Fotos: BAIFFF 2016
Tiene lugar en Buenos Aires, el 4, 5 y 6 de abril, un festival de fashion films, que uno sospecha realizado a medida de aquella gente, y sabe Dior si la hay a montones, que no resiste ver películas en las que no se produzcan cambios de vestuario de una escena a la siguiente. Un inevitable acrónimo, BAIFFF, confiere al evento, con la inflexión frívola de sus F trillizas, el tono liviano y brillante, el chisporroteo, el frou frou, que el público en general espera de todo suceso asociado a la moda.
Este año ya en su segunda edición, el BAIFFF, se presenta, sin falsa modestia, como el primero de su categoría en Argentina y en Latinoamérica. La búsqueda en Google de ‘fashion film festivals around the world’ arroja en cuarto lugar el enlace a su sitio, detrás de los de Milán, La Jolla y Bokeh, en Sudáfrica, seguido por los de Lahore, Londres, Canadá y Miami, todos ellos en la primera página, mientras que en la siguiente asoman sendos eventos similares en Santiago de Chile y Australia.
Que se trate, como prueba la respuesta del buscador, de un fenómeno global y no de la apremiada iniciativa de algunos modadictos locales, siempre ávidos, como es notorio, de nueva, inédita mercadería, no dejará de sorprender a quienes hasta aquí ignoraban no solo la existencia de tanto festival sino también la de los fashion films mismos.
(Consulto el programa del festival. Los títulos me convencen de ver los films de a uno a la vez. Son 31. Visto el primero, de inusitada violencia, me doy reiki.)
Si bien su traducción literal es ‘películas de moda’, la fórmula no alude, como podría pensarse, a ciertas producciones cinematográficas aparecidas en años recientes, de formatos tradicionales y diversos, como Coco antes de Chanel (que tira a drama), El diablo viste de Prada (suerte de comedia), o la consternante Zoolander, un parodia de inmenso suceso. Todas ellas ofrecen como valor agregado de entretenimiento la fotogenia, el glamour y las eventuales peculiaridades del mundo de la moda, pero no son fashion films. Son the real thing.
Los fashion films, en cambio, son productos pensados, financiados y realizados por las marcas de moda mismas, como parte de su estrategia publicitaria. Y dentro del presupuesto correspondiente, responden a la necesidad imperiosa de la industria de la indumentaria de adaptarse a las transformaciones impuestas en la comunicación por el tsunami cibernético.
Paradójicamente, el negocio de la moda, cuya manifiesta razón de ser es la innovación, fuera de su área de competencia, i.e. los trapos, tiende a mostrarse más bien conservador, reacio a los cambios y lento a la hora de implementarlos. Tanto las grandes marcas como los diseñadores de punta, al igual que la prensa en todos sus matices, demoraron, ya entrado el milenio, unas cuantas temporadas en desembarcar en las redes, donde incluso los habían precedido sus propios fanáticos, los fashionistas puros y duros, tan al tanto de electrónica como de pilchas. Ellos ya mantenían, como altares, sitios y foros dedicados a todos los sujetos de moda imaginables.
A más de dos décadas de la eclosión, en 1981, de ese agente transformador que fue MTV, y aprovechando el vasto espacio abierto por YouTube, los fashion films aparecieron como un intento de actualizar el repertorio de imágenes de la moda, siguiendo la matriz de los videos musicales, vehículos inigualables para la miríada de estilos y personalidades del rock y del pop, que hicieron del medio televisivo un espacio cómplice, inmediato y caliente.
(Deberían reservar un premio a la pretensión para los fashion films hispano-americanos. La pugna sería encarnizada. Pero, sorpresa, finalmente the winner is uno estadounidense, Time, de Floria Sigismondi que en menos de dos minutos enfila, en voz off, una notable cantidad de lugares comunes sobre el Tiempo con mayúscula. De moda, ni un reloj de pulsera.)
Tardíos continuadores del modelo exitoso y, al día de hoy, aún eficaz, de los music videos, los fashions films se ven condicionados, en su esencia y en la forma, por requisitos comerciales estrictos. De hecho, hay un público escéptico e inmune a los encantos de la moda filmada, que ve en ellos nada más que publicidades demasiado prolongadas. Y es cierto que el imperativo de mostrar y dejar registrada una cierta cantidad de prendas y de accesorios entorpece la fluidez de los posibles relatos e incluso la continuidad visual. Abundan y resultan incongruos los primeros planos de pies excelentemente calzados o de manos, pulsos y cuellos notoriamente enjoyados. O bien los varios personajes que parecen tener como una suerte de gran afecto común hacia los anteojos de sol en toda ocasión; o la cámara que se obstina a mostrarnos a esos mismos personajes de la cabeza a los pies y desde todos los ángulos posibles, con cada nuevo modelo que lucen. Falta cine, sobra moda. Lo que desfila en la pantalla son las típicas secciones y secuencias de una revista del oficio a las que se dotó de movimiento. Pero la pose que resulta cautivante ante la lente del fotógrafo se vuelve artificiosa cuando la graba la cámara video. Posar para una foto de moda no demanda conocimientos particulares ni aprendizajes o ensayos. Basta tener el físico apropiado, es decir, tener el sentido de la propia presencia y mantener una expresión neutra – del suministro de emociones se ocupa quien mira. Todo lo contrario, de hecho, de la película, que busca activar continuas impresiones, respuestas sensibles, en el espectador.
(Mucho cuenco tibetano con distorsión electrónica y acto seguido un rap en la banda sonora. Mucho blanco y negro inquietante, cargado de sentido. Muchas contorsiones solitarias haciéndose pasar por danza contemporánea. Todo ello en un mismo filmetto, Sistema, de Eugenio Recuenco Para GQ Magazine – España).
En el mundo de la moda, el paso de la era del papel sirvió de test para distinguir a los tradicionalistas de los innovadores – o para confirmar diferenciaciones ya establecidas de hace tiempo. De un lado, las grandes marcas y la prensa especializada que abordan las nuevas plataformas de comunicación con esquemas culturales caducos, creyendo o queriendo creer que para entrar al futuro basta con cambiar los aspectos formales -darle un sesgo militante al traje sastre, poner a Miley Cyrus en tapa con una tipografía sugerida por los chicos de la familia-.
Del otro lado, encontramos diseñadores de punta, marcas jóvenes, emprendimientos grupales, nuevas formas de información, comunicación y opinión, sitios y revistas exclusivamente virtuales, interesados y comprometidos en cambios conceptuales –moda sustentable, equidad social y cultural, feminismo y reconocimiento de las diversidades- dedicados a rediseñar el presente.
Para los primeros, el medio fílmico ocupaba hasta hace un lustro un espacio muy bien delimitado dentro de sus planes comerciales: eran los treinta segundos de los spots de sus perfumes y de sus cosméticos, una inversión importante en el área de lejos más lucrativa del negocio y, en tono menor, las grabaciones en video de los desfiles de las colecciones de alta costura y/o de prêt-à-porter, difundidas luego en bucle desde unas pocas pantallas diseminadas por los salones de las maisons, en las boutiques, en las grandes tiendas y en los shopping malls. Un circuito sumamente confidencial en parangón con las multitudes que hoy circulan, invisibles pero concretas, por las redes de Internet. Para los innovadores, los intercambios y las intervenciones en las redes, tal como el manejo ingenioso de la imagen electrónica son gestos cotidianos, inscriptos en la vida y en la labor profesional.
Lógicamente, la dicotomía se prolonga en los enfoques claramente opuestos con respecto a la función, los contenidos y la estética de los fashion films.
(Para señalar, finalmente: Action Women de Kathryn Ferguson para Nike & I-D Magazine – Gran Bretaña. Deportistas campeonas rusas, el sabor de la lengua. Cuerpos en equilibrio, historias de vida. Y la funcionalidad alegre de la ropa deportiva, que debería ser gratis.)
De los tantos formatos cinematográficos practicados por los hacedores de fashion films, el preferido es, sin duda, la narración clásica, de suceso seguro, reducida, claro está, a las dimensiones de un cortometraje – con énfasis en ‘corto’. Disponiendo, a apenas un click de mouse, de decenas de miles de obras de la historia del séptimo arte, estos divertissements usan y abusan, discreta o alevosamente, de tramas y situaciones tomadas de películas cómicas o policiales o de terror o de ciencia ficción – infiltrando en todo ello, la manoseada pero ineludible imaginería erótica sin la cual nuestra época no se reconocería a sí misma.
Esta opción del relato es de doble filo, pues no tolera amateurismos; implica un guión si no sólido al menos medianamente sensato, intérpretes creíbles, y una confección impecable, ya que las formas breves no toleran defectos.También exige medios considerables, a menos de poseer una imaginación desbordante y la mejor voluntad del mundo. Todas consideraciones, lamento informar, que no han tenido en cuenta las muchas producciones en competición en el BAIFFF que eligieron esta vía.
(Otra buena sorpresa: Noumenon. de Ed Braun & Justo Dell Acqua para JT – Argentina. Destinado a ser visto en Internet, un álbum de imágenes como extraídas de Internet. Del uso placentero del lenguaje digital. Y como un cielo sonoro que se agita y se calma, la música de Mate Yaya.)
No es función de la publicidad ir al encuentro de la realidad de la gente, y mucho menos de la publicidad de la moda oficial. Su negocio es, al fin y al cabo, el vender lujo, que es sinónimo, para los más, de ficción pura. Lo que la moda va a ofrecer, entonces, en sus fashion films son versiones de lujo de las ficciones a través de las cuales la gente escapa de sus realidades. El público medio debe sentir que la fantasía puede ser real y a la vez saberla inasequible. Los fashion films de la moda oficial satisfacen a sus clientes ricos, que al verse reflejados en ellos se encuentran cool, y a la vez capturan un público numeroso, en gran parte indiferente a la moda, pero ansioso por que le cuenten cuentos de colores, sobre todo si los interpreta gente atractiva de acento vagamente alto-burgués y absurdamente bien vestida, o bien desvestida, llegado el momento.
El arquetipo de esta variedad de pequeños films de charme bien podrían ser los que, desde hace ya varios años, realiza el über-célebre modisto Karl Lagerfeld, para la maison Chanel, donde ostenta el título de director artístico. Con la concisión narrativa de las historietas y una inclinación decidida por las atmósferas retro, en el debido blanco y negro aunque sin nostalgia, ha ido recomponiendo, en entregas, la vida de su predecesora, Coco Chanel, encarnada, en sus sucesivas edades, por Keira Knightley, Kirsten Stewart y Geraldine Chaplin. Como presentación de las colecciones, en cambio, imagina episodios mundanos, en los decorados de una vida europea de un chic extremo que hoy la historia va esfumando, registrada con la misma perfección formal, la pátina, el acabado, y la misma destreza que pone en sus vestidos. Sospecho que miro estas fantasías karlistas con los ojos que llevaba en Europa.
(¿Pero hay un futuro para el pasado en una sociedad que detesta la memoria? ¿Y vale la pena todavía divulgar la diferencia entre el buen artificio y la mala naturalidad, la moda excelente y el arte de cuarta, cuando el kitsch avanza, pulverizando las categorías del gusto?)
Más mirada europea: la joya más radiante, por prestigio y glamour histórico, ya que no por volumen, de la corona del más grande conglomerado de lujo L.V.M.H, que agrupa más de cincuenta compañías de moda y accesorios, perfumes y cosméticos, joyería y relojes, vinos y licores, y tiendas de prestigio, es la marca Dior. En los años noventa una de sus entonces nuevas carteras, objeto de deseo que supo llamarse Chouchou, fue oficialmente rebautizada Lady Dior cuando, colgada del brazo de la celebérrima Lady Diana Spencer, princesa de Gales, accedió al status de fetiche del consumismo de alto vuelo. En los dos años sucesivos se vendieron doscientos mil ejemplares. ( El precio actual del mismo modelo, en cuero acolchado, es de 4.100 dólares ).
Así la Lady Dior devino lo que el mundo de la moda llama, sin miedo a la hipérbole, un objeto icónico, circunstancia que la casa Dior encontró oportuno enfatizar con una potente campaña publicitaria. Fue en 2008. Para ‘ser la cara’ de la campaña fue contratada Marion Cotillard, la actriz francesa que venía de obtener un Oscar por su actuación en el rol de Edith Piaf en La Vie en Rose. El director de aquel triunfo, Olivier Dahan, la dirigió en París, en Lady Noire Affair, el primero de una secuencia de cortometrajes destinados a ser difundidos en las redes. Fueron convocados, luego, David Lynch ( Lady Blues Shanghai), Jonas Akerlund, (Lady Rouge New York), y John Cameron Mitchell, (Lady Grey London y L.A.dy Dior, una visión cómica de Hollywood). En ese espacio intemediario, ambiguo, en que surgen, entre comercio y arte, y por la gracia con que esquivan y superan las trampas del culto de la celebridad y de la riqueza, todos los capítulos de la serie, inteligentes, refinados, románticos o rockeros, deliciosos como pâtisseries visuales, intrigantes y emotivos, representan lo más honesto, para los talentos implicados, y lo más gratificante, para los sentidos y la inteligencia del público, que se pueda esperar de un fashion film. El verdadero lujo es la fantasía.
(¿El verdadero lujo es la fantasía ? La calle lo confirma. Uniformada y severa hacia las individualidades manifiestas. Aferrado cada cual a los códigos que confirman su pertenencia a una clase, un clan, un club; clonados, en suma, por elección propia).
Y el verdadero privilegio es obtener los medios de expresarla.
A años luz de las golosinas para la mirada superproducidas por Dior o Chanel, hay fashion films que nos llegan como noticias que nuestra época se envía a sí misma, anticipándose a un futuro que para algunos ya está aquí.
Otro participante del BAIFFF 2016, He She Me, de Kathryn Ferguson and Alex Turvey, representa los logros y las aspiraciones de los innovadores de la moda. Para tratar el tema de los géneros en estado de fluidez, el film fusiona sin fallas ropa, música, performance y danza. Fue patrocinado por Selfridges, la cadena inglesa de grandes tiendas de alta gama, como promoción, en 2015, de su proyecto Agender, un pop up, un espacio temporario de tres pisos en la casa central de Londres, que ofrecía ropa sin género asignado, válida por igual para mujeres y hombres y para todo el arco de gente en transición, situada bien más allá de la opción binaria.
El video encapsula, en una sola toma ininterrumpida, el recorrido de la modelo, actriz y activista trans Hari Nef a través de un espacio poblado por performers de edades, etnias, formatos y estados de género diversos, que se deslizan, se desplazan y encadenan actuaciones conforme a una intrincada coreografía con mucho de voguing de Ryan Heffington, sobre una canción, poderosa, que da título al film y sirve de manifiesto. De y por Devonté Hynes a dos voces con Neneh Cherry, su estribillo dice: “And she is he, and he is me / And she is me/ And he is free, and so is she / And so are we”. El elenco viste prendas de un mix de marcas vanguardistas , como Nicopanda, Anne Demeulemeester, Bodymap, Comme Des Garçons, Dries Van Noten, Rad Hourani, Nasir Mazhar, o Hood by Air. Si no has de ver más que un solo fashion film este año, que sea éste.
(La moda refleja, inmediata y múltiple, los humores sociales, las disidencias y los conformismos. Las mayorías son conformistas; la moda, en consecuencia, atrasa terriblemente. Ropa de hombre, de mujer. Gusto de negro. Pinta de puto. Pero llega el día en que sus hijos se visten como los putos y se cortan el pelo como los negros.)
Uno no advierte que los videos de moda estén por dar el gran salto hacia adelante. La casi superstición que existe, entre los hacedores, en torno a la necesidad de un relato limita la expansión creativa. Resulta sorprendente que no haya un vuelco hacia la experimentación digital, hacia la reelaboración de films en computadora y la generación, por esa vía, de imágenes nuevas, mixtas, sorprendentes.
Entre las marcas jóvenes, en los espacios alternativos, los videos-espectáculo, que revelan y fijan la identidad estética de la marca, sirven también para reemplazar la gastada y costosa tradición del desfile, incómoda para todos los involucrados. Los compradores acceden al film con un click, eligen en línea y pueden confirmar la operación con un visita al showroom. Si la tendencia se afirmara, significaría un cambio importante en el (dis)funcionamiento del sistema comercial de la moda.
En una perspectiva optimista, el género, si es que es tal, debería perdurar como una de las expresiónes creativas de un necesario mestizaje de disciplinas culturales – músicas y atuendos, danzas y ornamentos, teatros y trajes, fiestas y máscaras - en un tiempo y espacio liberados de la perversión del consumismo.
O bien, si el cielo se nubla feo y la falsa celebración consumista se prolonga inexorablemente, los fashion films prosperarán en las redes, disciplinados de acuerdo a los parámetros del gusto mayoritario, a fuerza de clicks sobre Me Gusta. Después de todo, los acostumbrados estudios previsionales indican que en pocos años los videos de todo tipo y de cualquier traza – la matinée literaria, el discurso sindical, el autorretrato porno, la clase de mandarín, todas las horas de todas las cadenas de televisión del globo, el asesinato del vecino, el ascenso al último piso de la Torre Eiffel, y el desfile con que Giorgio Armani celebre sus 90 años - serán el principal material en circulación por las redes.
Se verá.
Entretanto, por el goce que da y por el juego que abre, hay que comenzar ver los fashion films en sentido inverso, del final al inicio. Y así de anuncios pagos pasarán a ser fábulas.