Publicado el 15 de septiembre de 2015
Fotos interior: Facebook Joan Didon
30 de diciembre de 2003, martes.
Habíamos visitado a Quintana en la UCI del sexto piso del Beth Israel Norte.
Habíamos vuelto a casa.
Habíamos hablado de si cenábamos fuera o nos quedábamos en casa.
Yo dije que encendería la chimenea y cenaríamos en casa.
Encendí la chimenea, me puse a hacer la cena y le pregunté a John si quería tomar algo.
Le serví un whisky y se lo llevé al living, al sillón junto a la chimenea donde solía sentarse y donde ahora estaba leyendo.
El libro que John estaba leyendo era de David Fromkin, unas pruebas encuadernadas de Europe’s Last Summer: Who Started the Great War in 1914?
Terminé de hacer la cena y puse la mesa en el living, donde, si estábamos los dos solos, podíamos cenar ante la chimenea. Me encuentro a mí misma haciendo hincapié en la chimenea porque las chimeneas eran importantes para nosotros. Yo había crecido en California, John y yo habíamos vivido veinticuatro años juntos allí, y en California calentábamos las casas encendiendo la chimenea. Encendíamos la chimenea hasta en las noches de verano, cuando caía la niebla. Las chimeneas encendidas indicaban que estábamos en casa, que habíamos completado el ciclo, que nos habíamos cobijado para pasar la noche. Encendí las velas. John pidió una segunda copa antes de sentarse. Yo se la di. Estaba concentrada en mezclar la ensalada.
John estaba hablando y de pronto se calló.
En un momento dado de los segundos previos o del minuto previo a callarse me había preguntado si el segundo whisky que le había servido era puro de malta. Yo le dije que no, que le había puesto el mismo whisky que la primera vez.
–Bien –me dijo él–. No sé por qué, pero creo que no deberías mezclarlos.
En otro momento de aquellos segundos previos o de aquel minuto previo, John me había estado contando por qué la Primera Guerra Mundial era el acontecimiento crucial del que fluía todo el resto del siglo xx.
Solo recuerdo que levanté la vista. John tenía la mano izquierda levantada y estaba encorvado e inmóvil. Al principio pensé que me estaba gastando una broma poco afortunada, intentando hacerme más llevadera aquella jornada tan difícil. Recuerdo que le dije: «No hagas eso».
Como no me contestó, lo primero que me vino a la cabeza fue que tal vez había empezado a comer y se había atragantado. Recuerdo que intenté levantarlo y separarlo lo bastante del respaldo de la silla como para hacerle la maniobra de Heimlich. Recuerdo lo mucho que pesaba cuando se desplomó hacia delante, primero sobre la mesa y luego al suelo. Al lado del teléfono de la cocina yo tenía pegada con cinta adhesiva una tarjeta con los números del servicio de ambulancias del New York-Presbyterian. No es que los tuviera allí pegados en previsión de un momento así. Los tenía pegados junto al teléfono por si algún vecino del edificio necesitaba una ambulancia.
Otra persona.
Llamé a uno de los números. Un operador me preguntó si John estaba respirando. Yo le dije: «Vengan ya». Cuando llegaron los paramédicos intenté contarles lo que había pasado, pero antes de que pudiera terminar ellos ya habían transformado la parte del salón donde John estaba tirado en una sala de urgencias. Uno de ellos (eran tres, tal vez cuatro, al término de una hora ya no estaba segura) se puso a hablar con el hospital sobre el electrocardiograma que ya parecían estar transmitiendo. Otro estaba preparando la primera o la segunda jeringa de las muchas inyecciones que le acabarían poniendo. (¿Epinefrina? ¿Lidocaína? ¿Procainamida? Me vienen nombres a la cabeza pero no tengo ni idea de dónde han salido.) Recuerdo que les dije que tal vez se hubiera asfixiado. Me lo refutaron con un simple gesto del dedo: el conducto respiratorio no estaba obstruido. Ahora parecían estar usando palas desfibriladoras con el objeto de restaurar el ritmo cardíaco. Obtuvieron algo que tal vez fuera un ritmo cardíaco normal (o eso pensé yo: estábamos todos en silencio y se produjo un salto brusco), a continuación lo perdieron y volvieron a empezar.
–Sigue en fibrilación –recuerdo que dijo el que hablaba por teléfono.
–En fibrilación-V –me aclararía el cardiólogo de John cuando me llamó a la mañana siguiente desde Nantucket–. Debieron de decir «fibrilación-V». V quiere decir «ventricular».
Tal vez dijeran «fibrilación-V» y tal vez no. La fibrilación auricular no causa paro cardíaco de forma inmediata ni necesaria. La ventricular sí. Tal vez la ventricular se daba por sobreentendida.
Recuerdo que intenté esclarecer mentalmente lo que iba a pasar a continuación. Como en el salón estaba el personal de la ambulancia, el siguiente paso lógico sería ir al hospital. Se me ocurrió que el personal médico podía decidir salir para el hospital de un momento a otro y que yo no estaría lista. Que no tendría a mano lo que necesitaba llevar. Que les representaría una pérdida de tiempo y me dejarían allí. Encontré mi bolso, unas llaves y un resumen que el médico de John había hecho de su historia clínica. Cuando volví al living, los paramédicos estaban mirando el monitor que habían colocado en el suelo. Yo no podía ver el monitor, así que miré las caras de ellos. Me acuerdo de que uno miró a los demás.
Cuando decidieron que había que trasladarlo, todo sucedió muy deprisa. Yo los seguí al ascensor y les pregunté si podía acompañarlos. Ellos dijeron que iban a bajar primero la camilla y que yo podía ir en la segunda ambulancia. Uno de ellos esperó conmigo a que volviera a subir el ascensor. Para cuando él y yo entramos en la segunda ambulancia, la primera ya estaba saliendo de la parte delantera del edificio. La distancia de nuestro edificio a la parte del New York-Presbyterian que antes era el New York Hospital es de seis manzanas transversales. No recuerdo ninguna sirena. No recuerdo que hubiera tráfico. Cuando nosotros llegamos a la entrada de urgencias del hospital, la camilla ya estaba desapareciendo en el interior del edificio. Había un hombre esperando en la zona de acceso para coches. No se veía a nadie más que no llevara uniforme hospitalario. Aquel hombre era el único.
–¿Es la esposa? –le preguntó al conductor, y a continuación se dirigió a mí–: Soy su asistente social –me dijo, y supongo que fue entonces cuando lo supe.
«Abrí la puerta, vi a aquel soldado con uniforme de gala y lo supe. Lo supe inmediatamente.» Esto decía la madre de un chico de diecinueve años muerto por una bomba en Kirkuk en un documental de HBO que citaba Bob Herbert en la edición matinal del New York Times del 12 de noviembre de 2004. «Pero pensé que, si yo no lo dejaba entrar, él no me lo podría comunicar. Y de esa forma no habría sucedido, nada de todo aquello habría sucedido. Y el soldado no paraba de decirme: “Señora, tengo que entrar”. Y yo no paraba de decirle: “Lo siento, pero usted no puede entrar”.»
Cuando leí esto un día a la hora del desayuno, casi once meses después de la noche de la ambulancia y el asistente social, reconocí aquella forma de pensar como la mía.
Una vez dentro de urgencias, vi que metían la camilla en un cubículo, empujada por más gente con uniforme hospitalario. Alguien me dijo que esperara en la zona de recepción. Obedecí. Había una cola para hacer el papeleo de ingreso. Esperar en la cola parecía la opción más constructiva. Esperar en la cola indicaba que todavía había tiempo para manejar todo aquello; yo tenía copias de los carnets de la obra social en el bolso, yo nunca había hecho trámites en aquel hospital –el New York Hospital era la parte asignada a Cornell del New York-Presbyterian, mientras que la parte que yo conocía era la parte asignada a Columbia, el Columbia-Presbyterian, situado en la Ciento sesenta y ocho con Broadway, a veinte minutos de distancia como mínimo, demasiado lejos en el caso de una urgencia como la nuestra–, pero podía sacarle rendimiento a aquel hospital desconocido, podía hacer algo útil, podía organizar el traslado al Columbia-Presbyterian en cuanto John estuviera estable. Estaba concentrada en los detalles de aquel traslado inminente al Columbia (le iba a hacer falta una cama con telemetría; después yo podía intentar que trasladaran también a Quintana al Columbia; la noche en que la habían ingresado en el Beth Israel Norte yo había anotado en una tarjeta los números de busca de varios médicos del Columbia, y alguno de ellos podría conseguirnos aquel traslado) cuando el asistente social volvió a aparecer y me sacó de la cola del papeleo para llevarme a una sala vacía que había junto a la zona de recepción.
–Puede esperar aquí –me dijo.
Esperé. Hacía frío en aquella sala, o tal vez lo tenía yo. Me pregunté cuánto tiempo habría pasado entre el momento de llamar a la ambulancia y la llegada de los paramédicos. A mí me parecía que no había pasado ni un momento («una basurita en el ojo de Dios» fue la expresión que se me ocurrió en aquella sala contigua a la recepción), pero debieron de ser como mínimo varios minutos.
Durante una temporada yo había tenido en una cartelera de mi despacho, por razones relacionadas con cierto episodio de la trama de una película que estaba escribiendo, una tarjeta pautada de color rosa en la que había escrito a máquina una frase del Manual de Merck que explicaba cuánto tiempo puede pasar el cerebro humano privado de oxígeno. La imagen de aquella tarjeta pautada de color rosa me vino ahora a la cabeza, en la sala contigua a la recepción: «La anoxia en el tejido durante más de 4-6 minutos puede provocar daños cerebrales irreversibles o muerte cerebral». Yo me estaba diciendo a mí misma que debía de estar recordando mal la frase cuando reapareció el asistente social. Lo acompañaba otro hombre, al que me presentó como «el médico de su marido». Hubo un silencio.
–Ha muerto, ¿verdad? –me oí decir al médico.
El médico miró al asistente social.
–Adelante –le dijo el asistente social–. Es una mujer muy fuerte.
Me llevaron al cubículo cerrado con cortinas donde John yacía, ya solo. Me preguntaron si quería a un sacerdote. Dije que sí. Apareció un sacerdote y dijo las palabras. Yo le di las gracias. Ellos me dieron el clip plateado en el que John guardaba su carnet de conducir y sus tarjetas de crédito. Me dieron el dinero que habían encontrado en sus bolsillos. Me dieron su reloj pulsera. Me dieron su teléfono móvil. Me dieron una bolsa de plástico en la que me dijeron que encontraría su ropa. Yo les di las gracias. El asistente social me preguntó si podía hacer algo más por mí. Yo le dije que me podía meter en un taxi. Él lo hizo. Yo le di las gracias.
–¿Tiene usted dinero para el viaje? –me preguntó.
Yo, la mujer fuerte, le dije que sí. Cuando entré en el departamento y vi el saco y la bufanda de John tirados en la misma silla donde los había dejado al volver de visitar a Quintana en el Beth Israel Norte (la bufanda de cachemir roja y el anorak impermeable que había sido el saco oficial de rodaje de Algo muy personal), me pregunté qué se le permitiría hacer a una mujer nada fuerte. ¿Venirse abajo? ¿Necesitar calmantes? ¿Gritar? Recuerdo que pensé que necesitaba hablar de aquello con John.
No había nada de lo que yo no hablara con John.
Como los dos éramos escritores y los dos trabajábamos en casa, nuestras jornadas enteras estaban pobladas por la voz del otro.
Yo no siempre pensaba que él tuviera razón y él tampoco pensaba siempre que la tuviera yo, pero los dos éramos la persona en que el otro confiaba. No había separación alguna entre nuestros intereses ni afanes en ninguna situación. Mucha gente daba por sentado que, como a veces uno de los dos recibía una crítica más positiva o un adelanto más grande, debíamos de «competir» entre nosotros de alguna forma, que nuestra vida privada debía de ser un campo minado de envidias profesionales y resentimientos. Esto distaba tanto de ser verdad que el hecho de que la gente insistiera en ello sugería ciertas lagunas en la visión general que había del matrimonio.
Aquella era otra de las cosas de las que solíamos hablar.
Lo que recuerdo del departamento la noche en que volví sola a casa del New York Hospital es su silencio.
En la bolsa de plástico que me habían dado en el hospital había unos pantalones de pana, una camisa de lana, un cinturón y creo que nada más. Alguien, supuse que alguno de los paramédicos, había rajado el pantalón de pana. En la camisa había sangre. El cinturón era trenzado. Me acuerdo de que enchufé su teléfono móvil al cargador que tenía en su escritorio. Recuerdo que metí su clip plateado en la caja del dormitorio donde guardábamos los pasaportes, los certificados de nacimiento y las certificaciones de haber servido de jurado. Ahora miro el clip y veo que llevaba encima las siguientes tarjetas: un carnet de conducir del estado de Nueva York, pendiente de renovación el 25 de mayo de 2004; una tarjeta de débito del Chase; una tarjeta American Express, una MasterCard del Wells Fargo; un carnet del museo Metropolitan; un carnet de la sección Oeste del Writers Guild of America (era la temporada previa a la votación de la Academia, durante la cual se podía usar el carnet de la WGA Oeste para ver películas gratis, John debía de haber ido al cine, no me acuerdo); un carnet de Medicare y una tarjeta impresa por Medtronic con la inscripción «Llevo implantado un marcapasos Kappa 900 SR», el número de serie del aparato, un número para llamar al médico que lo había colocado y la anotación: «Fecha del implante: 03 Jun 2003». Me acuerdo de que junté el dinero en efectivo que él había llevado en los bolsillos con el que yo llevaba en el bolso, alisando los billetes con la mano, y que tuve especial cuidado en intercalar los de veinte con los de veinte, los de diez con los de diez, y los de cinco y uno con los de cinco y uno. Recuerdo que al hacerlo pensé que así John vería que yo me estaba encargando de todo.
Cuando lo vi en el cubículo cerrado con cortinas de la zona de urgencias del New York Hospital, John tenía uno de los incisivos golpeado, supongo que de la caída, porque también tenía hematomas en la cara. Cuando identifiqué su cadáver al día siguiente en el tanatorio Frank E. Campbell ya no se le veían los hematomas. Se me ocurrió que enmascarar los moretones debía de ser a lo que se refería el empleado de la casa velatoria cuando le dije que no quería que lo embalsamasen y él me contestó: «En ese caso solo lo limpiaremos». El encuentro con el empleado de la casa velatoria me sigue resultando muy remoto. Yo había llegado al Frank E. Campbell tan decidida a evitar cualquier reacción inapropiada (lágrimas, rabia, risas incontroladas ante aquel silencio digno de Oz) que ahora estaba reprimiendo toda reacción posible. Después de que mi madre muriera, el empleado de la funeraria que vino a buscar su cuerpo había dejado en su lugar sobre la cama una rosa artificial. Me lo había contado mi hermano, ofendido hasta la médula. Yo quería estar blindada contra las rosas artificiales. Recuerdo que tomé una decisión rápida y enérgica sobre el ataúd. Recuerdo que en el despacho donde firmé los documentos había un reloj de pie que no funcionaba. El sobrino de John, Tony Dunne, que era quien me acompañaba, le mencionó al hombre de la funeraria que el reloj no funcionaba. El hombre, como si le complaciera elucidar un elemento decorativo, nos explicó que el reloj llevaba años sin funcionar, pero que lo conservaban como una «especie de recuerdo» a una encarnación anterior de la empresa. Daba la impresión de que nos estaba presentando aquel reloj a modo de lección. Yo me concentré en Quintana. Fui capaz de no escuchar lo que estaba diciendo el hombre de la funeraria, pero mientras me concentraba en Quintana no fui capaz de impedir que me vinieran a la cabeza estos versos: «A unos metros yace tu padre. / Lo que eran sus ojos ahora son perlas».
Ocho meses más tarde, le pregunté al encargado de nuestro edificio si todavía conservaba el registro de la portería correspondiente a la noche del 30 de diciembre. Yo sabía que existía un registro: durante tres años había sido presidenta del consejo del edificio, y el registro de la portería era intrínseco al protocolo del edificio. Según el registro, los porteros aquella noche habían sido Michael Flynn y Vasile Ionescu. Yo no me acordaba de aquello. Vasile Ionescu y John tenían un pasatiempo al que se entregaban para divertirse en el ascensor, un jueguito, entre un exiliado de la Rumanía de Ceaucescu y un católico irlandés de West Hartford, Connecticut, basado en su apreciación común del postureo político. «¿Y dónde anda Bin Laden?», decía Vasile cuando John se subía al ascensor, y el juego consistía en ver quién hacía la sugerencia más improbable: «¿Es posible que Bin Laden esté en el altillo?», «¿En el dúplex?», «¿En el gimnasio?». Cuando vi su nombre en el registro, se me ocurrió que no me acordaba de si Vasile había iniciado aquel juego al llegar nosotros del Beth Israel Norte sobre la hora de la cena del 30 de diciembre. En el registro de aquella noche solo había dos anotaciones, menos que de costumbre, incluso para ser una época del año en que la mayoría de los ocupantes del edificio emigraban a climas más benignos:
nota: A las 21.20 han llegado unos paramédicos para atender al señor Dunne. Se han llevado al señor Dunne al hospital a las 22.05.
nota: Bombita quemada en el ascensor de pasajeros A-B.
El ascensor A-B era el nuestro, el ascensor en que los paramédicos habían subido a las 21.20 y en el que a las 22.05 se habían llevado a John (y a mí) a las ambulancias que esperaban abajo, el ascensor en el que yo había vuelto sola a nuestro departamento a una hora no registrada. Yo no me había fijado en que había una bombita quemada en el ascensor. Tampoco había sido consciente de que los paramédicos habían pasado cuarenta y cinco minutos en el departamento. Siempre le había dicho a todo el mundo que habían sido «quince o veinte minutos». «Si estuvieron tanto tiempo, ¿eso quiere decir que John estaba vivo?», le pregunté a un médico al que conocía. «A veces trabajan mucho rato, sí», me dijo él. Pasó un tiempo antes de que me diera cuenta de que aquello no contestaba en absoluto a mi pregunta.
El certificado de defunción, cuando me llegó, indicaba que la hora de la defunción había sido las 22.18 del 30 de diciembre de 2003.
Antes de marcharme del hospital me preguntaron si autorizaría la autopsia. Yo les dije que sí. Más tarde leí que, en los hospitales, preguntarle a un pariente si autoriza una autopsia se considera una cuestión delicada y peliaguda, a menudo el más difícil de los pasos rutinarios que siguen a una muerte. Los mismos médicos, de acuerdo con muchos estudios (por ejemplo «The Intern’s Dilemma: The Request for Autopsy Consent» [«El dilema del interno: pedir consentimiento para la autopsia»], de J. L. Katz y R. Gardner, publicado en la revista Psychiatry in Medicine n.º 3, pp. 197-203, 1972), experimentan una ansiedad considerable cuando tienen que plantear la petición. Saben que la autopsia es esencial para el aprendizaje y la enseñanza de la medicina, pero también son conscientes de que el procedimiento apela a un temor primitivo. No sé si la persona del New York Hospital que me pidió que autorizara la autopsia experimentó aquella ansiedad, pero yo se la podría haber ahorrado: yo quería autopsia. Yo quería autopsia a pesar de que había presenciado algunas mientras estaba investigando. Sabía exactamente lo que ocurre en ellas, sabía que te abren el pecho como si fueras un pollo en el mostrador de una carnicería, que te desprenden la cara y te pesan los órganos en una balanza. Yo había visto a detectives de homicidios apartar la mirada cuando estaban practicando una autopsia ante ellos. Aun así, la quería. Necesitaba saber cómo, por qué y cuándo había sucedido. De hecho, quería estar presente mientras la hacían (yo había presenciado otras autopsias con John, así que le debía el estar en la suya, se me había metido entre ceja y ceja que si fuera yo la que estaba en la mesa, él estaría presente), pero no confiaba en ser capaz de explicar mis razones de forma racional, de modo que no lo pedí.
Si la ambulancia salió de nuestro edificio a las 22.05 y la muerte se produjo oficialmente a las 22.18, los trece minutos transcurridos entre una cosa y otra no fueron más que contabilidad, burocracia y asegurarse de que se respetaran los procedimientos hospitalarios, se cumplimentara el papeleo y hubiera la persona apropiada a mano para liquidar el asunto e informar a la mujer fuerte.
Lo de liquidar el asunto, según me enteré más tarde, se denominaba «dictaminar», como, por ejemplo, «Dictamen: 22.18».
Pero yo tenía que creer que había estado muerto desde el principio.
Porque si no creía que llevaba muerto desde el principio, la conclusión era que debería haber podido salvarlo.
Hasta que vi el informe de la autopsia, seguí pensándolo de todas maneras, un perfecto ejemplo de autoengaño en su modalidad omnipotente.
Un par de semanas antes de su muerte, mientras estábamos cenando en un restaurante, John me pidió que le anotara una cosa en mi cuaderno. Él siempre llevaba tarjetas para tomar notas, unos tarjetones de ocho por quince con su nombre impreso que le entraban en el bolsillo interior. Mientras cenaba se le ocurrió una cosa de la que no quería olvidarse, pero cuando se buscó en los bolsillos no encontró ninguna tarjeta. Necesito que me anotes una cosa, me dijo. Me aclaró que era para su nuevo libro, no para el mío, una distinción en la que hizo hincapié porque por entonces yo estaba documentándome para escribir un libro relacionado con el deporte. Esta es la nota que me dictó: «Los entrenadores solían salir después del partido y decir: “Jugaron muy bien”. Ahora salen con la policía estatal, como si estuvieran en una guerra y ellos fueran el ejército. Es la militarización del deporte». Cuando yo le di la nota al día siguiente, él me dijo: «Puedes usarla tú si quieres».
¿Qué quiso decir con aquello?
¿Acaso sabía que no iba a escribir aquel libro?
¿Acaso tuvo una premonición, sintió una sombra? ¿Por qué se olvidó de llevarse las tarjetas a la cena aquella noche? ¿Acaso él no me había avisado, un día en que yo me había olvidado mi cuaderno, de que la capacidad de anotar algo cuando se te ocurría era lo que marcaba la diferencia entre ser capaz y no ser capaz de escribir? ¿Acaso algo le estaba diciendo aquella noche que se le acababa el tiempo de ser capaz de escribir?
Un verano, cuando vivíamos en Brentwood Park, caímos en el hábito de terminar de trabajar a las cuatro de la tarde para ir a pasar un rato en la pileta. A él le gustaba leer de pie en el agua (aquel verano releyó varias veces La decisión de Sophie, intentando ver cómo funcionaba) mientras yo trabajaba en el jardín. Era un jardín pequeño, en miniatura, con caminos de piedra, una pérgola de rosas y lechos de flores bordeados de tomillo, santolina y manzanilla. Yo había convencido a John unos años antes para que desmalezáramos una parcela y plantáramos aquel jardín. Para mi sorpresa, ya que él nunca había mostrado interés alguno por la jardinería, empezó a tratar el resultado como si fuera un don místico. Cuando faltaba poco para las cinco, en aquellas tardes de verano, nadábamos un rato y nos íbamos a la biblioteca envueltos en toallas para ver Tenko, una serie de la BBC que por entonces se emitía en los canales de redifusión, sobre unas mujeres inglesas satisfactoriamente predecibles (una era inmadura y egoísta y otra parecía estar inspirada en la señora Miniver) encerradas en un campo de prisioneros japonés de Ma lasia durante la Segunda Guerra Mundial. Después de ver el episodio de cada tarde de Tenko, subíamos al piso de arriba para trabajar un par de horas más, John en su despacho de lo alto de las escaleras y yo en el cerramiento vidriado que había al otro lado del pasillo y que se había convertido en mi oficina. A las siete o siete y media salíamos a cenar, muchas noches al Mor ton’s. Aquel verano el Morton’s nos parecía perfecto. Siempre tenían quesadillas de gambas y pollo con porotos negros. El local era frío, elegante y oscuro por dentro, pero se veía el crepúsculo por las ventanas.
Por aquella época a John no le gustaba manejar de noche. Esa era una de las razones, según me enteré más tarde, de que quisiera pasar más tiempo en Nueva York, un deseo que por entonces a mí me resultaba un misterio. Una noche de aquel verano me pidió que manejara yo de vuelta a casa después de cenar en la residencia que Anthea Sylbert tenía en Camino Palmero, Hollywood. Anthea vivía a menos de una manzana de una casa de la avenida Franklin donde nosotros habíamos vivido entre 1967 y 1971, de manera que no existía el problema de orientarse en un vecindario desconocido. Mientras arrancaba el motor, se me ocurrió que podía contar con los dedos el número de veces que yo había manejado estando John en el coche. La única otra vez que me vino a la cabeza aquella noche había sido un día en que me pasé al volante para que descansara durante un trayecto en coche de Las Vegas a Los Ángeles. Él llevaba un rato quedándose dormido en el asiento del pasajero del Corvette que teníamos por entonces. De pronto abrió los ojos. Y después de un momento dijo, con mucha cautela:
–Yo iría un poco más despacio.
Yo no tenía la sensación de ir a una velocidad inusual, así que miré el velocímetro: estaba yendo a doscientos por hora. Aun así.
Un trayecto a través del desierto de Mojave era una cosa. Pero no había sucedido nunca que él me pidiera que lo llevara a casa después de una cena en la ciudad: aquella noche de Camino Palmero no tenía precedentes. Ni tampoco los tenía el hecho de que, al final del trayecto de cuarenta y cinco minutos hasta Brentwood Park, él declarara que yo había «manejado bien».
Durante el año previo a su muerte, John mencionó varias veces aquellas tardes de pileta, jardín y Tenko.
Philippe Ariès, en El hombre ante la muerte, señala que la característica esencial de la muerte tal como aparece en el Cantar de Roldán es que, por mucho que sea repentina o accidental, la muerte siempre «nos avisa con antelación de su llegada». A Gawain le preguntan: «Oh, buen señor, ¿crees acaso que tan pronto morirás?». Y Gawain contesta: «Yo les digo que no viviré dos días». Ariès señala: «Ni el médico ni sus amigos ni los sacerdotes (estos últimos ausentes y olvidados) saben tanto del asunto como él. Solo el hombre que agoniza sabe cuánto tiempo le queda».
Te sientas a cenar.
–Puedes usarla tú si quieres –me dijo John cuando le di la nota que él me había dictado hacía una semana o dos.
Y ya no estás.
El dolor por la muerte de un ser querido, cuando llega, no es en absoluto como esperamos que sea. No fue lo que sentí al morir mis padres: mi padre murió cuando le quedaban pocos días para cumplir ochenta y cinco años, y mi madre, a falta de un mes para los noventa y uno, los dos después de varios años de ir perdiendo salud. Lo que yo sentí en ambos casos fue tristeza, soledad (esa soledad del hijo abandonado a la edad que sea), pesar por el tiempo pasado, por las cosas nunca dichas, por mi incapacidad para compartir o incluso para admitir de ninguna forma real, al final, el dolor, la impotencia y la humillación física que los dos experimentaron. Yo entendí que las muertes de ambos eran inevitables. Llevaba mi vida entera esperando aquellas muertes (temiéndolas, teniéndoles terror, imaginándomelas). Cuando por fin ocurrieron, se quedaron a cierta distancia, separadas de la cotidianidad de mi vida. Tras la muerte de mi madre recibí una carta de un amigo de Chicago, un antiguo sacerdote de la sociedad Maryknoll, que intuía con exactitud lo que yo estaba sintiendo. La muerte de un progenitor, me escribió, «a pesar de lo preparados que estemos y ciertamente a pesar de la edad que tengamos, descoloca las cosas que tenemos muy adentro, desencadena unas reacciones que nos sorprenden y que pueden liberar recuerdos y sensaciones que creíamos olvidados largo tiempo atrás. Durante ese período indeterminado que denominamos duelo, es como si estuviéramos en un submarino, en silencio sobre el lecho oceánico, sintiendo las cargas de profundidad, a veces cercanas y a veces lejanas, que nos azotan con recuerdos».
Mi padre había muerto y mi madre también, y durante una temporada yo iba a tener que ser cuidadosa con las minas, pero aun así me levantaría por las mañanas y mandaría la ropa sucia a lavar.
Seguiría planeando el menú del almuerzo de Pascua.
Seguiría acordándome de renovar el pasaporte.
El dolor por la muerte de un ser querido es otra cosa. Carece de distancia. Viene en forma de oleadas, de paroxismos, de premoniciones repentinas que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y cancelan la normalidad de la vida. Prácticamente todo el mundo que ha experimentado el dolor por la muerte de un ser querido menciona este fenómeno de las «oleadas». Eric Lindemann, que fue jefe de psiquiatría en el Massachusetts General Hospital en la década de 1940 y entrevistó a muchos familiares de víctimas mortales del incendio de Cocoanut Grove en 1942, definió el fenómeno con una concreción absoluta en un famoso estudio de 1944: «sensaciones de angustia somática que se presentan en forma de oleadas de en tre veinte minutos y una hora cada una, la sensación de tener un nudo en la garganta, dificultad para respirar, necesidad de suspirar y una sensación de vacío en el abdomen, falta de potencia muscular y una intensa angustia subjetiva que se describe como tensión o dolor mental».
Un nudo en la garganta.
Ahogo y necesidad de suspirar.
En mi caso, aquellas oleadas llegaron por la mañana del 31 de diciembre de 2003, siete u ocho horas después del hecho, cuando me desperté sola en el departamento. No recuerdo haber llorado la noche antes; en pleno episodio yo había entrado en una especie de shock, durante el cual lo único que me permitía pensar a mí misma era que tenía que hacer una serie de cosas. Había tenido que hacer cosas mientras el personal de la ambulancia estaba en mi casa. Por ejemplo, había tenido que encontrar la copia del resumen de la historia clí- nica de John para poder llevármela al hospital. Por ejemplo, había tenido que agregar carbón al fuego de la chimenea para bajar la llama, porque tenía que irme. También en el hospital había tenido que hacer cosas. Por ejemplo, me había tenido que poner en la cola. Por ejemplo, me había tenido que concentrar en la cama con telemetría que le iba a hacer falta a John para su traslado al Columbia-Presbyterian.
A mi regreso del hospital nuevamente había tenido cosas que hacer. No era capaz de identificar todas aquellas cosas, pero había una que sí sabía: antes que nada, tenía que comunicarle lo sucedido al hermano de John, Nick. Me dio la impresión de que ya se había hecho tarde para llamar a su hermano mayor, Dick, a Cape Cod (se acostaba temprano, llevaba un tiempo mal de salud y no quería despertarlo con la mala noticia), pero a Nick sí se lo tenía que decir. No planeé cómo hacerlo. Me limité a sentarme en la cama, descolgué el teléfono y marqué el número de su casa de Connecticut. Él contestó. Yo se lo dije. Después de colgar el teléfono, y rigiéndome por lo que únicamente puedo describir como un nuevo patrón neurológico de marcar números y pronunciar las palabras, volví a descolgar. No podía llamar a Quintana (seguía en el mismo sitio donde la habíamos dejado hacía unas horas, inconsciente en la UCI del Beth Israel Norte) pero sí podía llamar a Gerry, su marido desde hacía cinco meses, y también podía llamar a mi hermano, Jim, que estaría en su casa de Pebble Beach. Gerry me dijo que vendría a verme. Yo le dije que no hacía falta que viniera, que yo estaría bien. Jim me dijo que tomaría un avión. Yo le dije que no hacía falta plantearse tomar aviones, que ya hablaríamos por la mañana. Estaba intentando averiguar qué hacer a continuación cuando sonó el teléfono. Era la agente de John y mía, Lynn Nesbit, amiga nuestra desde finales de los sesenta, si no me equivoco. Por entonces no me quedó claro cómo se había enterado, pero se había enterado (tenía algo que ver con un amigo en común con el que tanto Nick como Lynn parecían haber hablado durante el último minuto) y me estaba llamando desde un taxi de camino a nuestro departamento. En cierto sentido me sentí aliviada (Lynn sabía gestionar las cosas, Lynn sabría qué tenía que hacer yo), pero en otro me quedé perpleja: ¿cómo podía lidiar yo en aquellos momentos con el hecho de tener compañía? ¿Qué íbamos a hacer? ¿Nos íbamos a quedar sentadas en el salón con las jeringas, los electrodos del electrocardió- grafo y la sangre todavía en el suelo? ¿Tenía yo que reavivar lo que quedara del fuego de la chimenea? ¿Íbamos a tomar una copa? ¿Habría cenado ella ya?
¿Había cenado yo?
En el momento mismo en que me pregunté a mí misma si había cenado, tuve mi primer vislumbre de lo que se acercaba: si pensaba en comida, descubrí aquella noche, me entraban ganas de vomitar.
Llegó Lynn.
Nos sentamos en la parte del salón donde no había sangre ni electrodos ni jeringas.
Recuerdo que mientras hablaba con Lynn pensé (esta era la parte que yo no podía decir) que la sangre debía de venir de la caída: se había caído de cara, de ahí el diente golpeado que yo le había visto en urgencias del hospital, y el diente le debía de haber hecho un corte dentro de la boca.
Lynn descolgó el teléfono y dijo que iba a llamar a Christopher.
Aquel fue otro momento de perplejidad: el Christopher al que yo conocía más era Christopher Dickey, pero estaba o bien en París o en Dubái, y en cualquier caso Lynn lo habría llamado Chris, no Christopher. Me sorprendí a mí misma pensando en la autopsia. Era posible que la estuvieran haciendo mientras yo estaba allí sentada. Luego me di cuenta de que el Christopher al que Lynn se estaba refiriendo era Christopher Lehmann-Haupt, el principal redactor de necrológicas del New York Times. Recuerdo una sensación de shock. Me entraron ganas de decir «Todavía no», pero se me había secado la boca. Yo era capaz de hacerme a la idea de la «autopsia», pero la noción de «necrológica» no me había pasado por la cabeza. «Necrológica», a diferencia de «autopsia», que era algo que quedaba entre John y yo y el hospital, implicaba que la cosa ya había sucedido. Me sorprendí a mí misma preguntándome, sin experimentar sensación alguna de falta de lógica, si la cosa también había sucedido en Los Ángeles. Me puse a intentar calcular qué hora era cuando se había muerto y si ya era esa hora en Los Ángeles. (¿Había tiempo de volver atrás? ¿Podíamos tener un final distinto en el horario del Pacífico?) Recuerdo que se adueñó de mí una necesidad imperiosa de no permitir que nadie del Los Angeles Times se enterara de lo sucedido leyéndolo en el New York Times. Llamé al amigo más íntimo que teníamos en el Los Angeles Times, Tim Rutten. No recuerdo qué más hicimos Lynn y yo entonces. Recuerdo que ella dijo que debería quedarse a pasar la noche, pero yo le dije que no, que estaría bien sola.
Y lo estuve.
Hasta la mañana. Cuando, antes de despertarme del todo, intenté acordarme de por qué estaba sola en la cama. Experimenté una sensación plomiza. La misma sensación plomiza con que me despertaba las mañanas después de que John y yo nos peleáramos. ¿Acaso nos habíamos peleado? ¿Por qué, cómo había empezado, y cómo podíamos arreglarlo si yo ni siquiera me acordaba de cómo había empezado?
Y entonces me acordé.
Durante varias semanas fue así como me despertaba por las mañanas.
Siento al despertar el telón de la noche, no el día.
Uno de los varios versos de poemas distintos de Gerard Manley Hopkins que John engarzó durante los meses inmediatamente posteriores al suicidio de su hermano pequeño, a modo de rosario improvisado.
Oh, la mente, montañas tiene la mente; riscos otoñales
temibles, abruptos y no hollados por el hombre. Poco valor
[les conceden
quienes nunca los han descendido.
Siento al despertar el telón de la noche, no el día.
Y he pedido estar
en un lugar sin tormentas.
Ahora me doy cuenta de que mi insistencia en pasar aquella primera noche sola era más complicada de lo que parecía, un instinto primitivo. Por supuesto que yo sabía que John había muerto. Por supuesto que yo ya le había comunicado la noticia definitiva a su hermano, y al mío, y al marido de Quintana. Lo sabía el New York Times y lo sabía el Los Angeles Times.
Y sin embargo, yo no estaba preparada para aceptar que la noticia fuera definitiva: a cierto nivel seguía creyendo que lo sucedido todavía era reversible. Por eso necesitaba estar sola.
Después de aquella primera noche, me pasé semanas enteras sin estar sola ( Jim y su mujer, Gloria, vinieron en avión desde California al día siguiente, Nick volvió a la ciudad, Tony y su mujer Rosemary vinieron desde Connecticut, José no se fue a Las Vegas, nuestra asistente Sharon volvió de sus vacaciones en la nieve, siempre habría gente en casa), pero aquella noche sí que necesitaba estarlo.
Necesitaba estar sola para que él pudiera volver.
Aquel fue el principio de mi año de pensamiento mágico.