Javier ve sonidos y escucha colores. Estamos en un concierto de Phish, una banda mítica estadounidense conocida por sus solos eternos y, en medio de un cover glorioso de Rock and Roll de Lou Reed, este broker de 38 años está en plena experiencia multisensorial. No conoce la expresión, pero cuando la aprende tiene una revelación. Con el entusiasmo de un niño -o el del adulto que descubre que algunas sensaciones se encorsetan en palabras- Javier dice extasiado: “si ver sonidos y escuchar colores se llama sinestesia, me he pasado toda la puta vida así.” Bueno, exagera un poco. Es sábado y estamos en una isla en las afueras de Manhattan entre miles de peregrinos que juegan a Woodstock. Hay sábanas sobre el pasto, globos de colores y personas haciendo bailecitos lisérgicos. Por el perfil del público, apostaría mi vida, o al menos un dedo del pie, a que la gran mayoría adhiere al movimiento de protesta Occupy Wall Street. Lo que no saben es que entre ellos, gozando también de las sinestesias, hay al menos cuatro miembros activos del sistema financiero que defenestran. Con ellos estoy yo, invitada especial al lado oscuro del fuerza, viendo como baja el sol, hipnotizada por las luces del escenario, escuchando una música que nos hace felices. A todos.
Entre el 7 y el 11 de julio, durante la cobertura del último coletazo del litigio de Argentina con los fondos buitre, en una semana marcada por dos negociaciones infructuosas en Nueva York, de fuegos cruzados entre los especuladores y un país que se juega su reestructuración de deuda, me encargaron una crónica sobre “el mundo buitre”. Yo dije que sí, que por supuesto. Lo que no sabía, aunque lo sospechara, era que sería una misión imposible. Después de guardias eternas en Park Avenue, frente al despacho del mediador Daniel Pollack, donde los protagonistas entraron y salieron sin dar declaraciones, de decenas de mails sin contestar, de puertas cerradas en las narices, de voceros que me derivaban a prenseros y de prenseros que me cortaban el teléfono, me di cuenta de que los buitres son inasibles: fantasmas poderosísimos, acorazados por abogados, tan espectrales y temerarios como ellos.
Los abogados y economistas que me explicaban con detalles cómo los buitres habían puesto en jaque a varios países del tercer mundo, especulando y litigando con sus deudas soberanas, para cobrar a precio vil los bonos que pagaron por centavos, terminaron de reafirmar mis sospechas. “Esta gente está blindada”, me llegó a decir en esos días el periodista y abogado Michael Goldhaber, una autoridad en fondos buitres y en particular en el litigio argentino. “En todas mis investigaciones y cobertura del caso, llegué a hablar con Jay Newman – del grupo Elliott- solo una vez”.
Y tuve que convencerme: mis posibilidades a un acceso real al entorno de Elliott Management o Aurelius Capital eran tan ínfimas como cruzarme con Robert Downey Jr en la Quinta Avenida, que hiciéramos contacto visual, se enamorara de mí al instante y me invitara a su casa.
Entonces hice lo que cualquier groupie habría hecho: si no se puede viajar con la banda, al menos viajemos con sus vecinos. Seguro que algo tienen para contar. A falta de buitres, fui en busca de lobos de Wall Street.
Todo empezó en un barco anclado en el río Hudson. Allí funciona un bar que en el verano neoyorquino explota. Es jueves y estoy invitada a un “after office” para conocer a gente del “gremio”, como les gusta llamarse a los trabajadores del mundo financiero. Todavía pega el sol y yo repaso mi lista de preguntas – técnicas, ridículas- en la libreta mientras hago una fila de tres cuadras para poder cruzar el muelle y entrar al boliche. Allí me reúno con mi grupo. Pero en lugar de encontrarme con el déspota de Michael Douglas, el drogón de Leonardo di Caprio o a Cristian Bale y su motosierra, me esperan chicos simpáticos que hacen sus primeros pinitos en la gran manzana. Financistas imberbes, algunos recién llegados, que se ponen a tono con las exigencias de Wall Street. Un poco desilusionada, me doy cuenta que le erré fiero a la década. Los lobos, así, en su estado puro, ya no existen más, o al menos no van a bares de moda en barcos con vista a Nueva Jersey. Eso me digo mientras, nerviosa, apuro el primer trago de cerveza, entregada a la idea que la conversación no será sobre sexo, drogas y mercado de capitales, sino sobre el Mundial. Pero algo pasa.
Joshua, el único neoyorquino autóctono del grupo, un financista de 35 años, apuesto y prolijo como un Ken, se acerca, curioso. Le cuento de los buitres, de las negociaciones con Argentina, de la cobertura, de que quiero saber qué opinan “ustedes”.
-No está mal que existan estos grupos. No los vemos ni bien ni mal. Compran afuera y proporcionan liquidez al mercado de deuda en dificultades. Eso hace que haya precios intermedios, que haya un equilibrio en plaza. El resto son cuestiones morales. Porque el negocio es legal.
Joshua no está muy familiarizado con el conflicto entre Argentina y los fondos que litigaron contra el país en el juzgado de Thomas Griesa, pero responde con amabilidad y habla de los buitres -“hedgefunds” como se les dice a los fondos de alto riesgo - con la cautela de quien lleva en el negocio más de diez años. Empezó muy joven, como todos ahí, y es “trader” en un banco importante. Su vida consiste en comprar y vender bonos, acciones y cualquier tipo de instrumento financiero que haya en el mercado.
Pero se quiere ir. No soporta más Wall Street ni el ritmo de la ciudad. La presión es demasiada. Hacer carrera puede llevar a puntos extremos. Además, dice, después de la crisis de 2008 los tratan como delincuentes. Se quiere mudar a América Latina, pero le da miedo. Miedo de ganar menos plata- como hombre, dice, tiene que ser el proveedor- miedo de perderse. O de encontrarse. Se crió en una familia rica, muy conservadora, y se convirtió en todo lo que se esperaba de él. Y eso no siempre da buenos resultados.
-Te podría explicar cómo funciona esto, pero éste es un mundo tan abstracto que ya no tiene que ver con el trabajo. Ni si quiera con el dinero. Acá todo gira en torno a las relaciones personales. Los negocios dependen de si te llevan a cenar o de viaje; si te presentan putas. Todo es por carisma. Si querés saber realmente cómo se vive en Wall Street tenés que conocer a Javier. Él es un broker, uno muy bueno. Todo un personaje. Le aviso que lo vas a llamar.
Cuando tenía 19 años, Javier tuvo un accidente de moto y se murió. Mientras estaba muerto se vio desde arriba en la cama del hospital. Él lo vivió como un viaje astral. De ese episodio le queda una cicatriz que le atraviesa el abdomen y la certeza de que, si no para un poco, se puede volver a morir en cualquier momento. Empezó a trabajar en el gremio a los 16 años, después de que lo echaran del enésimo colegio. Su padre, un “trader” español al que no veía nunca, al darse cuenta que su hijo se estaba transformando en un pequeño delincuente, le consiguió un puestito en su banco. Y lo salvó. O no.
-Probablemente yo sea de la última generación de brokers que no tiene estudios. Empecé de pizarrero. En esa época no había mercados electrónicos. Se llamaba por teléfono, se confirmaba por télex. Una locura. Desde ahí no paré. No sé hacer otra cosa. Es el único mundo que conozco.
Javier habla sin parar y con un vozarrón cascado. Es extrovertido, simpático, divertido: una topadora compacta de un metro setenta con todos los atributos necesarios para seducir a los clientes y dejarlos contentos. Y en eso está esta tarde de sábado en un coqueto bar del coqueto Soho, horas antes del concierto de Phish, del cover de Lou Reed, y su experiencia sinestésica.
Este español es un intermediario entre bancos. Lo llaman a él cuando quieren comprar instrumentos financieros y necesitan saber el estado del mercado antes de hacer un movimiento. Él es quien entonces se comunica con el resto de las tesorerías bancarias y después le aconseja a sus clientes el mejor tipo de transacción posible, en qué plazos conviene hacerlo y hasta cuándo, para que el tipo de cambio no se dispare. En la empresa para la que trabaja operan entre 3 y 5 millones de dólares. Y él cobra una comisión por cada millón.
Lleva 22 años en el negocio y un ritmo de vida con jornadas de 20 horas y semanas que no tienen fin. Porque los sábados y domingos también se trabaja. Hoy invitó a comer a Sebastián y Bárbara, una pareja de chilenos encantadores: él “trader” y cliente de Javier, ella arquitecta y su acompañante en esto de las relaciones públicas financieras.
En su banco, Sebastián se especializa en tasas de interés y en “local currency” (moneda destinada al comercio en una región delimitada, en su caso América Latina). Las deudas en moneda locales se trasladan a bonos del exterior. Una vez que se emitió, se transa en el mercado, entre vendedores y compradores – ahí entraría Javier- que pueden ser los “hedgefunds".
“Hedgefunds”, como Elliott Associates L.P, Dart o Aurelius Capital, algunos de los fondos en litigio con la Argentina, le comento al pasar. Pero Sebastián hace la distinción:
-Están los “hedgefunds” que se dedican a operar con empresas y después están los que compran bonos de deudas, como los buitres. Pero esos son más grupos de abogados que otra cosa. Son de otra calaña. Yo con ese tipo de fondos no tengo ninguna relación.
“Grupos de abogados”, esa será la frase que más escucharé al preguntarle a la gente del “gremio” sobre los fondos buitres.
Mientras en nuestra mesa siguen circulando las sangrías, y se hacen degustaciones de tapas, yo intento entender cómo esta especie de fiesta, con personas que se parecen más a surfistas que a financistas, puede llamarse reunión de trabajo.
Es que parte del trabajo de Javier consiste en entretener, ganarse la confianza de sus clientes y tratarlos como amigos. Incluso tiene un porcentaje de dinero fijo asignado para estas salidas. Bárbara tiene esto clarísimo. Hace dos años que se mudaron a Nueva York y vive las relaciones públicas entre el disfrute y la desconfianza. Las invitaciones a restaurantes, centros de ski o fiestas exclusivas son muy seductoras. Pero hay límites, aclara. Y ésos dependen de la ética de cada uno.
- Este es un mundo que funciona muy bien para la gente soltera. A Wall Street llegan muchos jovencitos que quieren hacer carrera y este tipo de vida alocada, de prostitutas, fiestas y drogas, les funciona. Están solos, tienen un trabajo muy absorbente y estresante. Así que lo entiendo. Pero cuando ya tienen una pareja o una familia se complica. Supongo que es difícil no perderse. No venderse.
Con Javier se caen bien y hay confianza, asegura Bárbara, pero nunca se invitarían a sus casas a cenar. Una cosa es una cosa. Y otra cosa es un broker.
La jornada no se terminó. Todavía queda un concierto –otros clientes que consentir- y parece que la noche va a ser larga. Ahí vamos.
Javier se crió entre traders y brokers. Sus mejores amigos son los hijos de los amigos de su padre, un hombre que se hizo de abajo y terminó siendo una eminencia en el mundo de las finanzas. Quizás de la última camada los auténticos Lobos de Wall Street, calcula. Por eso es que la infancia de Javier transcurrió entre niños ricos aun cuando él nunca fue de la misma clase social. Aunque un día, en un centro de ski del norte de España, llegó a jugar al metegol con Felipe II.
-Yo era amigo de uno de los guardias de seguridad del Príncipe. Vino y me dijo “dice Felipe que te gana al futbolín”. “Qué venga”, le contesté. Y creo que le gané. ¡Le gané al futbolín al rey de España”- cuenta a las carcajadas, y se vuelve el centro de la reunión.
Fue un adolescente problema y a los veintipocos se fue a vivir a Londres casi sin plata, trabajando en un banco chiquito donde aprendió todo. Por eso conoce tanto el negocio. Es uno de los mejores dentro de su rubro, dice sin falsa modestia. Es muy intuitivo y puede manejar siete conversaciones con clientes al unísono. Llegó a fumarse tres atados de cigarrillos diarios y un quilo de marihuana por año. La nicotina la dejó. El porro nunca. Es lo que lo único que puede bajarlo.
-Somos esclavos de nuestras palabras y de nuestras acciones- me dice entre la sinceridad y la paranoia. En ese momento se da cuenta que está hablando mucho y no se olvida de que soy periodista.
Se enamoró tres veces pero no funcionó. Las mujeres lo querían cambiar. “Eso es lo que siempre hacen ustedes”, me dice, como si yo tuviera algo que ver. No quiere tener hijos – no los vería nunca, como él no veía a su padre- no quiere sentar cabeza, ni tener una relación que le exija alterar su estilo de vida. Es dueño del bar encantador del Soho donde nos tomamos las sangrías y de una discoteca. Los pocos fines de semanas en que no trabaja se los gasta en viaje de surf o en visitas a sus amigos – los de verdad, los que cuenta con una mano- y a su familia. Y al parecer no hay mucho más. Su trabajo es su burbuja; el único ecosistema en el que puede respirar. Puede ganar cientos de miles de dólares en un año, pero, dice, es malísimo cuando se trata de sus propias inversiones. En dos años se retira. Tiene miedo de morirse. En el fondo, asegura, no se trata del dinero. Y yo le creo.
Javier ya no ve más sonidos ni escucha colores. Se terminó el concierto y la comunión lisérgica. Y, por primera vez en las ocho horas que estoy con él, lo veo serio. Está preocupado. Con nosotros, además de Joshua, hay otros pichones de Wall Street y el broker es responsable de todos y cada uno. Nos tiene que sacar de una isla entre miles de personas y conseguir un auto no va a ser fácil. Pero hace una magia y lo logra. Convence a un taxista – con dinero, claro- para que le aduzca un choque a su centralita y anule un viaje, quede libre, y pueda llevarnos a nosotros, que no lo llamamos. Mientras nos acomodamos en remís para volver sanos y salvos a Manhattan, un chofer conocía el soborno por primera vez y un grupo de desconocidos se quedaba sin medio de transporte. Siempre, todo, es cuestión de lugares. Y Javier lo tiene clarísimo. Al día siguiente, a las 8 de la mañana, tiene que ir a jugar al golf con un súper capo de un súper banco. Al fin de cuentas está trabajando. Se terminó la ilusión.
Cuando nos despedimos me dice que nos faltó tiempo.
- Hoy viste cómo me gasto el dinero. Todavía te queda ver cómo me lo gano.