa Grande, encontré el cartel tirado entre yuyos. Lo conservé algunos años en Buenos Aires hasta que fue hora de tirarlo.
A la Casa Grande se entraba por cualquier parte. Los que no eran de la familia tocaban el timbre, pero como se rompía seguido, usaban el aldabón de bronce que todavía cuelga a la derecha de la puerta. Sordo y metálico, el golpe retumbaba en la galería. La Casa Grande no se cerraba con llave ni siquiera de noche.
Miro y huelo la Casa Grande por la ranura del buzón siempre que voy a Chacras de Coria. Cuero y encierro, el mismo de entonces.
“No hay lazo que no se corte, ni tiento que no se gaste”, leíamos en un cuadrito con gauchos que había en el vestíbulo. A la izquierda, el living. Enorme, con estufa a leña y piso de pinotea. Una puerta llevaba al zaguán donde nos sentábamos con Josefina los atardeceres de verano. Debajo del parral de uvas negras y blancas. Pero un día mi abuela dijo “basta de zaguán, vamos al jardín”. Horacio, su hijo mayor, no quería que le comiéramos esas uvas deliciosas.
A la derecha de la Casa Grande estaban las oficinas de la Viñedos y Bodega Victorio Cerutti que olían a grafito. Allí fuimos bodegueros mientras el nono Manuel nos miraba desde un cuadro. Teníamos escritorios de roble con secreter y alzada. Sillones giratorios, papeles con membrete.
Seguía la ropería, donde guardábamos los disfraces. Tres habitaciones más, la pieza de las empleadas, el baño y la cocina. Durante los inviernos jugábamos en la galería de baldosas calcáreas de colores. Teníamos teatro de títeres y casa de muñecas.
Aunque Josefina no estuviera, la galería tenía que brillar. La experta era Ingrid, la esposa de Horacio. Encendía el combinado, apoyaba la púa en el disco y el “Danubio Azul” de Johann Strauss sonaba desde el corazón de la Casa Grande.
Ingrid, que hubiera querido ser bailarina clásica, silbaba y bailaba con el mechudo, como le decía al lampazo. Bailaba y barría y hacía brillar las baldosas de Josefina como si fuera Sissi emperatriz en un baile de gala. O Cenicienta.
Con la última nota, un pas de deux hasta la lata con kerosene. Sumergía su partenaire y a cocinar. Mi tía preferida hacía la masa del strudel de manzana con el mismo amor con el que nos abrazaba. Ingrid quería que comiéramos rico y sano.
Pegado al living, el sótano. Las puertas eran pesadísimas. En los respiradores enrejados los varones jugaban a las bolitas. Los más chicos teníamos prohibido bajar solos al sótano. Olía a humus, tierra, humedad y vino. Guardaba cosas viejas, un mecano alemán y los autitos italianos que Coco le había traído de Europa a Carlos Alberto, “Cabito”, el segundo hijo de Horacio. Pero cuando mi padre volvió, supo que su sobrinito había muerto de falso crup una noche de mucho frío. “Se demoraron en hacerle la traqueotomía para que pudiera respirar, si no se hubiera salvado”, cuenta Mónica. Se ahogó en la pieza donde se suicidó Mazzolari. La misma en que me hicieron mis padres.
Nadie nombraba a Cabito. Como yo quería conocerlo, si veía una foto que podía ser suya, preguntaba: “¿Este es ‘el nene’?”. La respuesta a mi pregunta era el silencio. Mi primito muerto había perdido el nombre. Me enteré de que le decían Cabito muchos años después, cuando entrevisté a unos parientes de mi tía. “La culpa fue de Ingrid. No lo supo cuidar. Los dinamarqueses son brutos”, se animó a decir Josefina.
En el sótano quedaron, además, los libros que mi abuela arrumbó cuando empezaron a nacer sus hijos. Una Gramática latina y dos de Ricardo Rojas. Con los hijos se acabaron los libros, le dijo Victorio a Josefina. Mi abuela aceptó, pero seguro que le dolió en el alma.