Fotos: UNSAM y Vaticano
Todo comienza con seis chicos, que nunca se subieron a un avión, subiéndose a un avión. Seis niños-pre adolescentes que viven en José León Suárez, partido de San Martín, zona carenciada, desfavorecida o empobrecida, según sociólogos y economistas, suben a un avión para cruzar el Atlántico y llegar a Roma donde, les han dicho, van a conocer al Papa. A los chicos no les interesa el Papa. Al menos, a la mayoría no le interesa el Papa. A los chicos los emociona el viaje, el hotel, las camas del hotel que siempre están tendidas, las puertas del hotel que se abren a su paso, las calles de Roma, los helados de Roma; algo -tampoco tanto- las ruinas del Coliseo, donde los leones se comían a quienes el Emperador condenaba bajando el pulgar. Los chicos viajan con el director y la vice directora de su escuela y llegan a Roma con la panza revuelta por el viaje.
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Los chicos son alumnos de la Escuela Secundaria Técnica que la Universidad de San Martín (UNSAM) creó hace dos años para que los habitantes de los barrios de José León Suárez tuvieran oportunidades de inclusión y excelencia académica. “Es lo único que podemos hacer para transformar el territorio”, dice Carlos Ruta, rector de la UNSAM y mi jefe. “Tendría que haber diez escuelas como esta. Diez, veinte”, se entusiasma. Desde que lo conozco —hace 4 años que trabajo en la universidad— una de sus obsesiones es “transformar el territorio”. Los noventa chicos que van doble jornada a la escuela secundaria viven en una inmensa zona que se recuesta en el río Reconquista y comprende los barrios de La Cárcova, Independencia, 9 de Julio, Lanzone, Corea (La Esperanza) y 8 de Mayo, donde está el Relleno Sanitario Norte III. También está el Complejo Penitenciario Norte San Martín, donde la UNSAM instaló un centro universitario, conocido como el CUSAM, en el que presos y guardias estudian juntos para intentar modificar el paisaje de allá afuera, un loop de pobreza y marginalidad que se reproduce a sí mismo una y otra vez.
La escuela comenzó en 2014. Forma parte de un proyecto que diseñó el Ministerio de Educación con la Universidad Nacional de San Martín y las organizaciones sociales del barrio que integran la Mesa Reconquista. A la primera reunión de padres llegó uno con un bulto inconfundible en el bolsillo. Martín Perdriel, director de la escuela, se acercó y le dijo que, para entrar, tenía que dejar el arma afuera. “La guardé en un cajón y se lo devolví a la salida. Y así, todos tranquilos”, recuerda Perdriel.
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Vamos a Roma a llevarle una carta al Papa, invitados por el entonces embajador argentino ante la Santa Sede, Eduardo Valdez. La carta —firmada por más de 27 organizaciones que trabajan en José León Suárez, además de la Universidad de San Martín— dice, entre otras cosas, que la Iglesia está haciendo mucho en el Área Reconquista, y que esperamos que pueda hacer más. Mucho más. Viaja la carta, una bandera y algunos de los alumnos que hicieron la bandera. La bandera dice: Justicia, Educación, Trabajo, Dignidad. La bandera también dice Ni un pibe menos, porque en el barrio cada vez hay más muertos.
En Roma todo es bello como una Vespa roja recién comprada. Caminamos por las ruinas donde otros vivieron y amaron hace miles de años. La guerra de las Galias, el asesinato de Aldo Moro y la fama de Berlusconi conviven en un eterno tiempo romano. Roma es rica, lujuriosa. Los chicos fueron elegidos por ser buenos alumnos, por ser buenos compañeros y por estar comprometidos con la escuela. Otros también merecían viajar, pero los papeles y las burocracias no saben de merecimientos. Los que viajan son Rolando Villalba (12 años), de primer año; Ludmila Sánchez (13), Ana Belén Machado (14), Luciano Marotta (16), Nahuel Belizán (14), todos ellos de segundo año; y Fátima Cejas (16), de tercer año. Con ellos, el director de la escuela, Martín Perdriel, y Andrea Biscione, vicedirectora.
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Me sangran los pies, literalmente, después de un día en Roma. Voy anotando lo que dicen los chicos en los papelitos que encuentro: servilletas de pizzería, hojitas sueltas con membrete de hotel, manteles de papel reciclado. Hace mucho que no escribo, siento la presión. Ellos hablan, miran, me preguntan ¿qué anotás?
Me mareo entre tantas referencias históricas. Debería haber repasado todo lo que creí saber sobre los emperadores, el cristianismo, la expansión del Imperio y Constantinopla. Mi interés ya no es mi interés sino lo que les interesa a ellos. Vemos Roma juntos por primera vez y yo ya no sé qué esperaba, porque ¿qué puede esperar una mujer universitaria de 45 años que va por primera vez a Roma? Veo todo lo que sabía que iba a ver. Pero lo único que importa, lo único que modifica algo es lo que ellos ven. ¿Qué ven?, ¿qué esperaban ver ellos? Quisiera ver todo con sus ojos. Me siento una idiota intentando atrapar con mi lapicito y mis notitas todo lo que sienten. Apenas puedo dejar una leve huella de lo que dicen, de lo que me dejan que escuche.
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Luciano Marotta es de Independiente. Tiene 16 años. Repitió segundo grado en la primaria y primer año en la secundaria. Ahora pasa a tercer año. “Repetí por pelotudo. Estaba de novio y no hacía nada. Esta es la mejor escuela que fui. Me eligieron para venir porque dicen que soy buen compañero. Y que hice mucho por la escuela. No soy tan bueno en las materias. Cuando me dijeron de venir a Italia no sabía nada de Italia. Creí que íbamos a caminar por la calle, y las calles son todas iguales”. Después dirá: “para mí el mejor premio es estar acá”.
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Martín Perdriel fue sacerdote durante 25 años, y aunque luego se casó y tuvo tres hijos es de los que creen que “una vez cura, siempre cura”. Dice que lo único que hay que hacer con la escuela es trabajar, trabajar, trabajar. “Lo más difícil es lograr que los chicos se enamoren del proyecto”, dice. Y para eso hay que seguir a pie juntillas la máxima salesiana: “hacer que los chicos te amen, con eso se consigue todo”. Martín, que físicamente es como un oso rubio, cuenta que tuvo que pararse muchas mañanas en la entrada de la escuela para atajar a los que llegaban tarde, sin saber en qué día ni en qué hora vivían. “Muchos de sus padres nunca tuvieron un trabajo: son años y años de exclusión. ¿Cómo les enseñamos del esfuerzo y de la necesidad de estudiar, de venir todos los días, de seguir?”
Van a buscar a los chicos a la casa, uno por uno. Van al barrio, hablan con las madres. Convencen. Suman.
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Al atardecer vamos a la Fontana di Trevi, donde los mayores nos atropellamos por contarles a los chicos sobre Federico Fellini, y la sueca Anita Eckberg -sex simbol- y la importancia fundamental de esa película en la historia del cine y bla bla bla. Entonces Luciano pregunta:
—¿Acá no se hizo la película de China Zorrilla?
Cuac. Ninguno de los adultos vio esa película.
Nos sacamos fotos y les contamos a los chicos que es una tradición tirar una moneda y pedir volver a Roma.
—¿Un solo deseo? ¿No pueden ser más? -pregunta una de las chicas.
—Por la escuela, pidamos por la escuela -dice Martín.
Y todos cumplimos: nos sentamos de espaldas a la fuente, sacamos nuestras moneditas argentinas y pedimos:
—¡¡¡Por la escuela!!!
Y por volver a Roma, claro.
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Durante otra reunión de padres, haciendo hincapié en la necesidad de que los chicos y sus padres se comprometan y estudien y cumplan, uno de los directivos insistió:
—Queremos que esta sea una escuela de EXCELENCIA, remarcando el puente que une la X con la C.
Y la mamá de Kevin Tapia, 14 años, inquieto, casi imposible de contener, lo miró y le dijo:
—Esta escuela YA ES ex-ce-len-te: no se les murió ningún pibe.
“Todo el tiempo trabajamos con pibes que están en riesgo de muerte”, dice Martín, dando cuenta de una verdad brutal. “Y eso cambia mucho la perspectiva de lo que debe ser nuestro trabajo.”
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Vamos a cenar. Es difícil ponerse de acuerdo ante el menú.
Federico, el coordinador del viaje, les lee las opciones, le pregunta al mozo y hace de intérprete.
Rolando: —¿Qué es la panceta?
Andrea: —Es un fiambre, te va a gustar, pedilo. No es como la pizza de zuchinis que pedí hoy al mediodía…
Ludmila: —Yo quiero milanesas.
Federico: —Pero ¿cómo vas a pedir milanesas en Italia? Hay unos fideos rellenos con salchicha y hongos, con salsa de tomate, que están buenísimos. Hay fettuccini con mariscos, también, pidan eso. O pescado, ¿no quieren pescado?
No los convence.
Finalmente sucumbimos ante el antipasto: el salame glorioso, la mortadela imperial. Incursionamos en algo nuevo: flor de zapallo rellena con queso. De “secondo”, pedimos pastas.
Mientras esperamos la comida comienza la trivia de preguntas. Nadie sabe cuál es el premio, pero todos queremos jugar.
El rector pregunta:
—¿En qué año se construyó el Coliseo?
Los adolescentes buscan en una guía que compraron de apuro en Roma Termini, la estación de ferrocarril.
—¡En el 72!
—¿Antes de Cristo o después de Cristo?
—Ehhhh… ¡antes de Cristo! —les hemos dicho que Roma es más antigua que todo.
—¡No!
Ahora es el turno de los niños, que guía en mano preguntan:
—¿En qué año mataron a Julio César?
Ninguno de los adultos lo sabe. Punto para los chicos.
—¿Quién alimentó a Rómulo y Remo? —hacemos la pregunta fácil, obvia.
—¡La loba!!! —aúllan todos; hoy pasamos varias veces por la estatua que recuerda la leyenda.
—¿Qué emperador quemó Roma?
—¡Nerón! —grita Ludmila.
Y Fátima repregunta, complotada con uno de los docentes:
—¿Con qué emperador Roma alcanzó la mayor expansión de su territorio?
Los adultos no lo sabemos, nos miramos desconcertados. Hasta ahora no hemos podido responder una sola pregunta…
—Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡no lo saben! —los chicos corean el tiempo de descuento e insisten--: ¡No lo saben, no lo saben!
—No sabemos una —admite el rector Ruta—. ¡Lo nuestro es el amor, no el conocimiento!
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Cerca del Coliseo, pasamos por una calle donde se amontonan los retratistas. Uno llama la atención de Luciano. Está dibujando a una mujer joven, bella, sentada a sus pies. La imagen supera apenas la realidad.
—Qué bueno lo que hace. Cuando la gente se dedica salen cosas buenas —dice Luciano.
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Caminamos por Piazza Navona. Compramos castañas asadas para calentarnos las manos y vamos comiendo hasta el hotel.
—Pandora —me dice Rolo—, ¿sabés la historia de Pandora?
Se la cuento. Pandora abre la caja que los dioses le habían encomendado que no abra, y salen el hambre, la guerra, las pestes y, al final, el pajarito verde, que era la esperanza, para salvar a la Humanidad de tanta desgracia. Como no puedo evitar mi afán enciclopedista, le explico: También se dice que cuando alguien abre la caja de Pandora no sabe con qué va a encontrarse.
Rolo me mira sin entender, pero abre los ojos grandes como si le interesara. Me pregunto por qué le atrae esa historia.
Delante nuestro hay un cartel luminoso, enorme, que yo recién veo y que anuncia: Cosméticos Pandora.
En el Panteón, Rolo le dice a Andrea Biscione, la vicedirectora:
—Yo no creo nada de esto.
—¿De qué, Rolo?
—Yo no creo que nada de esto sea real —dice señalando las paredes del monumento donde está enterrado Vittorio Emanuele II, el padre de la República, con su agujero cenital siempre abierto al cielo y a la lluvia.
También está enterrado Rafael, el pintor. Se lo contamos a Luciano: acá está enterrado Rafael, un pintor del Renacimiento muy importante que junto con Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci bla y bla. Luciano nos mira y dice, con su tranquilidad habitual:
—Sí, ya sé quién es Rafael. Mi mamá es pintora.
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Converso con la vicedirectora —fácilmente confundible con una estudiante, con su pelo lacio y su pequeña estatura y sus jóvenes ojos verdes— y hago la pregunta más idiota de todas:
—¿Qué quieren ser cuando sean grandes? ¿Eligen ser jugadores de fútbol, cantantes, maestras?
—No hay un idea de futuro —dice Andrea, la vicedirectora. Ese es el principal problema.
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Al atardecer, miles de estorninos —“storni”— caen sobre el Coliseo; emigran desde el norte durante el otoño y el invierno y llegan a ser un millón sobrevolando Roma. Son miles de pequeños puntos que se despliegan como un manto negro que se extiende sobre la cama, o como una inmensa bandera que flamea, y luego, con un golpe de abanico, se retraen sobre sí mismos, se enfilan, se dejan ser en caída libre. Las bandadas giran en remolino para mostrarse a los turistas, enfrascados en la tecnología de sus cámaras para lograr la mejor foto.
—Ah!, oh!, ah!, oh! —decimos todos a coro, embobados por la postal perfecta: el atardecer, el Coliseo, Roma, nosotros.
Luciano dice, tranquilo:
—Allá en Suárez también hay pájaros que caen en picada.
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Los padres de Rolando, de 12 años, se descompusieron cuando fueron a sacarle el pasaporte.
—De la emoción —dice Martín Perdriel, como si fuera una obviedad.
Cuando le preguntas algo a Rolando, siempre contesta:
—¿Eh?
Y te obliga a repetir la pregunta. Mientras tanto, él piensa.
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—El problema del educador es la rigidez —dice Perdriel—. Esta escuela es distinta porque se hizo escuchando a las organizaciones sociales que hay en el barrio. Los responsables son tres: las organizaciones sociales, el Ministerio, la Universidad. Cada uno tenía una idea. Costó dos años de trabajo duro concretarlo en una dirección. Pero ahora estamos muy muy contentos.
Hoy tienen 90 alumnos que cursan primero, segundo y tercer año. Las orientaciones son “escuela Industrial” o “bachiller en Ciencias Naturales”. Planean campamentos en Chascomús para el verano, viajes por el interior de la Argentina, nuevas materias para los pibes.
—La fórmula es generar vínculo, escuchar y estar —dice la vicedirectora, con sencillez, como si fuera sencillo.
Dice que este viaje implica un premio y también una responsabilidad para los chicos.
—No solo por lo que hicieron sino por lo que van a hacer —dice Andrea—. Ellos son la masa madre, son los que nos van a ayudar a contener y a trabajar con los 40 pibes que van a entrar el próximo año.
Y da un ejemplo: había muchos robos en la escuela: especialmente faltaban los celulares. Y Luciano hizo una jugada de ajedrez: en lugar de ir a contarle a los docentes, habló con los que robaban. Y dejaron de desaparecer los teléfonos. “Todos sabían quiénes eran pero en el barrio ser un buchón está mal visto. Entonces no decían nada. Luciano intervino, lo hizo inteligentemente, resolvió un tema muy conflictivo. Eso para nosotros es tener puesta la camiseta porque defendió lo que quiere, que es la escuela”, resume Andrea.
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Después de la cena, sin ninguna timidez, Nahuel Belizán (14), se para en la cabecera de la mesa y dice “yo quiero decir que los profes de la escuela hacen cosas que otros no hacen. Acá yo encontré mi familia”. No dice “una familia”. Dice “mi familia”.
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Luciano dice que ya paseó por todos los monumentos históricos gracias a un juego: Assassin’s Creed.
—A mi hijo le encanta Minecraft —le digo—, en un burdo intento por tender un puente generacional.
Me mira.
—Uh, ese juego es una cagada.
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Hay algo que la vicedirectora llama “justicia curricular”. Es decir, todos traemos un saber que merece ser reconocido. Y cuenta: había que arreglar un mobiliario que los mismos alumnos habían roto. Como el que rompe repara, en ese plan el profesor da unas indicaciones en clase: hay que soldar estas mesas así y asá. Y un pibe levanta la mano y le dice: así no se hace profe, yo lo sé hacer mejor. Y, de verdad, admite el profesor, su método era mejor.
“Todos tenemos un conocimiento específico que hace que sea valorado”, dice Andrea. Justicia curricular es, también, encontrar por dónde conectar y darle un lugar al conocimiento que traía Kevin Tapia de su casa: armar y desarmar motores, algo que aprendió viendo a su papá en el desarmadero. Kevin sabe de motores como nadie. Después de un año lograron que se interese en los recorridos curriculares relacionándolos con motores. Todo: matemática, geografía, física, historia, todo relacionado con su amor por los motores.
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Ludmila (13) llama la atención: es la que primero se malhumora, la que primero acierta el concurso de preguntas, es la que torea con alegría al director de la escuela. Junto con dos compañeras (Titi y Magalí) y su profesor de Tecnologías desarrolló una aplicación para celulares que obtuvo el primer premio en el Hackaton GIT (Girls In Tech). La aplicación sirve para que los vecinos de los barrios Independencia, 9 de Julio y Libertador Villa Lanzoni (en José León Suarez-Cuenca Río Reconquista) sepan cuando viene el agua o qué zonas están más inundadas. Me muestra la aplicación, instalada en el celular de la vice directora: uno elige el barrio en el mapa y con colores -verde, amarillo, rojo- el grado de inundación que hay. Se puede subir una foto que ilustre. Y luego esa información es compartida por todos los que tienen la misma aplicación.
—¡Y ni siquiéramos sabíamos programar! —se ríe Ludmila.
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Después de dos días de recorrer el Coliseo, Piazza Navona, el Panteón, nos preparamos para ver al Papa.
Hace frío. Apenas cinco grados cuando salimos del hotel. Estamos todos endomingados: las chicas se levantaron más temprano aún para que el pelo les quede lacio, perfecto, después de pasarse la planchita. Llegamos a las 7 de la mañana a la puerta del Vaticano, donde está la columna de Santa Angélica. Ya hay tres cuadras de cola. No veremos a Francisco hasta las 10. Hay que hacer la fila. Una guía española, cincuentona ella, vestida de negro, aferrada a su sombrerito negro de fieltro, se queja amargamente: “Con este Papa, los argentinos se llevan los mejores lugares”. No nos damos por aludidos. Sacamos fotos, preparamos el mate, abrimos el paquete de pastas -parecidas a nuestras facturas- que compramos en el único bar abierto a esa hora.
Falta un rato todavía para que den puerta. Todavía tenemos que pasar los detectores de metales que se alinean como en un enorme aeropuerto en el perímetro de la Plaza San Pedro, la más grande de Roma. El contingente que comanda la española comienza a rezar el Ave María, cada vez más alto, tratando de tapar nuestra algarabía. Pero con este Papa los argentinos jugamos de locales. Veo hombres y mujeres con la bandera argentina, con la camiseta argentina puesta, la argentinidad al palo. Entre ellos, nosotros.
Después de los atentados del 13 de noviembre en París, la afluencia de público en la Plaza San Pedro bajó de 60.000 a 20.000 personas en promedio, según las estimaciones extraoficiales. El día que vamos a la plaza, miércoles 2 de diciembre de 2015, la tapa del Corriere della Sera está dedicada al descubrimiento de una célula terrorista integrada por italianos y kosovares cuyo principal objetivo era el Vaticano. Cuatro de los terroristas están presos. “Este es el último Papa”, dice el diario que dijeron los terroristas. Y nosotros aquí. Justo este día. A los miles de fieles que, como nosotros, hacen la fila para entrar, nada parece resultarles más lejano que la tapa del Corriere.
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Con las chicas nos emocionamos: vemos una, dos, tres, novias que arrastran las colas de sus vestidos blancos sobre el empedrado de la Plaza San Pedro. Contamos 17 novias en total, con sus respectivos pingüinos al lado. Novias modernas, discretas, despampanantes, con cola, con tacos, con chatas. Novias con calza y remera debajo del vestido, para sacárselo en el baño del Vaticano. Todas van a parar a la misma valla detrás del asiento donde el Papa dará su discurso. Y ahí esperan que llegue la bendición. Con las chicas hacemos palmas, cotorreamos y elegimos el mejor traje; como si estuviéramos en un desfile. Gana la que nos gusta a Fátima y a mí: una novia con un vestido de seda, cola discreta y escote bote. También está Jonathan Calleri, el delantero de Boca, que genera chiflidos de las chicas, y un poco más allá, el actor Rodrigo de la Serna, que está en Roma para asistir al estreno de la película Call me Francesco, en la que interpreta al Santo Padre.
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En su discurso, el Papa Francisco hace un repaso de su primer viaje apostólico por África —donde visitó Kenia, Uganda y la República Centroafricana— y afirma que la convivencia entre riqueza y pobreza “es un escándalo”.
“Kenia es un país que representa bien los desafíos globales de nuestra época: tutelar la creación reformando el modelo de desarrollo para que sea equitativo, inclusivo y sostenible. Todo esto se encuentra en Nairobi, la ciudad más grande de África oriental, en donde conviven riqueza y miseria: y esto es un escándalo. Y no solamente en África, sino también aquí, por todas partes. La convivencia entre riqueza y pobreza es un escándalo, es una vergüenza para la Humanidad”, dice.
Nuestro grupo debió dividirse por cuestiones logísticas. Así, la mayoría quedó a la izquierda del escenario y enfrente, más cerca del corralito especial en donde —suponemos— se detendrá el Papa, se ubica el rector y dos alumnos. Solo pueden pasar tres personas. Ludmila se sube a las sillas y apunta con la súper máquina de sacar fotos con que están registrando todo el viaje.
El Papa se detiene a saludar —luego de pasar por las novias, los jóvenes, grupos de peregrinos, varios y diversos— y Ana y Nahuel son los que quedan cara a cara con Francisco. El intercambio es breve. El rector cuenta que somos de la Universidad de San Martín, que vinimos con los chicos de la escuela secundaria y que le traemos una carta. Ana queda embobada: “yo tengo la pieza empapelada de fotos del Papa”, me dice después con sus ojitos chinos y su alegría íntima, sin desbordes. “Esto es muy importante para mí y mi familia.” Ahora podrá sumar las fotos del encuentro a su pared: Francisco los bendice, extiende su mano sobre los niños. Los niños ríen. Nosotros, enfrente, empezamos a saltar y a gritar, como si fuéramos hinchas de un club de fútbol: “San Martín, San Martín”. Lo logramos, el Papa se da vuelta, nos mira, extiende la mano, nos bendice.
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—¡Jorge!, Jorge! ¡tengo 15 hijos! —dice una argentina rubia a mi lado, remedando la pobreza y llamando al Papa con su nombre argentino, el nombre de aquellos que lo conocen de “antes”.
No puede creer que Bergoglio, ahora Papa, pase tan rápido y se detenga ante otros que no son ella.
Luciano trajo la camiseta de Independiente, un collar de cuentas de madera y un collar de la mamá para la bendición. Rolando trajo un rosario blanco de una vecina. Todos compramos en los puestos callejeros de afuera del Vaticano los rosarios hechos con pétalos de rosa—a un euro cada uno— para que reciban la bendición papal.
Yo no soy creyente. En mi agenda llevo, sin querer, la foto de mis padres desaparecidos que reciben la bendición de rebote. A mi lado una mujer joven acumula rosarios en sus manos entrelazadas: de mostacillas de colores, blancos, amarillos, negros. Debe tener unos cuarenta rosarios. Me la imagino recogiendo los rosarios de toda su familia antes de venir a la plaza San Pedro.
—Mi papá me dio su gorra para que el Papa se la firme “para Omar” —me dice Fátima.
—¿Tu papá es católico?
—Sí, pero yo no. En mi casa los católicos son mi papá y mi hermano. Yo vine porque es una experiencia única —dice. Y se ríe.
A Ludmila la mamá no le pidió nada del Papa. “Mi mamá no cree en estas cosas”, dice ella, y levanta los hombros. Quizá le compre una cartera. “Pero la patrona de mi mamá sí me pidió que le lleve algo.” La mayoría de las familias de los chicos son evangelistas.
A Luciano, la mamá solo le pidió que mande fotos, muchas fotos. “Ahora llego al hotel, me conecto y se las mando por WhatsApp”, dice. “Así vacío la memoria del celular y mañana saco más fotos para mandarle.” Fue el primero en hacer una compra: el palito para la selfie, a un vendedor en la calle.
—Lo saqué en 5 euros —dice orgulloso, mientras se saca una selfie en la Plaza San Pedro.
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El Papa recibe regalos, miles de regalos: cajitas, un cuadro inmenso con la imagen de la virgen, cartas, más cartas. A su alrededor se organizan los secretarios. Nosotros nos llevamos a nosotros mismos, la bandera de la Mesa Reconquista y un termo que calienta el agua con energía solar, un desarrollo de un ingeniero de la UNSAM, ideal para que el Papa pueda tomar mate cuando vaya a la playa.
Le pregunto a uno de los laderos del Santo Padre:
—¿Siempre fueron así las audiencias de los miércoles? ¿La gente, las novias, él saludando a todos…?
—Sí —me dice, protocolar—, las audiencias de los miércoles siempre fueron iguales —.Y me mira—: ¿Usted es argentina?
—Sí.
—Ah, entonces se lo puedo decir… con el papa Francisco nada es igual —admite entre risas.
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Ya es mediodía. Hace calor ahora. Terminó la audiencia en el Vaticano. Queremos comer, pasear, seguir en Roma.
Nos toca explorar el Foro romano. Nahuel filma todo con su netbook de Conectar-Igualdad. “Uso un programa que le pone música y hago un video”, dice. “Un video de la visita para mostrar cuando vuelva”.
A Fátima en casa le dicen Beba, y cuando la llamas Beba se le ríen los ojos, la cara toda, se le suelta el pelo de la alegría. Esa es ella. Ella es Beba; Fátima suena como un latigazo severo. Es la primera de toda la escuela en pasar a 4º año.
—¿Y después qué vas a hacer?
—Y, después quinto año, y después sexto…
—¿Y después?
Me mira, no sabe qué quiero que me conteste.
—Y después…no sé. La Universidad, a lo mejor…¿No? ¿Vos qué decís?.
Nahuel quiere ser diseñador de autos. “Me salen igualitos, los puedo dibujar de memoria”, dice sin modestia. Luciano piensa en estudiar gastronomía y nos pasa su especialidad: croquetas de papa rellenas con queso.
—¿Se puede estudiar gastronomía en la Universidad? –pregunta.
—Para cuando vos termines la escuela, va a haber —le contesta el director.
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—A los educadores les damos una formación. La llamamos “pensamiento situado”. Tienen que enseñar sabiendo dónde viven los pibes, cómo son sus familias, cuál es la historia de cada uno. Vamos a las casas, hablamos con los padres. Si no te interesa el pibe no le podés enseñar nada. Los conocemos a todos —dice Perdriel, el director-oso.
En uno de los brindis con Coca Cola, Martín le dice a Nahuel:
—Por tu familia.
Y él asiente, serio. Recibe con recogimiento el homenaje. Nahuel tiene un primo, Rodrigo, que también es alumno de la escuela. Hace un mes hubo un tiroteo en el barrio: a Rodrigo lo balearon cerca de la ingle —casi se desangra— y a su papá —el tío de Nahuel— lo mataron dentro de la casa. Ese día, una delegación de la escuela tenía que viajar a Chapadmalal a participar del programa Jóvenes y Memoria, del Ministerio de Educación de la Nación. Pero la decisión fue unánime: decidieron quedarse para el entierro.
—Fue un gesto de solidaridad con un muerto que podría ser de cualquier familia; era un muerto de la escuela —dice Andrea.
—A mí me preocupa que con todo lo que pasó mi primo no quiera seguir estudiando —dice Nahuel.
Cada tanto se queda callado:
—Tengo ganas de pensar.
Su hermano mayor está preso en La Plata desde los 16 años por robo a mano armada.
—Mi papá me dice que no sea chorro, que estudie.
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—Antes, como sanción, el que se portaba mal no podía entrar al otro día a clases. Después nos dimos cuenta que le hacíamos el trabajo más fácil a los transas. Los transas les ofrecen 140 pesos por día a los que trabajan para ellos. ¿Cómo hacemos para competir con eso? Ahora si se portan mal buscamos otra sanción. Lo único que importa es que vengan a la escuela —dice Andrea.
Luciano dice que en el barrio cada vez hay más pibes muertos.
—A la cana no le importa porque la cana está metida.
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Mientras tanto, Rolo camina entre las ruinas del Foro y practica palabras en italiano. “Scuza", dice, y alarga la U de “Scuza”. “Piano piano se va lontano”, dice, e imita el tono sentencioso de quien augura que despacio despacio se llega lejos. “Ma, per che?”, pregunta y junta los dedos en montoncito frente a mis ojos. “Chao, bambini”, saluda.
Sonríe y le dice a Federico, el coordinador del viaje: “ahora quiero aprender italiano”. Andrea, la vicedirectora, ajusta las tuercas del indeciso:
—Cuando un pibe quiere aprender, hay que estar ahí —dice con sencillez, como si fuera sencillo.
La mamá de Luciano manda un mensaje al celular de la vicedirectora: “ustedes hacen posible lo que en casa a veces no logramos: enriquecen la crianza de nuestros hijos, son gente que abraza, perdona, enseña y AMA. GRACIAS”.
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Cuando salimos de la última cena antes de partir, las chicas me flanquean, y me dan el brazo; no como me daba el brazo mi abuela, agarrándome del codo, sino enlazando sus brazos con los míos, haciendo una cadena. Y así vamos, ocupando toda la calle.
Me preguntan:
—¿Nos ayudas con la revista de la escuela?
Yo digo que sí, claro.
A Rolando le preguntamos:
—¿Y, Rolo? ¿Te gustó Roma?
—Está bueno…
—¿Que te gusta más, Roma o Buenos Aires?
—No conozco Buenos Aires.