Todas las mañanas Lisandro Ziperovich se sube a su mountain bike y pedalea desde Palermo hacia el microcentro porteño. Sin embargo, su día no arranca hasta que no toma un café con leche y se come dos medialunas en la oficina. Luego, pone música de Rubén Blades, agarra lápices, biromes, marcadores y boceta. Después, sigue con escáner y mouse y programas varios. No importa si las ilustraciones las pidieron de una revista cultural como Ñ o económica como El Cronista Comercial: en todas sus creaciones, Lichi –así lo apodan- pone su ojo implacable sobre la hipocresía cotidiana, matizándola con una estética circense más cerca del payaso Pogo que de Piñón Fijo.
Nació en Paraná, Entre Ríos, en enero de 1976. Cuando tenía dos años su familia se mudó a Gualeguay. De chico no paraba de dibujar y pintar: murales en la calle, paredes de boliches, remeras para los amigos, historietas de su autoría. Cuando tenía 18, en sus primeros tiempos en Buenos Aires, alternaba la formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón con algunos talleres. Vivía en una pensión bastante lumpen en la calle Pasco. Entonces largó todo y se fue a Maimará, Jujuy. En el 2000 retornó a la barbarie porteña. Volvió con muchas pinturas bajo el brazo y la fórmula secreta de un guiso al que sus amigos califican de insuperable. Nunca dejó de pintar y las muestras de sus obras casi siempre llevan el título de Qué pasa ahí afuera?.
En su casa atesora decenas de botellas de whisky importado. También colecciona máscaras. Aunque pasó de correr la pelota (en 2007 ganó un campeonato de fútbol 5) a mirar ligas europeas por TV, en el último lustro no echó nada de panza.