Liliana Herrero


Su voz, un atardecer en el río

Las emociones extremas se cantan, cree Liliana Herrero. No se detiene a explicar por qué no ha compuesto sus propias canciones. Dice que aprendió a leer partituras pero no a escribirlas. Es una intérprete, incluso de silencios; una cazadora insaciable que busca los temas que la interpelan para quedarse con ellos, para vivir en ellos hasta que ancla en la forma de cantarlos como si fuera la primera vez.

El río; la voz de Liliana son los amaneceres y el atardecer en el río, dice Fito Páez, el artista que un día de 1987, cuando ella rozaba los cuarenta años, le dijo en Rosario que era tiempo de dejar de cantar en la cocina y comenzar a grabar.

Una flecha; la voz de Liliana es una flecha atravesando el vacío, dice Pedro Rossi, el guitarrista que -casi como si fuera su otra mitad-la acompaña en los conciertos a dúo.

La voz de Liliana es la voz de Liliana, dice el músico Juan Falú, su cómplice en una búsqueda estética interminable.

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En el escenario suele estar sentada. Y sentada parece frágil. Tan morena, los ojos rasgados, vigorosos, la mirada calma de quien ha asumido hace tiempo que no le teme a los riesgos. La fragilidad se disuelve con el primer acorde, cuando ese ovillo lánguido que arma con su cuerpo una y otra vez, enroscándose hacia adelante como si quisiera besar la tierra, se suelta. Entonces ella se yergue, crece, se estira hacia una altura imposible con los brazos batiéndose como alas, como una planta de una selva encantada se agiganta, vuela. Y ya nadie sabe lo que vendrá; a veces, ni siquiera ella sabe que hará con su voz.

A la mujer con esa voz, el Cuchi Leguizamón -uno de los renovadores más exquisitos del folclore argentino- le compuso una zamba; Gerardo Gandini se escapó con ella de un almuerzo que los aburría para grabar juntos tres tangos de Gardel; Luis Alberto Spinetta cantó con ella una noche y poco después le regaló un tema.

—¿Puedo hacer lo que quiera? —le preguntó ella.

—Lo que quieras —le contestó él.

Liliana Herrero lentifica ritmos, altera estructuras, cambia palabras, inventa silencios donde no hay. Ella dice que herreriza las canciones. Se adueña para extraerles una sabia nueva. Crea una dramaturgia que no existía antes. En sus versiones, el folclore se sacude las pulgas y se saca chispas con el rock y el jazz, se pone a prueba, provoca y busca belleza sin miedo al error. Hace pie en la tradición y se entrega al futuro segura de que nunca dirá que todo el tiempo pasado por pasado fue mejor.

Hace unos años, irónicamente, Juan Falú decía que “Liliana irrumpió en el mundo del folclore para armar un gran ´quilombo´, y lo logró”. Se refería a la resistencia de los espacios más conservadores que señalaban el riesgo de que sus interpretaciones indisciplinadas desnaturalizaran la obra de próceres de la canción popular. Pero la búsqueda estética no se detuvo frente a ninguna crítica. Fito Páez, a kilómetros de distancia y por teléfono, dirá “Liliana lo explicaría más elegantemente, pero yo te lo digo así: me cago en los dinosaurios que piensan de ese modo.” Pocos la conocen mejor que él; cuando era un adolescente, ella fue un poco su madre, un poco su profesora de filosofía, y después –siempre- una presencia inseparable. Ella, aunque acostumbrada a que su voz reciba ofrendas para ser cantadas, no imaginó que en su cumpleaños número cincuenta él le compondría una canción, “Toda mi vida entera”, con líneas que dicen así: …Yo sé morir de pena/ yo sé reír, no sé nada más/....Mi niña guarda las flores/ entre los juncos de soledad/ y algunos besos que ha dado/ los llevó el río a ningún lugar. / Sigo buscando, buscando, maldita santa felicidad”.

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Desde Atahualpa Yupanqui a Charlie García, Herrero elige temas ajenos y complejos que agiganta con insolencia. Inventando. Escapándose de la repetición. La repetición la aterra.

—¿No te da miedo la rutina? —preguntará una tarde de octubre cuando se hable de canciones, de amor, de la vida entera. Por esos días había viajado a Córdoba, y a las apuradas armó en una plaza un recital de los que ella llama “porque sí”, nadie paga, nadie cobra, la gente va pasando la noticia de boca en boca: Liliana Herrero va a cantar, dijeron. Y la plaza refulgió, con frío y sol, y la guitarra de Pedro Rossi adivinándola. De pronto, una mujer del público, en medio de un silencio, gritó: “Liliana, una que sepamos todos”. La guitarra se detuvo. Ella se detuvo. Buscó la mirada de la mujer, y la voz áspera, la voz del río, la flecha que atraviesa el vacío, la voz de Liliana, contestó: “Usted me va a perdonar pero, eso, yo, no lo sé hacer.”

***

Detrás de la puerta de hierro y las paredes altas de la casa, el barrio de Boedo suena a la hora de la siesta. Es una tarde de septiembre y los ruidos de la calle llegan ajenos, apagados. No hay música ni voces. Sólo las gotas que caen sobre una gran ventana en el techo que deja ver el cielo y, cada tanto, el ronroneo de Ferrer, un gato negro, viejo y gordo que busca calor.

—Se acuesta ahí porque debajo pasan los caños de la calefacción.

Ferrer la mira, la escucha. Cómo será para Ferrer la voz de su dueña. Sentada cerca de la salamandra remueve los leños encendidos. Y vuelve al tema de Spinetta, a ese regalo que es también una pregunta.  Entona y tantea la letra: Su razón la luz del valle, Bagualerita dónde va.

—Y mirá lo que dice ahora: Va por todas las murallas, quebrando roca por roca.

Se regocija con el tributo; sólo para ella esa canción. Es su fiesta íntima.

Va por todas las murallas quebrando roca por roca-vuelve a cantar.

La mirada siempre atenta al efecto que provoca -su voz, la letra, esta letra que le pregunta y al mismo tiempo la cuenta.Una mujer derribando murallas. Los ojos marrones, claros, potentes, aguijones.  Iguales a los del retrato que ocupa un lugar central en la biblioteca.En blanco y negro, dos fotografías, idéntica toma, en una ella y en la otra Spinetta.

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Ferrer, despatarrado y rascándose sobre la mesa del comedor diario es la excepción en el orden de una casa impecable. Aunque ella se declare inútil para las tareas domésticas y pida ayuda para descorchar la botella de vino que desde hace minutos intenta abrir. Frascos y latas de colores, especieros, mates apilados en un canasto, fuentes con naturalezas muertas,  se alinean con prolijidad sobre la mesada y repisas. La recepción, el living, la cocina, el estudio de Horacio González -el respetado ex Director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires con quien vive desde hace treinta años-,  cada ambiente se muestra amplio y abierto. Todo puede verse y oírse desde casi todos lados. Solo el cuarto de la pareja, al fondo, queda al resguardo de las miradas ajenas. La casa suele estar llena de amigos; para los que llegan desde el interior, diseñaron una especie de departamentito independiente para vayan y vengan a gusto.

En la planta alta, la sala de ensayo es un espacio que parece un gran balcón interno: un cuadro enorme con su rostro, un teclado, la mesa larga y una vista verde y blanca de jazmines que crecen en la terraza. Allí se juntan con los cuatro músicos que completan la banda para ensayar y probar los arreglos hasta agotar las posibilidades de cada canción y decidir si formará parte del repertorio. Una tarea que la angustia, absorbe y desquicia; una entrega alienada que no siempre termina bien. Puede pasar que todo esté listo para comenzar a grabar, y ella llegue un día diciendo que hay que empezar de nuevo, lo grabado no sirve, cayeron en la trampa, se repitieron. Por estos días, vive en un limbo así. En noviembre empezará a grabar su disco número doce.

—Por suerte, los vecinos no se quejan —dice mientras sale a la terraza para levantar una maceta que tumbó el viento. Trata de atar las ramas de un jazmín que crece enfrente de una parrilla; en la otra punta, hay una pileta de natación que sobrevive sólo por sus nietos que viven en Rosario y los visitan seguido. Rita y Lino, los hijos de Delfina, su única hija de un primer matrimonio que duró muy poco en los tiempos de intensa militancia política a principio de los ´70. Una militancia peronista muy a pesar de su padre radical que llegó a ser candidato a intendente en la ciudad entrerriana de Villaguay. A veces, los visita también Florencia, hija de un matrimonio anterior de González.

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Juntos no tuvieron hijos. Su historia comenzó después de 1983, en tiempos de democracia. Antes, él había estado exiliado en San Pablo, Brasil. Ella, encarcelada en Rosario. Se conocieron en la ciudad santafecina de Puerto San Martín, en el Primer Congreso de Filosofía y Ciencias Sociales. Ella, que había vuelto a la Universidad de Rosario donde sería Directora de la carrera de Filosofía, estaba allí, escuchando. Horacio González iba a disertar. Se vieron aquel día y siguieron viéndose cuando él viajaba desde Buenos Aires para dar sus clases de sociología. Ella solía cantar en peñas, bares y cafés concert; alguna noche rosarina lo habrá invitado a darse una vuelta por allí. No se acuerda bien, pero así empezó.

***

El sábado 27 de septiembre habrá luna roja y varios mails.

Dos aclaraciones: Liliana Herrero fue profesora de Filosofía menos por una vocación pasional que por la facilidad con que obtuvo una vacante sin dar examen de ingreso. Le gustaba leer y pensar, y se dejó llevar. Con el paso del tiempo, mirando el cielo, muchas veces pensó que le hubiese gustado ser astrónoma. Su amiga María lo es y la mantiene al día con las cosas que pasan en el universo.

 

Seguramente, tu amiga María te habrá escrito para hablarte del eclipse. ¿Qué canción le cantarías a la  luna roja?

Sí, me escribió, claro. Siempre lo hace. Pondría Love supreme, de Coltrane. Es una obra instrumental. Me parece que es lo que me gustaría escuchar esta noche.

 

No te escapes. La pregunta es qué le cantarías vos, qué letra eligirías.

Le cantaría una canción de Rolando Valladares y Manuel Castilla que se llama “Canción de las cantinas”. Solo porque comienza con una pregunta: ¿Qué se amontona en la noche?  Es una pregunta enorme, ¿verdad? Sigue después: Y todos estamos solos tristes, queriendo querer. Estaría descalza, con un pañuelo en la cabeza y un vestido negro hasta los pies.

***

Dejó definitivamente Rosario en 1995 para vivir en Buenos Aires. No tuvieron hijos, no ocurrió, tal vez otras urgencias. La vida intelectual y política de él. La sorpresa de una carrera profesional como cantante que Fito Páez impulsó aquel día de 1987 cuando la sacó de su cocina.

—Mi único mérito  —dirá el músico— fue facilitarle un trampolín estético para que pudiera proyectar su tremendo caudal expresivo.

Páez produjo sus primeros discos, Liliana Herrero, Esa Fulanita, Isla del Tesoro. A partir de 1997, en diferentes sellos discográficos, fueron grabados El Diablo me Anda Buscando, El Tiempo Quizás, Recuerdos de Provincia, Castilla-Leguizamón, Confesión del Viento, Falú-Dávalos, Litoral, Igual a mi Corazón, Este Tiempo y Maldigo. Presentaba el último disco a fines de 2013 interpretando “Milonga para la muerte”, y ahí donde la zamba termina diciendo traiga la muerte señora, ella cantó: dejo un coral de cantores.

Desde ese gran espacio abierto que es su sala de ensayo, hacia abajo, se ve el escritorio de su marido. “Gonza”, así lo llama. Pilas de libros y papeles desparramados en un caos bello, carnívoro.

—Todo lo que llega allí es devorado —dice.

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El resto de la casa reluce prolijidad. Retratos, dibujos, artesanías, cedes, discos de vinilo, los libros de las bibliotecas, los adornos del toilette, el perchero con sus bufandas y sombreros. Más tarde, bien entrada la noche, cuando salga al encuentro de una amiga para comer algo en un bodegón cercano, se probará uno, y después otro, y se quejará de que no está lo suficientemente arreglada para salir. Tres veces llamó su amiga y tres veces ella dijo que no, que prefería quedarse en su casa. Pero sus amigos insisten, saben que hay que sacarla a la fuerza de su guarida, que la ciudad de Buenos Aires se le vuelve inaprensible, se pierde y llega tarde a todos lados.Algo de ella permaneceen Villaguay, la tierra de su infancia; y en Rosario, la ciudad de su juventud. En ese triángulo Villaguay-Rosario-Buenos Aires se arma el contorno que le da forma a su historia.

—Tengo recuerdos sueltos. Fragmentos. No sé contar el cuento completo. Hace unos días me hicieron una nota. Las fechas estaban todas mal. Le había errado por diez años.

Se niega a hablar de muchas cosas. No dice amor, no dice muerte. Ni dictadura, ni víctima. Con todo eso, dice, sube al escenario. Una mezcla húmeda, potente, fangosa incorporada a su voz. Lo más tremendo y lo más bello de su vida no cabe en las palabras habladas. Las emociones extremas se cantan. Tampoco se detiene demasiado a explicar por qué no ha compuesto sus propias canciones. Dice al pasar que aprendió a leer partituras pero no a escribirlas. Es una intérprete, incluso de silencios; una cazadora insaciable que busca los temas que la interpelan para quedarse con ellos, para vivir en ellos hasta que ancla en la forma de cantarlos como si fuera la primera vez. Esa es su forma de contar sus historias tristes. Así que prefiere servir un poco más de vino y volver a lo cotidiano. Una señora trabaja por las mañanas; Mónica ordena, deja la comida preparada. Y Majo Minatel, su asistente personal, es la guardiana que le soluciona problemas y mantiene las cosas en calma.

***

Ahora mismo se ríe a carcajadas porque se olvidó la letra de la canción y Pedro tampoco la recuerda. Se pone los anteojos para buscar entre docenas de hojas arrugadas la partitura; vestida con un tono parecido a la tierra mojada, una pollera en campana, con muchos pliegues, una chaqueta con guardas blancas y geométricas, y tacos que van marcando el ritmo sobre las tablas de madera del piso. Sentada parece frágil. Pero sólo hasta que empieza a cantar,…Sin darme cuenta voy cayendo en cruz hacia el cenit,/ el cielo ya no tiene mis pies./Y la espiral que me habrá de llevar no es mejor/que todas esas vueltas que di,/buscando un amanecer, buscando un amanecer, buscando un amanecer…

 

Al fondo de la sala, esperando a que termine el ensayo, está Majo Minatel. Alegre, alta, movediza, y de boca y sonrisa grandes, dirá que por las mañanas Liliana Herrero puede ser muy chinchuda, que tiene un ritmo furioso y quiere todo ya, es confiada y generosa, y no sabe negarse a las docenas de músicos jóvenes que la invitan a colaborar en un disco o un recital, que forman un equipo donde se discute cada decisión, que es una líder en tiempo continuado y se siente responsable por cada uno de los cuatro músicos, el sonidista, el iluminador, el asistente de escenario y por ella. Acerca del orden, dice que es un ritual. En las giras, lo primero que hace al llegar a un hotel es desarmar el equipaje y poner cada cosa en su sitio, aunque sólo sea una estadía de pocas horas. Viajan mucho. A Brasil, Cuba, Chile, todo el año hay conciertos en grandes y pequeñísimas ciudades del interior del país.

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Este último tiempo, se siente más cansada y las travesías largas las hace en avión. A veces invita amigos, viajan juntos en una combi y aprovecha para llegar hasta los ríos del litoral, para sentirse cerca de la poesía de J. L. Ortiz, el poeta con quien tanto se la vincula. El amanecer, los atardeceres, los sonidos del río del que hablaba Fito Páez.

De esos tiempos de infancia, su casa de Boedo está llena de imágenes. Que aparecen de pronto, en medio de lo que está contando, como flashes imposibles de obviar. Entonces la conversación se interrumpe y ella dice, por ejemplo:

—Te quiero mostrar algo.

Se pone de pie y Ferrer la sigue hacia la biblioteca. Caminan lentos, los dos, amodorrados por el calor de la chimenea. Sí, la primavera se demora demasiado y están hartos del frío.

En un estante, junto a un retrato de Charly García, glamoroso, cuerpo entero y vestido de mujer, hay una carpeta negra con hojas escritas en tinta y letra prolija. Era de su padre. Un inventario de su completísima colección de música clásica. Schönberg, dice recorriendo con el dedo la lista interminable. Se queda un rato pasando las hojas. Un viaje privado a algún rincón de la casa de Villaguay. Para cuando devuelva la carpeta a su lugar, el problema habrá pasado a ser el estado crítico de su cabello; color chocolate, corto, desmechado, brillante.

—Necesito una peluquería. Ya mismo  —pasa sus dos manos abiertas tirando el pelo hacia atrás; los dedos separadísimos, como cuando canta y las sacude hacia el cielo y el abismo, anhelantes, una hechicera blandiendo señales en el viento.

—¿Vos conocés alguna buena, buena?

Es una mujer hecha para gustar. Una cantatrice, dirá Fito Páez. No venís con fotógrafo, ¿no?, preguntó Liliana Herrero al abrir la puerta, cuando hace horas atrás empezaba la tarde en la casa de Boedo. Mirá que estoy así nomás, decía mirando por una rendija. Calzas y saco tejido de color negro, botas grises, cortas, graciosas en sus pies pequeños. Es baja, menuda, sensual. En los comentarios a un video que puede verse en Youtube -ella vestida completamente de rojo- un hombre escribe: si esta mujer me canta mirándome a los ojos, no respondo de mí. Le fascina escuchar eso y larga una tremenda carcajada. La boca abierta y enorme celebrando el halago.

Y aun así, no termina de verse feliz.

***

—Mi abuela materna lavaba la ropa en el Río Chico, negra y el pelo ensortijado, había llegado desde África a Brasil, y supongo que después habrá bajado hasta Jujuy; mi abuelo la vio y se la llevó. Tenía 13 años. Todo empieza ahí —dice Liliana en su casa de Boedo, un día que eligió vestirse con una pollera negra y un sweter colorado,  liviano y de cuello alto. A pesar de que empieza noviembre, no hace calor.

 

Desde lejos se las ve, sentadas en la arena, lavando ropa en el río, pueblo duro en ademán,  con la carga en la cabeza, vienen cantando y se van.” Recita el arranque de “Lavanderas de Río Chico”. Decidió incluir la zamba del Cuchi Leguizamón como uno de los temas de su nuevo disco. Más tarde, mirando fotografías de su infancia, se verá a los nueve años con un cabello ensortijado que no recordaba.

Sus abuelos no eran acaudalados pero lograron enviar a sus hijos a la universidad. Así se conocieron sus padres, en Rosario. Él estudiaba Bioquímica y ella Farmacia. Después de recibirse se instalaron en Villaguay. La madre nunca terminó de aceptar ese destino; adoraba la ciudad. En cambio, él soñaba con vivir como el profesional reconocido de un pago chico al que todo el mundo saludase al pasar. La madre los dejó varias veces. Pero siempre volvió.

En algo coincidieron sus padres desde siempre: sus tres hijos debían ser profesionales. Ese fue el proyecto familiar. La convicción. Sin importar si Liliana, la única mujer, la del medio, la que había nacido el 22 de abril de 1948, estaba enamorada al momento de partir, sin considerar otro destino posible. La voluntad de los padres se iba a cumplir.

En la fotografía del pelo ensortijado está sentada al piano, con un vestido de cuello de encajes que le tapa las rodillas, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, y en la muñeca uno de esos relojes pulsera en miniatura. Los ojos fijos en la partitura. Unos meses antes había llegado sola hasta la casa de Juanita, la profesora de piano del pueblo, para pedirle que le enseñara a tocar.

—En esta otra, estoy igual a Rita —sentada sobre la falta de su madre, dos años, la cabeza y el vestido llenos de moños de cintas cuadrillé.

Rita es su nieta de siete años que hace unos días la llamó a su celular desde Rosario para darle una sorpresa; estaba ensayando una canción de su repertorio.

Ahora, en sus manos, una fotografía del padre.

—Mirá si no es un dandy.

Engominado y de traje impecable le enviaba una fotografía a su madre desde algún lugar. 

Con él nadaba por las tardes en el río para cuidarlo; para que no le pasara nada. Por si acaso. Porque tenía una pierna más corta que la otra, dice Liliana Herrero. Adoraba la música clásica, no se perdía ninguno de los conciertos que se presentaban en la zona y encargaba docenas de discos que llegaban desde Buenos Aires. Cuando regresaba de cazar, ponía música en la biblioteca y con la fusta haciendo de batuta imaginaba que dirigía una orquesta. Ella lo espiaba por una rendija, sin atreverse nunca a entrar. Minutos antes, ese hombre había rematado a las perdices reventándoles la cabeza contra la mesada de la cocina; la hija veía la sangre correr. Estaba acostumbrada al líquido rojo que su padre les extraía a sus pacientes. Llamaban para pedir turno y ella les daba las indicaciones, ayuno de doce horas con mate amargo permitido.

A los 18 años se fue a Rosario, estudió Filosofía, militó en el peronismo, cantó en peñas políticas y cafés concerts, se casó, tuvo una hija, se divorció, fue detenida durante la dictadura militar, volvió la democracia, Horacio González llegó a su vida, conoció a Fito Paéz y los artistas de la Trova Rosarina, grabó el primer disco, grabó otros y, un día, Mercedes Sosa dijo que Liliana Herrero era su sucesora.

La cita la incomoda. Cree que “La Negra”, al decir sucesora, pensó en las coincidencias estéticas, en el posicionamiento de ruptura y búsqueda. Es verdad que la imitó en el comienzo, innegable que no puede pensar la música sin el legado de la enorme cantante tucumana. Pero los años trajeron la construcción de un estilo propio y singular.

—Si tuviese que explicar el origen de ese estilo diría que está en mi padre, en la tensión entre el hombre civilizado y el bárbaro. Schönberg y la perdiz rematada a golpes sobre la mesa de la cocina.

El estilo inesperado de la voz de Liliana Herrero. Como un dandy rengo.

***

Hace 30 años, en un festival tradicional de música folclórica, se presentaba un grupo popular  y masivo. El cantante principal, vestido de gaucho, exaltaba la participación del público: “A ver, a ver: de aquí para allá -gritaba señalandola mitad izquierda del campo- tienen que batir palmas, cortitas. Así, muy bien. Y de aquí para allá -señalaba la otra mitad- quiero oír un bombo: bom, bom, silencio, bom, bom,  silencio. Ahí va, muy bien.” La gente cantó y deliró en aquel atardecer. Les salía lindo, fervoroso.

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La siguiente presentación era la de Juan Falú.  Sólo, pantalón, camisa, sin botas ni espuelas, y su guitarra. Miró a la multitud un poco intimidado y dijo: “De aquí para allá, les pido que no hagan nada. Y de aquí para allá: tampoco”. Después, recuerda Liliana Herrero, el acorde fulminante. Y el silencio de un público expectante. Ella estaba allí. Se conocieron y fueron desde ese día una hermandad.

El guitarrista y compositor tucumano pacta el llamado para uno de esos pocos momentos que tiene libres. Hoy es el día. Gris y de octubre. Juan Falú no se asombra si uno le cuenta, por ejemplo, que no todos los taxistas conocen a Liliana Herrero; no se asombra si uno pregunta por qué.

—Liliana es una cantante popular, pero no es masiva. Tiene todas las condiciones para serlo, pero el repertorio que elige no encaja en el mercado. Si Mercedes Sosa pudo conciliar ambas cosas fue porque era otro momento de la historia argentina.

Unos días atrás, Fito Páez, decía: “Me la imagino, cantatrice como es, ofendidísima. En todo caso, la asociación con Mercedes es un halago. Cuando a mí me dicen que soy el hermano dilecto de Charlie, me muero de alegría”. Liliana es su cantante ideal, pero mil veces han discutido porque está a un paso de ser la mejor y es como si no terminara de decidirse. Nadie la conoce como él. “Yo conozco el otro lado del personaje”. ¿Y es muy diferente? “No. Cada vez muestra más lo que siente. Su tremenda calidez. Aunque a veces, cuando se pone en profesora de filosofía la mandamos un poco a la mierda. Nosostros venimos del rock, entendés.”

Liliana Herrero subió hace poco a las redes una foto de hace años. Con FitoPáez, glamorosos, jóvenes, iluminados. En el Facebook, él escribió: vos estás igual a Elis (Regina), y yo parezco Charlie.

A veces, ocurre lo inesperado. A principios de este año, en La Plata, Juan Falú y Liliana Herrero se presentaron juntos en un concierto al aire libre. Miles de personas escucharon en silencio.Porque no hace falta revolear ponchos para que el público participe, suele decir ella. El público también brilla en sus silencios.

Repetir el acto de no repetirse. Hacerse espejo de lo que se busca evitar. No parece indiferente ni distraída ante ese riesgo. Por eso la angustia cuando elige los temas de un nuevo disco. Por eso sus elecciones estéticas haciendo siempre equilibrio en los bordes.  

—Decidí que van a ir los tres tangos que grabé con Gandini.

Doce años atrás, huyeron juntos de aquel almuerzo, compraron una botella de wisky, llegaron hasta el estudio, él se sentó al piano y grabaron tres tangos que cantaba Carlos Gardel. Cada uno se llevó una cinta y la promesa de que la escucharían para continuar con lo que habían empezado. No cumplieron, pero la cinta sobrevivió.

***

A las doce de la noche, llega un mail. González pregunta si está a tiempo. Porque quisiera decir esto: “Liliana dice que el río es tiempo y es espacio, pero no lo dice simultáneamente ni en sucesión. Lo dice contradictoriamente, vacilando con su mirada entre una cosa y otra, por lo que siempre está buscando algo en el pasado y siempre el espacio termina en fusión con el tiempo. Esa búsqueda la lleva una y otra vez hacia Villaguay y hacia una infancia que es, en la imagen que le gusta invocar, una piedra que produce ondulaciones concéntricas en el río. Después de tantos años de convivencia y de silencios que suele reprocharme, debo decir que envidio su mirada, disponerse a saber mirar  lo que se desvanece y por lo tanto mirarse en el hueco de la memoria. Vive para convertir en música esos infinitos vacíos. Esta es una lección que la vida en común todavía no termina de entregarme y que al mismo tiempo es una promesa amorosa”.

La voz de Liliana Herrero. Una promesa amorosa.

***

En la despedida del último encuentro, sale a la vereda y se acerca al jacarandá que ha plantado hace muy poco. Está comenzando a dar las primeras flores y ella, exageradísima y  cantatrice, como si estuvieran filmándola y esa escena fuera crucial en su carrera, toma entre sus manos una rama escuálida sin un sólo pétalo violeta, ahueca la voz, hace un silencio temerario y dice de ese árbol.

—Es lo mejor que me pasó en la vida.