En sus infinitas derivas, la realidad se empeña en no dejar de sorprender. Viralizado el virus de la noticia con repercusiones en el mundo entero, vino a mí una pequeña anécdota vinculada a ella. El hecho ocurrió cuando el siglo XXI echaba a andar y el 2001 agonizaba en nuestro país presagiando el Apocalipsis más temido que tuvo como protagonistas a los mismos que ahora nos representan y por víctimas a muchos de quienes ayudaron a instalarlos allí (la amnesia es una enfermedad sin retorno, se sabe; o bien, “neurosis de destino” la llamó el gran Segismundo: compulsión a la repetición).
Por entonces me encontraba en Panamá, lejos de cualquier sueño off-shore, en Bocas del Toro. Allí, donde Colón en su cuarto viaje creyó haber dado con el Edén, un simpático grupo de jóvenes muy bien aprovisionados de reservas alcohólicas homenajeaban con fervor a Epicuro. Eran profesionales formados en universidades norteamericanas: el futuro se les abría como una flor y se regalaban ese pequeño festejo.
En un momento, uno de ellos me preguntó de dónde venía. Al saberlo, mostró su alegría: “Soy abogado y trabajo en un bufete con mi padre, derecho comercial, y tenemos muchos clientes en el Río de la Plata”. Como suele ocurrir en países pequeños, citó algunos apellidos en la creencia que todos nos conocíamos. En efecto: los conocía todos (una nueva casualidad: muchos de esos apellidos hoy vuelven a ser públicos).
Cuando me preguntó si también hablaba con un colega, temí defraudarlo. Pero mi amable acompañante volvió a mostrarse tan sorprendido como eufórico: “¡Mi tío también es escritor! Claro que antes es abogado: el mejor que existe en nuestra especialidad”. Es preciso aclarar que para ser escritor en Panamá (una profesión tan extraña como acupunturista de hormigas o constructor de iglúes), antes hay que ostentar un título digno: escribano, ingeniero, proctólogo o radioaficionado, para después sí, ejercer el hobby con propiedad. Quise saber quién era su tío y al conocer el nombre, le dije que tenía agendado un encuentro con él un par de días después. La noticia dio lugar a nuevos brindis. Me pidió que le dejara sus saludos.
En Panamá City no hay calles. Bueno, las hay, pero muchas no tienen nombre. La ubicación se da por un punto de referencia. Cuando subí al taxi compartido, le indiqué al chofer: “Voy al despacho del Sr. Fonseca”. No hizo falta más. Me dejó ante un gran edificio, custodiado por fuerzas invisibles. En la puerta del estudio que anunciaba su nombre, se acumulaban una serie de topónimos donde el abogado-escritor tenía representaciones: “Bahamas – Caymán – Islas Vírgenes – Abu Dhabi – Bahrein – Liechtenstein – Luxemburgo…”. Me gusta la geografía, pero intuí que el común denominador de esos lugares no obedecía a ningún criterio ligado a la disciplina.
Ramón Fonseca, en aquel momento, era una mezcla entre galán maduro y ejecutivo exitoso. Elegante (quise creer que su traje era Armani, aunque en mi vida pude distinguir uno) y amable, se veía como el sueño de cualquier suegra. Hablamos de cuestiones literarias, aunque todo circulaba por un ligero viento anacrónico: se ocupó de exaltar a Sábato y Mallea; no Borges, “algo enrevesado”; ni tampoco Cortázar, “algo vanguardista”. De allí para adelante lo desconocía todo. La literatura se había detenido medio siglo atrás.
Llegado el mediodía invitó un almuerzo. Ante una intimidante langosta Termidor seguimos discurriendo por temas literarios (yo estaba genuinamente interesado en algunos escritores de su país y América Central), hasta que luego de la tercera copa de un exquisito carmenere chileno, el buen Ramón comenzó a confesarse.
Estaba separado, aunque sostenía muy buenos términos con su ex mujer (“a fin de cuentas la madre de mis hijos”, agregó con criterio). Los hijos eran dos, una parejita a punto de ingresar en la adolescencia, y en honor a la pasión que ataba su paternidad, decidió hacer un voto de castidad hasta que ellos fueran mayores de edad. Este dato, exhibido con orgullo, debió alertarme de algo, pero quizá por el carmenere o los topónimos, no lo registré de inmediato. Ramón Fonseca contaba también con una “casita de fin de semana” (un “condo”) en la isla de Taboga, donde Gauguin hizo una pausa antes de seguir a Tahití. Había terminado de acondicionarla con muebles traídos de Polinesia y me ofreció visitarla. Agradecí, pero mantuve distancia. Entonces vino el embate final.
“Mira, las cosas son así”, dijo. “Todo lo que he hecho en mi vida hasta el momento ha sido exitoso. Mi matrimonio quizá no funcionó como debía, pero tuve la mujer que quise, la más maravillosa que pude encontrar.
Profesionalmente no puedo pedir más: el futuro de mi descendencia está asegurado por varias generaciones. Y sin embargo aún ambiciono algo más”. Cuando pregunté qué podía ser, Ramón Fonseca hizo un silencio antes declarar solemne: “Quiero ser García Márquez”. A la langosta, me pareció, le temblaron las tenazas. Intenté explicar que, si bien su deseo era muy loable, resultaba difícil convertirse ya no en un clon de Gabo, sino incluso imitar su estética. Entonces me detuvo. “Disculpa, creo que no me he expresado bien. No es que quiero ser él: quiero ser Premio Nobel. Todo el resto ya lo tengo. Me falta la trascendencia”.
Lo planteó como un paso más, natural en su camino. Podría haber aspirado a instalar una granja de pollos inmortales en Neptuno o descubrir la fuente de la eterna juventud, daba igual. Se lo planteaba como el alquimista de Balzac de “En busca de lo absoluto”. Un par de años después, supe de un editor que estaba luchando infructuosamente con otra de sus novelas y no mucho más. Aún conservo algunos títulos de su autoría, como “La ventana abierta” y “La isla de las iguanas”, generosamente dedicados.
Aunque la ficción evidentemente no era lo suyo. Ayer volví a encontrar su nombre. A Ramón Fonseca, por fin, le llegó la trascendencia.