Maximiliano Mazzaro está empapado de sangre, pero Fernando Di Zeo sabe que no puede llamar a la ambulancia sin dar explicaciones, sin explicar cosas que un barrabrava no puede explicar. Se agacha, carga al hombre con la camiseta de boca y lo lleva hasta el hospital Argerich, que queda a seis cuadras.
Es un domingo picante de noviembre de 2004. Debería hacer una temperatura más templada pero Dios, el cambio climático o la propia realidad argentina, transforman este mediodía en un infierno.
Faltan apenas cuatro horas para que River reciba a Boca en el Monumental. Y Fernando le pide a Mazzaro que aguante, que falta poco, que peor la pasó él cuando recibió un balazo en el ojo en el superclásico de 2000 en Mar del Plata.
Es la fecha 13 del Apertura y en La Doce juran: “hoy a las Gallinas les arruinamos el torneo”. River pelea arriba con Newell’s y Vélez; y Boca aún sufre la ida de Carlos Bianchi y con Miguel Angel Brindisi al mando, naufraga en la tempestad del fútbol doméstico.
Es, además, un buen día para hacer plata. Por cuestiones de seguridad a Boca sólo le dieron 4.500 entradas. Unas 1.500 fueron a parar a la barra, que como entra gratis las revende a valores exóticos.
Pero hace un rato, cuando llegó el momento de hacer las cuentas, Mazzaro, capo del grupo que viene desde La Matanza —con contactos fluidos con la Bonaerense, con punteros políticos de Lomas del Mirador como Jorge Lampa y líderes piqueteros de peso como Luis D’Elia—, recibió un pedido de Juan Castro, jefe de la facción Moreno, para que socialice los ingresos. Unos podrían decirle pedido, otros lo llamarían amenaza.
Hace un rato, en medio de la discusión, en el ingreso del tercer micro de los 14 que integran la caravana, Castro sacó un cuchillo y se lo clavó profundo, a la altura del riñón izquierdo.
Y fue que los hermanos Di Zeo, Fernando y Rafael, que manejan con mano de hierro a La Doce hace ocho años, llegaron de inmediato. Rafael se encargó de calmar la situación. Fernando, ahora carga a Mazzaro. El capo del grupo de la Matanza no habla. Quizá esté rezando. Quizá esté negociando si va al cielo o al infierno por todos los pecados cometidos en La Boca y sus alrededores.
Una semana después, saldrá del hospital. La única marca que le quedará es una costura en el cuerpo. Castro será echado de la barra. Será el segundo favor que le harán los Di Zeo a Mazzaro. El primero fue salvarle la vida.
***
En Boca, la tarde del sábado 25 de febrero de 2006 sólo se soporta con un chapuzón de por medio en la pileta. Mauricio Macri, presidente del club, hoy jefe de gobierno porteño, está muy lejos de allí, quizá en su country, quizá en Punta del Este. Mientras algunos van prendiendo el fuego para el asado lento, en Casa Amarilla, la barra brava juega al fútbol.
Rafael Di Zeo usa la nueve y le pasan la bocha como cuando Menem jugaba en la Selección: al jefe nunca se le discute su falta de dribbling.
Sobre la línea de cal hay un morrudito que juega para el equipo de los Di Zeo, por ahora es el hijo pródigo del jefe. La oveja descarriada de la familia: hermano de Gabriel, entrenador de boxeo de Rafael en el club Leopardi y uno de los protagonistas de esta historia que empezó cuando él, Mauro Martín cayó preso por robar un supermercado chino del barrio. La familia, como en cualquier cosa nostra, le pidió ayuda al jefe de Boca. Rafael le puso un abogado de confianza, llamó a quien hay que llamar y la carátula de la causa cambió: en los papeles, el chino del supermercado pasó de ser robado con violencia a sufrir un intento de asalto con arma de juguete.
Mauro salió de prisión y como Rafael le vio pasta, se lo llevó a la cancha. Sin saberlo, porque así se hacen cosas como ésta, estaba gestando a su Judas.
Pero eso vendrá después. Esta tarde de febrero hay fútbol y nadie sabe lo que está por venir. No piensan en Marcelo Aravena, capo de la facción Lomas de Zamora de La Doce, que meses atrás dejó la cárcel tras pasar 12 años por el crimen de dos hinchas de River (Angel Delgado y Walter Vallejos) en 1994. En que el lugar de Aravena ahora lo ocupa Mauro. Ni en que la gente de Mauro le dio una paliza a los de Aravena cuando quisieron acercarse a La Boca. No piensan en eso porque el sol baja despacio, faltan veinte minutos para las ocho de la noche, y el partido recién empezó hace media hora.
Por Del Valle Iberlucea, a metros de Villafañe, se estacionan un wolvskwagen de alta gama y una pick up. Los seis hombres que bajan están armados. Uno lleva una escopeta de caño recortado. En cuestión de segundos reducen al guardia de seguridad e ingresan al predio como un grupo comando. El Gordo Ale, que no juega pero sigue el partido de sus amigos desde la tribuna, los ve y grita.
Los barras de La Doce ya no son jugadores, son fugitivos buscando salvar su vida mientras el grupo de Aravena descarga su artillería.
Las armas apuntan a Mauro.
Cuando pasa la primera ráfaga, un hombre grandote, con el pelo hasta la cintura y pinta de ser malo de verdad, saca un 38 y se lo calza en la mano derecha, y un 45 y se lo pone en la mano izquierda. Richard William Laluz Fernández, “el Uruguayo”, que lideró la toma del penal de Devoto años atrás y ahora está en La Doce bajo el influjo de Rafa, va hacia donde está Mauro y lo cubre a fuerza de balas. Él sólo dispersa a los de Aravena, los persigue hasta el ingreso.
Dos meses después, para que no queden dudas acerca de su decisión, Di Zeo se ubica en el paravalanchas junto a Mauro. Exponer deliberadamente la cercanía el segundo favor que le hace. El primero fue salvarle la vida aquel 25 de febrero.
Porque esta, aunque no lo parezca, es una historia de favores.
Aunque muchos digan que no, que la de la barra de Boca es una historia de traición.
***
Aseguran los violentos más viejos que las cosas no siempre fueron así. Que hasta mediados de los 90, en La Doce había códigos que se respetaban. Pero la visión nostálgica no condice con la realidad. La barra de Boca surgió a comienzos de los 70, cuando Alberto J. Armando entendió los beneficios de replicar en el club el modelo de gobierno peronista que había aprendido haciendo negocios con el General Juan Domingo Perón. Como representante de Ford en la Argentina le vendía los autos para la Policía y Presidencia. Tener un núcleo fuerte, una especie de guardia pretoriana que lo protegiera y le espantara opositores, le salía barato: entradas gratis, viajes por el continente para la copa Libertadores, un asado por mes con el plantel, camisetas firmadas para rifar y un pago en efectivo que cobraba puntualmente Enrique “el carnicero” Ocampo, el primer capo capo de La Doce.
El trato era beneficioso para ambas partes. Con el dólar barato de la dictadura, el círculo de Ocampo (integrado por lugartenientes como el Capitán Varani, Roberto Pechuga Ferreira y el Uruguayo Chupamiel) viajó con Boca para la final Intercontinental y el jefe terminó cambiando auto y poniendo un negocio.
Ese crecimiento lo observaba desde afuera José Barritta, que hacía cuatro años venía frecuentando la segunda bandeja e intentó participar de los beneficios de la barra. La respuesta fue negativa. Y eso generó la guerra, que se definió en 1981 a favor de la nueva sangre. El motivo, ayer, hoy y siempre, fue la guita.
Sentado en un bar de barrio norte, Rafael Di Zeo, remera de Boca, jean gastados y esa sonrisa pícara que no abandona, lo define simple.
— El fútbol es un negocio de donde viven jugadores, dirigentes, representantes, los periodistas, todos. Y a nosotros, que aportamos al espectáculo, también nos corresponde una parte. Porque la tele nos enfoca a nosotros, la gente nos quiere a nosotros, cuando se habla de fiesta y carnaval se habla de nosotros. Entonces, que la pongan. Yo me llevo lo mismo que se llevaba José, Mauro lo que antes me tocaba a mí, y esto es así. El porcentaje puede llegar como mucho a un diez por ciento.
Lo que los barrabravas no cuentan es que ese porcentaje se financia con actividades ilegales. La Doce cobra por brindar protección a los concesionarios de comida y bebida del estadio. El que no paga se expone a que le rompan los puestos, le roben la mercadería. La doce tiene el estacionamiento en las calles de la ciudad, que debería ser libre. La doce hace diferencias con la reventa de entradas y con el manejo del merchandising ilegal de la marca Boca. Por sus manos también pasa la plata de la venta de drogas en la Bombonera y sus alrededores, los tours de turistas que quieren ir a la popular y el apriete constante a dirigentes y jugadores: quien no paga se expone a que la vida se le complique.
La Doce no recauda menos de un cuarto de millón de pesos cada 30 días.
Por esa plata, todos roban, todos mienten, todos traicionan y todos matan en un pueblo chico llamado Boca.
En los últimos años se modificó la forma en que se llega al peldaño más alto dentro de esa mafia. En los 80, la selección darwiniana ponía arriba al más fuerte. En la nueva era, ya no importa el poder de los puños o la fuerza destructiva de la bala, sino los contactos políticos, policiales y judiciales que permiten negociar con los más altos estratos del poder. Alguien dijo que la mafia como tal no existe en la Argentina porque en realidad, la mafia es el Gobierno. Y ahí están los hombres de La Doce, trabajando como fuerza tercerizada, para ratificarlo.
***
La noche del 13 de marzo de 2011, mientras la ciudad duerme, la facción de Rafa festeja el cumpleaños de uno de sus integrantes en el restaurante del cabaret Cocodrilo. La mesa del fondo está preparada. Las chicas bailan en el caño, Rafa pide otra ronda de champagne.
Los Di Zeo salieron hace poco de prisión y están esperando el momento justo para retomar el control de la barra. Ahora, La Doce está en manos de Mauro Martín y Maximiliano Mazzaro, aquellos a los que les hicieron favores se quedaron con la tribuna cuando en 2007 los hermanos fueron presos por una emboscada a la barra de Chacarita.
El Uruguayo Richard Fernández, aquel que por orden de Rafael le salvó la vida a Mauro en la canchita de Casa Amarilla también estaba preso: cuando Mauro y Mazzaro viendo que cada vez tomaba más poder en la popular, lo vendieron a la Bonaerense. Pero salió, también quiere la barra y hoy cree que una alianza con Rafael es el vehículo indicado para el regreso.
El Uruguayo estaciona su camioneta en la playa que está sobre la calle Gallo. Cuando está por entrar, el de seguridad le avisa que Rafael está adentro. El uruguayo sonríe: a eso justamente vino. Pero la noche no terminará como la había pensado: cuando se acerca a la mesa del fondo, la charla sube de tono y lo invitan a retirarse. Masculla bronca, suelta una amenaza y se da vuelta rumbo a la puerta.
Las chicas siguen bailando con música de Black Eye Peas.
En la barra de Boca no todos son favores. Richard no consigue hacer más de diez pasos que siente la quemazón en la espalda: tres balazos se le clavan en la espina dorsal. La Doce huye mientras las chicas se refugian detrás de los sillones acomodándose los corpiños. A Richard lo operan dos veces en el hospital Fernández y le salvan la vida. Quedará en silla de ruedas desde entonces.
No hay lealtad en el mundo del crimen.
El 17 de julio de 2012, el Tribunal Oral Seis absuelve de culpa y cargo a los 12 barrabravas de la facción de Rafael Di Zeo, acusados de asociación ilícita. Desde el banquillo de los acusados, camisa blanca y pantalón pinzado, Rafael sonríe. Luego, me dirá:
—¿ Viste que soy bueno?
Afuera de Tribunales esperan 400 miembros de su barra. Apenas lo ven se desata una especie de Stone manía. Es una mezcla de Jagger y Richards. La Policía corta la calle y como si Boca hubiese ganado la Intercontinental, hay marcha hacia el obelisco. Cantan: “Es la barra de Rafa, la que vuelve de las vacaciones, vamos a matar a todos los traidores”.
Muchos se sacan fotos, como si fueran un atractivo turístico y no una horda de delincuentes esperando el momento para actuar. Desde los balcones vuelan papelitos y algunos se animan a cantar con los barras.
—¿Y? ¿Soy culpable o inocente? Si yo tengo que ir preso por pelearme por Boca, todos estos también me tienen que acompañar, igual que todos los que en la cancha cuando hay lío, gritan ‘y pegue, y pegue, y pegue Boca pegue’”, dice y sonríe.
Es ídolo y lo será hasta que una nueva muerte indigne al ciudadano y lo rechace un tiempo, hasta olvidarse de lo ocurrido y pida de nuevo por él.
Preocupado, Gustavo Lugones, subjefe de la Unidad de Coordinación de Prevención de la Violencia en el Fútbol del Gobierno y uno de los máximos especialistas argentinos en la materia, dirá en su oficina de Palermo que el problema es muy complejo. Que por un lado, hay una mafia organizada, enquistada en los clubes, con apoyo político y policial que vive de ellos. Pero que, sobre todo, está el conjunto de la sociedad que los aprueba.
—Eso tiene una explicación: el hincha ya casi no puede identificarse con los jugadores. Porque la mayoría son malos y cuando aparece uno bueno, que pinta para ser ídolo, lo venden a los seis meses a Europa. Entonces se rompe el proceso de identificación y ese lugar queda para los barras, que pase lo que pase siempre estarán ahí, en el estadio, agitando la bandera. Quedaron como refugio de identidad en un país que perdió sus proyectos colectivos.
***
Un año y doce meses después de que balearan al uruguayo, Boca juega en Santa Fe contra Unión. A las cinco de la mañana, desde distintos puntos del conurbano, arrancan 16 micros escolares: recién se unirán pasando Campana. Son 900 soldados identificados con Rafael Di Zeo, dispuestos a todo, desesperados por retomar el negocio de la violencia en el fútbol.
Es la segunda vez. La primera, en noviembre del 2011, durante un partido contra Atlético de Rafaela, terminó mal. Una fracción de la barra, la de Mauro, en la tribuna tradicional, la que da a Casa Amarilla y otra, la de Rafael, en la bandeja de enfrente, la que da al Riachuelo: y al final, los dos líderes con una causa judicial.
Pero hoy, 25 de agosto de 2012, eso es historia.
La fracción de Mauro, tiene apoyo de la policía federal y la bonaerense, pero en Santa Fe, en el interior del país, la historia es otra y los 900 soldados de Di Zeo lo saben, apostados en la autopista Rosario-Santa Fe, esperando por su presa.
La presa es Mauro, en una camioneta cuatro por cuatro, delante de nueve micros, en el kilómetro veinte. Uno antes del puente.
Cuando los 40 tiradores apostados en el techo del puente ven la caravana disparan a repetición. La policía llegará tarde. Hay siete heridos de gravedad. Uno de ellos es Mauro, un balazo le perfora el intestino grueso. Esta vez le volverán a salvar la vida, pero no los Di Zeo ni el uruguayo sino los médicos del hospital Provincial de Rosario.
El círculo cierra perfecto: todos tienen un balazo, todos tienen un paso por la cárcel, todos tienen una traición en sus alforjas. Eso es la mafia barrabrava: el ascenso, el poder y la caída de los viejos códigos.
***
28 de octubre de 2012. Hay otra vez superclásico en el Monumental. Pasaron ocho años de aquel en que Mazzaro salvó su vida gracias a los Di Zeo. Ahora, el cerebro de la barra es él. Faltan tres horas para que comience River-Boca, el partido que según todos los fanáticos del mundo nadie puede dejar de ver. La Doce está a punto de salir en caravana. El ritual es más siniestro que festivo: velas, un cajón mortuorio pintado con los colores de River, una corona que despide un olor nauseabundo por culpa de los 32 grados e hinchas vestidos de fantasma pero que en cuestión de minutos mutarán el traje a miembros del Ku klux Klan. Son 1.200 dispuestos a todo. Van a viajar en varios vehículos, entre ellos los tres micros descapotables que usa el plantel para pasear por la ciudad cada vez que sale campeón. A las dos de la tarde, la caravana arranca. Torsos desnudos, cabeza afuera, pirotecnia y un par de tiros suenan en el aire.
Mauro Martín, el jefe de la barra, va al frente. Por sus antecedentes violentos tiene prohibido ingresar a los estadios pero está ahí, como si fuera el jefe de gobierno de la Ciudad, ordenando a la Policía dónde se tiene que poner para custodiar el paso de esta jauría hambrienta de violencia. Que cuando divisa su presa, estalla. No pasaron 30 cuadras y tres muchachos con la camiseta de River pretenden cruzar la calle. Desde el primer vehículo los barras se bajan como buitres y los muelen a palos. Después, les roban las camisetas y las queman. La Policía mira. Las imágenes recorrerán el mundo. En el cortejo fúnebre, la barra provocará cientos de destrozos y una vez ya en la cancha, apenas River se pone 2 a 0, se enfrentará con los guardias de Seguridad y arrojará a dos de éstos al vacío: caerán unos 5 metros, pero se salvarán.
Cuando termina el partido, el raid delictivo seguirá por los comercios de la zona. Al finalizar la jornada, habrá 80 heridos, 24 hospitalizados, y ningún detenido. El Gobierno dirá que el operativo fue un éxito y muestra la foto de Mauro Martín cuando es rechazado para ingresar al estadio, por el derecho de admisión. Raro, en el tumulto adentro de la popular a más de uno le habrá parecido verlo. 24 horas y 1.200 fotos después, Mauro Martín quedará escrachado, cuando tras estar escondido durante todo el partido detrás de sus soldados, se sube al paraavalanchas justo cuando Boca empata el partido sobre la hora. Lo traicionan sus ansias de poder y su percepción de la impunidad. Es un escándalo nacional.
***
A las 10 de la mañana del 19 de noviembre de 2012, Mauro llega puntual al juzgado que está sobre la avenida Cabildo. Pone cara de malo y todo lo que me dice es “con vos no hablo”. Lo esperan para condenarlo por todo lo que pasó en el superclásico. La audiencia dura cuatro horas. Cuando sale, sonríe y no dice nada. Se sube a un auto importado que lo espera en la puerta y se pierde por Cabildo, rumbo a la General Paz. Debe viajar relajado: por todo lo sucedido, le acaban de aplicar una multa de 1.000 pesos.
Pero ese triunfo, será su perdición. Favor con favor se paga y le piden que movilice a la barra para dos actos políticos oficiales. Mauro dice que sí mientras cuenta la plata, y por el otro teléfono negocia con la oposición. La Doce es un banco que cobra por todas las ventanillas. Pero su línea está pinchada. Y la vieja causa del crimen del vecino de su cuñado que estaba cajoneada, extrañamente recobra vigor a un año y medio del hecho.
La historia es ridícula: el pequinés de un vecino de Gustavo “Pechito” Petrinelli usaba como baño el frente de su casa. Cansado de limpiar el canil, Pechito pide ayuda a alguien que, sabe, puede ayudarlo a solucionar el problema y llama a Mauro. Fue un error: donde hubiera bastado un susto, hubo un crimen.
El perrito no orina más en la casa de Petrinelli, pero Mauro termina preso.
En su declaración, dice que él no fue, que al vecino lo mató otro barra, Daniel “Pety” Whebe. Y que quien lo llevó hasta ahí fue Maximiliano Mazzaro. Para zafar, entrega a sus dos máximos compinches. La Doce decidió expulsarlo de la barra. El juicio popular dictamina traición.
Mauro cae preso, se siente traicionado y traiciona. Desde el teléfono del penal, habla más de lo que debe y se arma una megacausa por asociación ilícita que tiene a dirigentes, políticos, barras y jugadores en la cornisa.
El calvario comienza a sentirse en la piel de La Doce. Mazzaro, verdadero cerebro de todo, pasa a la clandestinidad aunque sólo para las fotos. En el debut del torneo frente a Quilmes, demostrando su nivel de poder, dirige los movimientos de la barra desde un helicóptero. La Policía dice que lo busca pero él camina por Laferrere sin ocultarse. El escándalo crece porque un arquero famoso, Pablo Migliore, va preso acusado de ayudarlo para que siga prófugo.
Aún prófugo, la única preocupación de Mazzaro, parece, es no perder el control de La Doce. Sabe de traiciones. Por eso, ante el avance Carlos Santa Cruz, un barrabrava de la zona de Virreyes, habla con la dirigencia de Boca. Pide que en el paravalanchas estén sus hombres de confianza: Luis Arrieta y Fido Desbaus. La Comisión Directiva y la Policía le conceden el deseo. Y mientras la Side y la Federal dicen buscarlo, Mazzaro ya lleva cuatro meses manejando todo desde un teléfono. En el medio, los negocios crecen y, gracias a la Copa Libertadores, la facturación ya alcanza los $ 400 mil mensuales.
Al fin de cuentas, no importa quien los corra, los persiga o los pelee, La Doce, como siempre, una vez más vuelve a ganar.