Silvina se trepa al cedro del parque por la tarde, cuando la familia duerme. Es verano y todas las ventanas de la casa están cerradas, para que no entre el calor. Si los mayores supieran que está ahí, sentada sobre una rama, comiendo terrones de azúcar con limón, la harían bajar y la castigarían. O quizás dejarían pasar la travesura: Silvina es la menor de seis hermanas, sus padres están cansados de criar hijas. Años más tarde, ella dirá que se sentía como “el etcétera de la familia”. Ser el etcétera tiene sus ventajas. Su familia es de las más ricas y aristocráticas de la Argentina, y su padre, Manuel Ocampo, es un hombre riguroso y conservador. Pero los controles son más relajados con ella. Que, además, sabe esconderse. Silvina es secreta.
El cedro al que se trepa está en un parque de más de diez hectáreas, coronado por una mansión fabulosa, de estilo francés, construida por su padre, que es ingeniero. El jardín suntuoso, donde en verano se ofrecen conciertos, termina en las barrancas del Río de la Plata. La mansión, que se llama Villa Ocampo, está ubicada en San Isidro, un suburbio a veinte kilómetros de la ciudad de Buenos Aires que, con los años, se convertirá en el barrio predilecto de los ricos, en el hogar más tradicional de la clase alta. Silvina, sobre la rama, ensucia un vestido blanco traído de París; su familia viaja a Francia una vez por año acompaña- da de decenas de sirvientes, y con frecuencia carga sobre el barco una vaca, o dos, para que las niñas puedan tomar leche fresca. La hermana mayor de Silvina, Victoria, que será una mujer célebre, escribirá en su Autobiografía: “La cosa había ocurrido en casa, o en la casa de al lado, o en la casa de enfrente: San Martín, Pueyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López. Todos eran parientes o amigos”. Es 1910, el año del Centenario de la Argentina, festejado el 25 de mayo. Al menos, festejado por una parte de la población, la que es rica y dueña de enormes extensiones de tierra, la que controla un sistema político elitista. Es presidente Roque Sáenz Peña, que llegó al poder con irregularidades y fraude, vicios habituales del sistema por entonces. En dos años, el presidente promulgará la ley Sáenz Peña, que establece el voto obligatorio, secreto y universal, impulsada sobre todo por los enormes cambios de la Argentina, que recibe inmigrantes europeos, vive revueltas obreras, especialmente anarquistas, e intentos revolucionarios del recién formado Partido Radical. Pero las turbulencias del país no rozan los veranos de la familia Ocampo en el hermosísimo suburbio de San Isidro. Pasan la mayor parte del año en la ciudad, en su mansión de la calle Viamonte, frente a la iglesia y el Convento de las Catalinas, y viajan hasta San Isidro en tren; el último tramo, entre la estación y la casa, lo hacen en carruaje. También pasan tiempo en sus campos de Pergamino, en la provincia de Buenos Aires, o en la estancia de Villa Allende, Córdoba. Pero, por lo general, el verano es en Villa Ocampo, donde Silvina se sube a los árboles durante la siesta, donde está la casa color ocre con escalinatas y techos de pizarra gris, un poco mansión victoriana, un poco francesa, un poco italiana: el eclecticismo arquitectónico argentino. Sobre el cedro, Silvina espera a sus visitantes favoritos: los mendigos. Cada vez que los ve llegar, corre a la casa, para anunciarlos: “¡Llegaron los mendigos!”, grita. Cuando ella misma escriba su autobiografía, Invenciones del recuerdo, un largo poema en prosa publicado de forma póstuma, recordará a algunos:
“Aquellos mendigos eran del color de las hojas secas/ no eran de carne,/ eran del color de la tierra, no tenían sangre,/ el pelo les crecía como mata de pasto/ y los ojos estaban en sus caras como el agua de las fuentes/ en los jardines;/ por eso le gustaban./ Algunos eran ciegos,/ con ojos del color de los ópalos o de las piedras de luna,/ otros rengos o mancos, dando pasos de baile/ otros marcados de viruela/ otros con la mitad de la cara comida/ como estatuas de terracota/ otros ebrios con manchas coloradas./ Cuando se iban, se iba un poco de su alegría/.../ Un día una de las sirvientas la encontró,/ en un momento de descuido, /con una mendiga que le mostraba un pecho y un muslo con llagas y que le decía/ Vea mis llagas, niñita Jesús”.
Silvina no ama solamente a los mendigos. Ama a los sirvientes de la casa. Ama a las niñeras, a las costureras, a las planchadoras, a los cocineros que viven en las dependencias de servicio del último piso. Ama a los trabajadores y a los pobres. Nunca, en toda su vida, ese amor se transformará en algún tipo de conciencia política o de acción social concreta. Escribe Blas Matamoro en su ensayo dedicado a Silvina Ocampo, titulado “La nena terrible”, de su libro Oligarquía y literatura (Ediciones del Sol, 1975): “El enfrentamiento de los niños terribles pasa por el odio a la familia, y se detiene allí: como hijos de la gran burguesía, no tienen oposición fundamental contra todo el orden social, pero su calidad de marginados familiares les crea una oposición parcial con una de las instituciones fundamentales de ese orden como lo es la familia. Los niños terribles asumen el Mal, no la Revolución”.
Y hay algo retorcido, algo perverso, en esa fascinación de Silvina niña esperando a los mendigos sobre el cedro. En una de muchas entrevistas que le hizo en 1987 Hugo Beccacece, periodista, escritor y director durante décadas del suplemento de cultura del diario La Nación, Silvina explicó: “A mí me encantaba servirles té con leche o café con leche; algo que tuviera leche con nata. A mí la nata me parecía asquerosa pero me daba curiosidad ver cómo los otros se tragaban la nata tan repugnante. La pobreza me parecía divina. En ese entonces, cerca de San Isidro, vivían muchos chicos pobres. A mí me parecían tan superiores a los que nos visitaban, mucho más divertidos que mis primas. Mis primas eran unas pavotas, unas inútiles. No sabían robar nada (...), estaban siempre impecables, no que- rían ensuciarse, no se movían para no desarreglarse. Los mendigos, en cambio, tenían unas crenchas espléndidas. Porque a mí no me gusta la gente muy peinada. Esos chicos pobres estaban siempre quemados por el sol; tenían un color de piel tan lindo. Siempre me quedó la añoranza de la pobreza. Después crecí y me di cuenta de que la riqueza tiene sus ventajas. Pero la pobreza te da libertad, uno no está temiendo perder nada, no está atado a nada”. La niña que da de comer y beber a los mendigos no arde de caridad religiosa ni muestra compasión: está, más bien, fascinada por esos desesperados con una inocencia vertiginosa, feroz. Le parecen tan distintos a ella; los sabe, intuitivamente entonces, con certeza cuando los describe años después, su opuesto. Lo que de verdad le gusta. “En San Isidro hice retratos de toda la gente que vivía en el Bajo, de los pobres, de los guardabarreras, de los linyeras”, contó en la misma entrevista con Beccacece. “Me había hecho amiga de todos ellos, los saludaba, los besaba. A mi familia le parecía muy mal que yo tuviera esas amistades. Te- nía miedo de que me robaran algo, de que me contagiaran alguna enfermedad, de que me hicieran quién sabe qué cosa. Una vez alguien de los míos me dijo: ‘No podés tener trato con esa gente. Así nunca vas a lograr que te res- peten’. Y yo le respondí: ‘Yo no quiero que me respeten. Yo quiero que me quieran’”.
Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, una de las mujeres más ricas y extravagantes de la Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas de la literatura en es- pañol: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio. Nunca trabajó por dinero –no lo necesitaba–, no participó de ningún tipo de actividad política (ni siquiera de política cultural), publicó su último libro cuatro años antes de morir (y escribió incluso cuando ya tenía los primeros síntomas de Alzheimer, con casi 90 años) y su vida social, siempre reducida, se fue haciendo nula con los años, algo casi inaudito en una mujer de su clase. El dinero le dio libertad pero nunca pareció demasiado consciente de sus privilegios que, puede decir- se, apenas usó.
Silvina Inocencia María Ocampo nació el 28 de julio de 1903 en la casa familiar de Viamonte 550, en la ciudad de Buenos Aires. Fue la menor de seis hermanas, después de Victoria, Angélica, Francisca, Rosa y Clara. No fue a la escuela porque los Ocampo educaban a sus hijas en casa, con institutrices. Las clases de ciencias naturales, aritmética, catecismo, dibujo e historia se dictaban en francés; las chicas aprendían también inglés, italiano y español, pero este idioma venía casi último en la lista de prioridades. Sil- vina, de chica, escribía en inglés, porque la gramática del español le resultaba “imposible”. Escribía largas cartas, a amigas reales e imaginarias, y composiciones basadas en la historia de Inglaterra, sobre todo acerca de los príncipes Eduardo V y su hermano Ricardo, los niños encerrados en la Torre de Londres en 1483. Amaba su casa natal, la de la calle Viamonte, en pleno centro de la ciudad. Escribió sobre ella y la describió en poemas y cuentos: su claraboya azul, su enorme escalinata de mármol, el último piso, el de las dependencias de servicio, donde pasaba la mayor par- te del tiempo. “Era muy amiga de todas esas personas de ese último piso y naturalmente me dejaban hacer trabajos que me gustaban, como planchar, coser, usar la tijera, usar el cuchillo en la cocina”, le contó a Noemí Ulla, escritora, crítica y amiga, en el libro Encuentros con Silvina Ocampo (De Belgrano, 1982/Leviatán, 2003). “Me llamaban la primera oficial; iba a coser una costurera, entonces yo jugaba con el maniquí. Yo tenía gusto para la costura. Pensaba ‘cuando sea grande voy a ser costurera’. Mis hermanas no iban a ese último piso. Yo era la mimada, en cierto modo. Y algunas veces hacía alguna travesura a la planchadora –que era sorda– con cierta crueldad. Cuando ella salía del cuarto de planchar yo me metía debajo de la mesa y cuando volvía le agarraba las dos piernas y no se las sol- taba. Como era sorda, eso le daba más miedo que a cualquier otra persona”.
Gran parte de la literatura de Silvina Ocampo parece contenida ahí: en la infancia, en las dependencias de servicio. De ahí parecen venir sus cuentos protagonizados por niños crueles, niños asesinos, niños asesinados, niños suicidas, niños abusados, niños pirómanos, niños perversos, niños que no quieren crecer, niños que nacen viejos, niñas brujas, niñas videntes; sus cuentos protagonizados por peluqueras, por costureras, por institutrices, por adivinas, por jorobados, por perros embalsamados, por planchado- ras. Su primer libro de cuentos, Viaje olvidado (1937), es su infancia deformada y recreada por la memoria; Invenciones del recuerdo, su libro póstumo, de 2006, es una autobiografía infantil. No hay periodo que la fascine más; no hay época que le interese tanto.
Pero, de chica, Silvina apenas escribe, salvo esas cartas y las redacciones para las institutrices (y un primer poema, un diálogo entre una modista y su maniquí, que se perdió). De chica, dibuja.
Cuando los Ocampo viajaban a París, se alojaban en el Hotel Majestic, nº 19 de la Avenue Kleber. Durante el verano europeo pasaban también algunos días en Biarritz, en el Hotel du Palai. Pero fue en 1908, en un viaje familiar que duró dos años, cuando la familia creyó –por error– que Silvina tenía grandes condiciones: sus hermanas mayores, que estudiaban dibujo, abandonaban los bocetos en el suelo. Silvina, que andaba merodeando, recogía los papeles descartados. Así fue como calcó una bailarina y todo el mundo creyó que era un dibujo original. Después, calcó un caballo (“Había trazado un promontorio que parecía dos frutas/ entre las patas traseras del animal/ Fue tal vez una de sus hermanas/ la que le dijo ‘no, esto no’/ y le obligó a borrar la parte/ que empezó a parecerle vergonzosa”, escribe en Invenciones del recuerdo. De vuelta en Bue- nos Aires, la familia contrató a una maestra de dibujo para ella: lo primero que le enseñó a dibujar fue una botella y una naranja.
Al mismo tiempo que aprendía a dibujar, Silvina tuvo un breve período de religiosidad intensa, y rezaba todas las noches oraciones especiales, secretas, porque las que le enseñaban le parecían poca cosa. También vivía noches de pánico cuando su madre, Ramona Aguirre, salía a cenar o al teatro; ella creía que nunca iba a volver, que la abandonaría. Amaba a su madre pero también a sus niñeras, pasaba mucho más tiempo con ellas. Y hablaba muy poco. Los adultos le preguntaban si le habían comido la lengua, y la sola idea de que alguien pudiera mutilarla así la aterraba. Cuando iba a jugar a los bosques de Palermo, recogía vidrios y miraba los pájaros; su padre le compraba globos.
Jugaba muy poco con otros chicos: no tenía amigas de su edad. Sus hermanas más grandes no le prestaban atención. La única que ocasionalmente quería ser su compañera de juegos era Clara, la más cercana, cinco años mayor.
Una tarde, Clara y Silvina miraban pasar, juntas, un desfile militar desde uno de los balcones de la casa de la calle Viamonte, en Buenos Aires. Era invierno, el 9 de julio probablemente, día de la Independencia argentina. Clara tenía 11 años; Silvina, 6. Entusiasmada por los soldados, Silvina se dio vuelta para comentarle algo a su hermana y, cuando le miró la cara se la vio color violeta, con rastros celestes. Días después, Clara murió de diabetes infantil. Recuerda Silvina, en Encuentros con Silvina Ocampo de Noemí Ulla: “Nadie me dijo que estaba muriendo. Había un barullo en la casa... y era de noche, yo me hacía la que estaba durmiendo, pero miraba a ver qué pasaba. Había un movimiento en la casa completamente inaudito a esa hora. Después mi madre estaba rodeada de señoras, me llamaron a la sala para que saludara a las visitas y mi madre estaba toda de negro. Entonces yo me acerqué a darle un beso a mamá y ella me dijo: ‘¿Sabés que Clarita se fue al cielo?’. Yo supe que esa frase era una cosa oscura, horrible como un precipicio, a pesar de que ella me lo dijo tratando de hacer –supongo– una voz tranquila, más bien sonriente. Ahí supe que se había muerto, a pesar de que me lo dijo así. Después me pusieron un cinturón negro en signo de duelo. Entonces lloré. Pero lloré porque creía que había que llorar, porque había visto llorar a personas alrededor. ¡Me sentía tan sola! Acudí al último piso, donde se planchaba la ropa, y veía que todas las personas que estaban atareadas con los trabajos de lavar, de planchar, de limpiar, no lloraban, entonces me acurruqué ahí y no quería bajar, no quería ver a la gente que estaba toda vestida de negro y que lloraba y lloraba. Y sin embargo me hicieron bajar, me hicieron llamar. Yo creo que ahí empezó mi odio a la sociabilidad”.
En su cuento “La siesta del cedro”, de Viaje olvidado (1937), a una niña se le muere de tuberculosis su mejor amiga. Silvina siempre negó que estuviera inspirado en Clara; decía que era autobiográfico pero que no se trataba de su hermana, sino de otra amiga real, que también murió. Nunca dio detalles de esa amiga. La muerte de Clara, sin embargo, no es el episodio más revisitado de su infancia aunque lo recrea en Invenciones del recuerdo, donde Clara se llama Gabriel, como el arcángel.
El episodio infantil más recreado es el que cuenta en otro relato autobiográfico, “El pecado mortal”, incluido en el libro Las invitadas (1961). Allí, una niña de la alta burguesía es dejada al cuidado de un sirviente de confianza, Chango, cada vez que hay “una muerte o una fiesta”. Chango es una figura amenazante y a la vez seductora: la niña lo sigue, lo espía, especialmente cuando va al baño, donde se “demora”. Un día, cuando están solos, mientras la niña queda al cuidado de Chango, él se mete en el cuarto de baño y la obliga a espiar por la cerradura. Chango se exhibe, o se masturba. La niña no reacciona con disgusto, tampoco lo cuenta a sus padres. Faltan días para su primera comunión y no confiesa la experiencia. Por eso, cree, comulga en pecado mortal. Y en pecado mortal permanece.
Silvina dijo varias veces que el episodio era autobiográfico, en entrevistas, a sus amigos. En Invenciones del recuerdo hay una recreación de este descubrimiento del sexo del hombre antes de la comunión, pero también hay variaciones, repeticiones e insistencias mucho más explícitas e inquietantes. Escribe: “La cinturita del vestido/ que un ser angelical eligió/ como para un ángel/ la falda ahora levantada por el viento del infierno/ Un cilindro de carne exhibido/ para los términos de la geometría/ ‘Quedate no te vayas’/.../ La puerta está abierta para que nada parezca un secreto/ en el último piso de la casa/ el ascensor baja pero nadie sube/ no suben a rescatarla/ Dios mío, lo buscaba/ ¿Dios subiría en ese ascensor?/.../…Algo que no era un perro recién nacido/ asomaba por entre los pliegues de su camisa/ adentro del pantalón entreabierto/ no podía ser un perro/ era un objeto que formaba parte/ del cuerpo del hombre.../ Una vez la encontró echada/ sobre el linoleum del piso/ entre muñecas y cuadernos/ oyendo el susurro lascivo de una voz que le preguntaba/ ¿Te gustaría ser una señorita?/ Nunca Chango se había atrevido a tanto/ Acarició su pierna levemente/ Era como el roce de una mosca”.
Se refirió varias veces, aunque de manera fugaz, a su “precocidad” sexual. Nunca se refirió a este episodio –o a estos episodios, si es que se repitieron– como abusos. Más bien, según escribe en Invenciones del recuerdo, los consideraba experiencias iniciáticas en la contemplación y el ambiguo placer de lo prohibido: “Temblando se arrodillaba/ entre las sábanas frías/ pidiendo perdón a Dios/ pero lúbricas imágenes/ la abrasaban en cuanto volvía a meterse en la cama/ y entonces volvía a sentir/ transida el alma de dolor/ el placer del orgasmo”.