Desde el 18 de enero está en el aire La Leona, de lunes a jueves a las 22.45, protagonizada por Nancy Duplaá y Pablo Echarri –en pareja hace quince años–, y producida por El Árbol y Telefé. Los capítulos de la telenovela, escrita por Pablo Lago y Susana Cardozo, ya fueron grabados y su estreno, demorado por los vaivenes de la grilla televisiva, finalmente ha ocurrido en el contexto de los primeros cien días del gobierno de Cambiemos. La actual escena de recepción, entonces, ha activado discusiones que siguen la impronta de la “batalla cultural”, al proyectar ciertos antagonismos entre la telenovela de Telefé, protagonizada por actores afines al Frente para la Victoria, y Los ricos no piden permiso, emitida por canal Trece del Grupo Clarín. La discusión, inédita para una tira diaria, incluye columnas de debate en La Izquierda Diario, el apoyo elogioso de la Red Textil Cooperativa y un boicot armado desde las redes sociales #DecileNoALaNovelaLaLeona –que fue repudiado hasta por el propio presidente de la Nación, quien les deseó “suerte” en el estreno–. La lectura de las “dos Argentinas” en estas ficciones pareciera obviar un dato fundamental: la productora El Árbol es liderada por Pablo Echarri junto al también actor Martín Seefeld, amigo de Mauricio Macri desde hace treinta años, afín al PRO, y uno de los candidatos que circuló para dirigir TV Pública y Radio Nacional. Más aún, cualquier discusión “partidaria” sobre La Leona invita a enmarcarse antes en una lectura más amplia sobre trabajo y sexualidad: ¿De qué modos fue cambiando la construcción social de la mujer para mirar a una trabajadora como “leona”? ¿En qué medida las ficciones experimentan y tensionan los imaginarios socio-sexuales en la Argentina del siglo XXI?
El primer capítulo de La Leona comienza con un relato en off, en la voz de la protagonista María Leone (Nancy Duplaá): un inmigrante, de ideas socialistas, llegó a la Argentina a comienzos de siglo y fundó una fábrica textil, motor del barrio La Hilada. Los padres de María se conocieron en esa fábrica y ella misma nació allí. Cuarenta años después, María trabaja como costurera en la textil, es madre soltera y mantiene a su familia porque su marido –y padre de su segundo hijo– no tiene trabajo. Cuando el actual dueño (Miguel Ángel Solá) contrata a Franco Uribe (Pablo Echarri) para cranear una quiebra fraudulenta, María emerge como líder en la lucha por los puestos de trabajo. En particular, los capítulos de los últimos días han mostrado la inesperada muerte de Pedro Leone (Hugo Arana), tras ser despedido después de trabajar cuarenta años en la textil, y cómo su hija organiza la toma de la fábrica para honrar su memoria y defender a sus compañeros. Se sabe que la televisión no muestra la realidad, aunque sí exhibe pistas de la relación que se establece con ella.
La Leona no cuenta una historia “real” sino que condensa un estado de la imaginación pública, incluso alterando sus contextos –¿qué operaria dice tres veces al día la palabra “dignidad”?– o forzando sus fechas –¿cuántos años tendrían los personajes si hubieran trabajado en la fábrica en los años del primer peronismo?–.
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Historias de leonas. En la década de 1920, después de la “Gran Guerra”, y durante los inicios de la radiofonía en Estados Unidos, las industrias necesitaban expandir sus consumidores. Mientras los varones leían los periódicos y viajaban a las oficinas, ¿quiénes podían escuchar la radio por la mañana? Las amas de casa. En este contexto, surgió el dispositivo que revolucionó el modo de entender la feminidad y la familia en el siglo XX: las “soap operas”. La empresa de artículos de limpieza Procter & Gamble patrocinó un radioteatro diario y allí se remonta el origen de las “soap”; literalmente, se trataba de historias pensadas para vender jabón a las mujeres. En esos mismos años del nacimiento del género, Estados Unidos debatía el sufragio femenino: el 26 de agosto de 1920, la enmienda 19 a la Constitución permitió que todas las mujeres estadounidenses –a excepción de las afroamericanas– pudieran votar. Este vínculo inaugural entre capitalismo y emoción, atravesando los cánones del Estado, moldeó las características de las “soap”: ficciones seriadas, dosis de drama y romance, ambivalencia entre producción de ideales heteronormativos y formas –habilitadas en cada época– de empowerment. Con el impacto de la industria de la televisión, las historias adquirieron nuevas modulaciones en la pantalla, como lo atestiguaron Faraway Hill, Dallas y Dynasty, entre otras.
Decir que la “telenovela” es la traducción de la “soap opera” es una imprecisión mucho más que lingüística: Latinoamérica no sólo tradujo el formato sino que lo recreó, lo plebeyizó y lo torsionó contra sus formas. En especial en el caso argentino, el esplendor del radioteatro y las primeras telenovelas se enlazaron con los años del peronismo –la primera imagen que los argentinos vieron por televisión fue la de Eva Perón, en un acto del 1° de mayo de 1951–, caracterizadas por una producción artesanal. Los años setenta impusieron un cambio en el género, con su industrialización. Dos telenovelas escritas por Alberto Migré marcaron hitos: Rolando Rivas, taxista (1972-1973) y Piel naranja (1975); sobre todo la relación extramatrimonial en Piel naranja amplió el límite de lo posible en la cama para una mujer. Después, la dictadura militar aplacó la producción novelada y recién en 1984, en tiempos de recuperación democrática, fue posible una ficción como Amo y señor, considerada la “telenovela del destape”, con escenas eróticas y violentas, que sacudieron la moral sexual de la época.
Los años noventa se caracterizaron por telenovelas en coproducción con empresas internacionales, para ser vendidas en mercados externos, según analiza Nora Mazziotti en su artículo La telenovela trasnacional. Así, producciones como las de Alejandro Romay o Raúl Lecouna mostraban a los protagonistas tratándose de “tú”, mientras escenificaban la tensión del rol femenino durante la postdictadura. En 1999, la irrupción de la telenovela Gasoleros, ideada por Pol-ka, la productora de Adrián Suar, marcó una nueva ruptura en el género, con un regreso al costumbrismo de la mano de la “telecomedia”, y con una taxista como cabeza de familia. Tras la crisis de 2001, surgió una nueva forma de hacer telenovela al combinar una estética “moderna” y una temática “social”. La ficción ejemplar fue Resistiré (2003), que abordaba el mercado ilegal de la sangre. Le siguieron Montecristo (2006), atravesada por la última dictadura militar; Vidas Robadas (2008), sobre la problemática de la trata de personas; y El elegido (2011), que interpelaba la venta de tierras de pueblos originarios. Si bien estas cuatro telenovelas fueron emitidas por la pantalla de Telefé, el antecedente pionero de estas sagas fue 099 Central (2002), producida por Pol-ka y protagonizada también por Nancy Duplaá, al incorporar, por primera vez en una tira diaria, la apropiación de menores durante la última dictadura militar.
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De la costurerita a la operaria textil. En el artículo La mujer trabajadora en el siglo XIX, Joan Scott propone que, tras la Revolución industrial, emergió la “ideología de la domesticidad” como un discurso que, ideologizando las diferencias “naturales”, institucionalizó la división sexual del trabajo: el varón debe ocuparse de la producción en el ámbito público y la mujer debe ocuparse de la reproducción en el espacio doméstico. En efecto, los últimos doscientos años pueden leerse a partir de dos ejes: los modos en que las sociedades industrializadas alentaron y tensionaron esta matriz, y las formas en que los feminismos disputaron el ingreso de la mujer al trabajo remunerado –o aún lo disputan, en el caso del trabajo doméstico o sexual–. En la Argentina, un famoso poema de Evaristo Carriego, “La costurerita que dio aquel mal paso” (1913), ha cristalizado algunas de estas tensiones, al fundar como opuestas la virtud y la circulación en el ámbito público. De este modo, la figura de la mujer que cose –de la “costurerita”– ha operado como una fuerte construcción social porque se inscribió en una red de pinturas, escritos, tangos y publicidades que mostraron el peligro de la “caída” acechando a las mujeres que se alejaban del “ideal doméstico”.
En el libro Historia de las trabajadoras en la Argentina (1869-1960), Mirta Lobato precisa un quiebre en este ciclo y el acceso de las mujeres a la vida política: “El peronismo produjo una ruptura relevante en las formas de representar el trabajo femenino y aunque es cierto que buena parte de su discurso político promovía la importancia de la mujer en el hogar, en la práctica otorgó poderosos impulsos a la participación gremial y política. Las mujeres trabajadoras y la dignidad del trabajo se expresaban a través de la belleza que entronizaron cuando cada 1° de mayo elegían a la Reina Nacional del Trabajo”.
Aunque los flujos socio-históricos de la segunda mitad del siglo XX han inscrito otras formas de la feminidad, los imaginarios fundacionales todavía impregnan las tensiones de la mujer que sale de su casa. En efecto, entre el “mal paso” de la costurerita, en 1913, y la operaria textil sindicalizada de La Leona, en 2016, puede trazarse un archivo blando de costureras, que también debe incluir la experiencia Brukman y los talleres “clandestinos” –ambos abordados en La razón neoliberal, de Verónica Gago–. Desde este anclaje, La Leona abre una serie de nuevos interrogantes: ¿Cuáles son las implicancias de una protagonista obrera, que le dice al Licenciado en Recursos Humanos “te cogería ahora mismo” en el segundo capítulo? ¿Cómo se resignifica el eslogan “mujer bonita es la que lucha” cuando la líder de los trabajadores de La Hilada ironiza sobre su escote sexy y sus tacos altísimos? ¿Por qué no se problematiza que los hijos de la protagonista sean cuidados por su madre, mujer que sí debe sostener el espacio doméstico?
Malvina Silba, doctora en Ciencias Sociales, investigadora del CONICET y espectadora de la telenovela, señala: “La Leona es disruptiva en muchos aspectos. En particular, trata una problemática que en la telenovela como género se trata de ocultar que es el conflicto de clases. No sólo cuenta cómo los pobres trabajadores sufren sino que también muestra el modo en que se organizan. Ahí está la clave de lo distintivo, que vayan a terminar formando una cooperativa. Me seduce porque esto me parece más re al, y también se utiliza un lenguaje más real”.
A su vez, Libertad Borda, doctora en Ciencias Sociales y profesora del seminario “Cultura popular y cultura masiva” reflexiona: “Como todo texto que revista alguna importancia en la pantalla televisiva, La Leona tiene elementos de ruptura y de continuidad. Respecto a la representación de las mujeres en el mundo laboral, se apoya en un viejo tópico de las telenovelas, que es mostrar a las mujeres triunfando a partir de un conocimiento ligado a posiciones tradicionalmente femeninas, como en este caso la costura –que ya se ha visto en la famosa Simplemente María, de Celia Alcántara, luego versionada como Rosa de lejos–. Aunque en este sentido no es rupturista, María Leone, a diferencia de la María original, no está sola sino que ocupa una posición de liderazgo en la fábrica. No casualmente tal vez, este liderazgo sea moral y no legal; los delegados parecen haber sido siempre varones, su padre (Hugo Arana) y luego ‘Coco’ (Martín Seefeld)”.
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La Leona junto a las “sombras de Grey”. En el libro Erotismo de autoayuda, Eva Illouz señala que el feminismo “ya no es solamente un movimiento político sino que ha llegado a ser un código cultural”. En este sentido, se puede decir que La Leona no “es” feminista, pero incorpora un código cultural feminista: imágenes de Eva Perón, de Frida Kahlo, del #NiUnaMenos, Miss Bolivia versionando el clásico María, de Milton Nascimento, y el “taller propio” de la protagonista, como una adaptación del cuarto propio que pedía la escritora Virginia Woolf. María Leone es una trabajadora que está casada pero besa al “tipo que le gusta”, ama a sus hijos pero se corre del rol de madre abnegada, defiende su trabajo pero se cuestiona qué hacer con su vida profesional. Además, la telenovela presenta mujeres contemporáneas desplegando su sexo-afectividad de maneras diversas. La madre de María (Patricia Palmer) visibiliza el poder de ama de casa; su hermana (Dolores Fonzi), las ambiciones atrapadas en el deseo de los varones; y su amiga (Andrea Pietra), la infidelidad femenina. A la vez, el personaje de Diana (Esther Goris), muestra el fantasma de la maternidad posesiva y hasta incestuosa; y el de July (Mónica Antonópulos), el deseo bisexual.
La investigadora Silba reflexiona: “¿Por qué la mujer siempre tiene que estar histeriqueando con los tipos y hacérsela difícil? Eso reproduce un rol tradicional de género y creo que la producción de la telenovela apostó a desafiarlo. Muestran a María incluso alcoholizada, una imagen muy poco común de la mujer, o que suele estar condenada. Estos discursos y representaciones pueden sentar un precedente para contrarrestar el rol de la heroína tradicional, que le gusta a muchos y tiene sus convenciones. Pero es interesante que aparezcan nuevos modelos de mujeres, de varones, de trabajadores”.
La profesora Borda suma al debate: “La Leona sigue la línea de telenovelas en las que la heroína tiene una personalidad fuerte, como las que hizo Andrea del Boca a partir de Antonella, o muchas de las que protagonizó Luisa Kuliok. Tal vez la innovación es que la protagonista es madre soltera, pero no culposa, ni víctima de un rico malo que la deja embarazada. Es un dato más de una vida de clases populares. Además, los padres la han apoyado siempre, a diferencia de tantos otros textos, sobre todo en la telenovela mexicana clásica, en la que el embarazo es igual a destierro del hogar”.
La innovación en La Leona convive con expresiones conservadoras del imaginario socio-sexual –Echarri se refiere a las trabajadoras como “fauna autóctona” y el delegado le aclara “María tiene el mejor culo de la textil”–. Las contradicciones en la telenovela se enmarcan en una tensión más amplia que exhibe la grilla televisiva y que vuelve pertinente la pregunta de Illouz: “¿Por qué algunas fantasías de las mujeres siguen atrapadas en el patriarcado?”.
La revolucionaria La Leona se emite después de ¿Qué culpa tiene Fatmagül?, una producción turca que cuenta la historia de una mujer violada por cuatro varones y luego obligada a casarse con uno de ellos, para salvar el “honor” familiar de la época. Basada en un caso verídico de la Turquía de los años setenta, ¿Qué culpa tiene Fatmagül? va destejiendo el discurso de la culpabilización y mostrando alguna forma de justicia, pero en un contexto heteronormativo muy distinto de La Leona. Por otra parte, Los ricos no piden permiso es la apuesta de canal Trece, un melodrama que retoma las raíces del género, con reminiscencias de la serie inglesa Downton Abbey, en una estancia en la que conviven “los de arriba con los de abajo”, pero sin referencias temporales o espaciales precisas. En esta telenovela, la protagonista (Araceli González) representa otra de las grandes figuras del trabajo femenino: la maestra. Un contrapunto resulta sintomático: mientras que el primer capítulo de La Leona giraba en torno al carnaval, en Los ricos no piden permiso se concentraba en un casamiento; dos instituciones que condensan las fantasías de transgresión y normalización sexo-genérica que moldean la vida contemporánea.
Se puede pensar la resonancia de las telenovelas con las sociedades, lo que ya Raymond Williams llamó “sensibilidad” o “estructura de sentimiento”, el nivel de la experiencia social inarticulada, el “color” de una época. Illouz propone que la narración Cincuenta sombras de Grey sintetiza, a través de la “solución simbólica” y “técnica práctica” que ofrece el sadomasoquismo, los dilemas de los vínculos entre varones y mujeres. Desde este marco, puede leerse el conjunto de telenovelas emitidas este año como un laboratorio de subjetividad, como unas “sombras de Grey” en clave local. En La Leona la “solución simbólica” no pasa por el BDSM sino por la radicalización: así se remarca que todo matrimonio es político, que la distribución de flujos de amor y poder resulta siempre una negociación en los vínculos sexo-afectivos.
En definitiva, en las ficciones de 2016, y en la trama misma de La Leona, se escenifica la puja entre la persistencia de un acuerdo “feudal” –regido por el cortejo, la protección, la caballerosidad– y la fundación de un contrato “estatal” –interpelado por la seducción, la autonomía, la igualdad–. La tensión está ahí, entre normalización y transgresión, pero la diferencia es que La Leona empieza a ser una opción habilitada –y valorada– socialmente.