La pizarra de la comisaría novena de Lomas de Zamora está llena de números que registran homicidios, asaltos, robos de autos, violaciones y otros delitos. Entre los casilleros no se ve ningún cero. Tampoco hay espacios vacíos. Son los primeros días de marzo de 2013 y los meses de enero y febrero no figuran en la pizarra.
— ¿Dónde están las cifras de este año?
—Ah. No están todavía. Nos mandamos una macana— dice el policía, unos 40 años, cinco en esta comisaría, morocho, corpulento, el pelo corto, el uniforme oscuro. Baja la mirada.
—Es que usamos un fibrón indeleble. No pude borrar los números de los dos primeros meses del 2012, entonces no tengo dónde anotar…
— ¿Y cómo hacen mientras tanto?
—Me lo acuerdo de memoria. Pero ya mandé a pedir que me traigan una pizarra nueva.
Hace ya algunos años, la antropóloga Nancy Scheper-Hughes hablaba de la “mirada evadida” del Estado. Un Estado, en este caso encarnado en su fuerza de policía, que no cuenta, que cuenta mal.
En Ingeniero Budge, al sur del conurbano bonaerense, la tasa de homicidios es 28,4 cada 100.000 habitantes. Un índice cuatro veces mayor a la de la provincia de Buenos Aires y similar a las tasas de Sudáfrica, Namibia, y Trinidad y Tobago. La policía está lejos de ser indiferente. Los agentes tienen su propia mirada sobre el lugar en donde operan y sobre las causas y la dinámica de la violencia que impacta a los habitantes. La lectura que hacen, en general, es compartida por oficiales y suboficiales, policías de calle y jefes departamentales. Y esa mirada policial sirve para disfrazar parte de la dinámica de la violencia.
***
Es 18 de febrero. Más de ochenta personas marchan desde Ingeniero Budge y Villa La Madrid hasta Puente La Noria, donde está la Comisaría 10°, a la vera del Riachuelo. La mayoría son mujeres. Las caras cansadas, la expresión opaca. Vienen de trabajar, de cocinar en el comedor comunitario, de caminar el barrio invitando a vecinos a que se sumen a la protesta. La movilización fue convocada después del asesinato de un vecino de 63 años.
Entre los manifestantes, un chico camina en silencio con un cartel que no debe haber escrito. “Estoy creciendo en un barrio lleno de drogas y delincuentes. ¿Qué hago?”.
El Jefe de la Distrital de Lomas Norte, Nicolás Ordaz, llega a la marcha con una gorra azul que lo cubre del sol. Va a escuchar.
—Es lo único que puedo hacer —dirá más tarde.
Los vecinos reparten volantes. “Basta de droga y muerte en nuestro barrio. No más zonas liberadas”. Paradójico: pedir más protección a una fuerza a la que se percibe como cómplice, a una institución que protege a la criminalidad. Sin embargo, las paradojas nunca fueron obstáculo para la movilización.
Una semana atrás, a la madrugada, Luciano Tolaba acompañaba a su hijo a la parada del colectivo. Se cruzó con tres jóvenes que intentaron robarle. Quiso resistirse. Los chicos le pegaron y, luego, lo apedrearon hasta matarlo.
Después de la muerte, los vecinos convocaron a una reunión para organizar la marcha. Querían movilizarse a la comisaría 10º para demandar protección pero también para denunciar los acuerdos entre los policías y los narcotraficantes de la zona.
La reunión es un coro de mujeres. Hay algunos hombres pero participan poco. Ellas esperan su turno para hablar. En ocasiones, lo hacen de forma ordenada, otras no se escuchan y se superponen. Si la reunión tuviera una cobertura por redes sociales el hashtag hubiese sido #Miedo. La palabra la dice una mujer y, luego, al rato, otra la repite.
Antes que empiece el debate, un hombre felicita al resto por haber reunido 25 personas después de recorrer las calles invitando a los vecinos. La participación no es fácil.
En el barrio a Isabel y a Alicia las conocen todos. Hace más de diez años que decidieron darle pelea al tema del consumo de drogas entre los jóvenes. Fundadoras de Madres contra el Paco, no sólo son referentes en el barrio, sino que articulan con funcionarios del Estado que también las ven como referentes. Están acostumbradas a las asambleas, las reuniones, los encuentros con rondas y mates que circulan. A pesar de que es más alta y corpulenta Alicia secunda a Isabel, la más pequeña.
A pesar de su estatura, Isabel impone presencia. Nunca se queda quieta. Es de las pocas mujeres que está parada en la reunión. Sabe que hay vecinos que asisten por primera vez a una asamblea. Por eso espera, mira alrededor y pregunta con un tono de voz elevado:
—¿Quién no tiene un hermano, un primo, un cuñado, alguno que tenga una relación con algún transa, o el hijo consume, o el hermano consume? Sabemos que participar es difícil porque la gente tiene miedo—hace una pausa y vuelve a mirar los ojos que encuentra—Es una realidad, el miedo paraliza.
Elisa, la madre de un chico que mataron en Campo Tongui en una pelea entre bandas, sigue, en voz baja.
—El fiscal me pidió testigos, pero nadie quiere hablar. Todos en el barrio saben quién mató a mi hijo. Tienen miedo—la voz de Elisa no se impone como la de Isabel pero a medida que habla se envalentona—Mi otro hijo entra y sale de casa: ¿Le va a pasar lo mismo? Ayer pasó un transa en moto por enfrente de casa y tres veces se dio vuelta a mirarme como diciendo: “Vieja hija de puta, vas a ver”. Y tuve miedo.
Las problemáticas que azotan a los barrios populares tiene la potencialidad de unir a grupos de habitantes alrededor de un tema, la violencia, que es colectivamente redefinido como un objeto de lucha política.
Nerina, una joven militante de la Agrupación Evita vive en Capital pero realiza trabajo territorial en Budge. La chica interviene:
—Hay mucha gente indignada, que iba a venir, pero otros vecinos del Campo Tongui, les dijeron no vengan porque los policías pueden hacerle una denuncia, armarle una causa. Así después no pueden volver más a la casa.
A Nerina se la ve desarreglada, cotidiana.
—Hubo muchas muertes en el barrio, y la policía no aparece.
Silencio. Luego, habla Isabel con su vozarrón y sus palabras que se atropellan unas a otras.
—La cosa está jodida. Yo no quiero más policía, o mano dura, quiero que la policía haga su trabajo. Todos sabemos dónde están los transas. Hay inseguridad porque los pibes consumen, roban para comprar.
Otro silencio. O el mismo de antes: quién sabe.
Luego, como si éste fuera un alegato de la impunidad en el barrio, Alicia.
—La policía es cómplice de los transas. Saben quiénes son y no hacen nada.
Y otra mujer, que hasta el momento no había hablado:
—Yo le pregunté a uno de los transas si no tenían miedo de la policía… y el tipo me miró y me dijo que los coimeaba. Así nomás me lo dijo.
Clara contará su historia. Tiene los ojos llenos de cansancio y mirada inmóvil. Las manos son rojas y ásperas. Por los productos químicos de limpieza con los que trabajó durante años en el hospital local y en una escuela.
Hace poco, su hijo Jonathan se fue, no volvió a la casa. Clara salió a buscarlo. Preocupada, le preguntó a los vecinos. Varios le dijeron que estaba en un “aguantadero”, sobre el camino negro. Una noche lo fue a buscar. No fue sola. La acompañó su hija, de quince años.
—Es horrible, no te imaginás en esa situación. Sentís que te tiemblan las piernas, las manos, y no sabés lo que te vas a encontrar cuando llegues.
Entraron por un pasillo al lugar que le habían indicado. Una casa que parecía abandonada. Escucharon una risa y reconocieron la voz de Jonathan. Entraron. En el comedor, había “una mesa llena de drogas”.
— Lo agarré a Johnny y lo re-cagué a palos. Él ni se acuerda que yo le pegué, de dónde lo saqué. No se acuerda de nada. Te mira como si estuviese shockeado… con esa cara de bobo que no sabe nada. Tenía toda la boca lastimada, porque cuando fuma se quema los labios y le queda lleno de llagas.
Habla concentrada.
— Mi miedo fue siempre encontrarlo apuñalado o tiroteado por esa maldita droga. Muchas veces tuve miedo que me lo violen. Miedo a que le quieran sacar su plata, droga, ropa.
El mismo silencio. Luego, alguien dirá la frase “zona liberada”. Después pedirán que la policía haga su trabajo. Dirán que los que consumen no tienen que ir a la cárcel. Que son los transas los que deben ir presos. Los hijos, los sobrinos, los hermanos de varios de los vecinos reunidos consumen paco, pastillas o alcohol.
— Más de una vez le di a mi hijo plata para que compre droga. Le di porque no quiero que salga a robar. No quiero que me lo maten cuando roba para consumir —dice una mujer.
Y lo dice como si lo indicara el sentido común.
***
La demanda de los vecinos movió las aguas putrefactas y estancadas de Budge. El 5 de marzo el fiscal temático de Drogas de Lomas de Zamora, Marcelo Domínguez, pidió realizar un allanamiento en comisaría 10°. Dos personas que habían sido detenidas en esa delegación aseguraban que los policías les habían “plantado” droga que no era de ellos. Uno de ellos, peruano, contó que unos días antes al allanamiento dos agentes de esa comisaría habían ido a su casa. Cuando llegaron se habrían hecho pasar por clientes que iban a comprar droga. El hombre detenido aseguraría después que él no tenía droga. Pero los policías dijeron haber encontrado 175 tizas de cocaína. Y que por eso lo mantuvieron detenido toda una noche.
Cuando, por pedido del fiscal, los efectivos de Asuntos Internos llegaron a la comisaría encontraron más de 30 envoltorios con marihuana en un cajón que, se sospecha, eran utilizados por los agentes para fabricar evidencia. Cinco policías fueron detenidos, entre ellos el subcomisario responsable de la delegación, Javier Ascasibar que fue desplazado de su puesto. A los policías, cuyos nombres no se conocen porque la investigación está bajo secreto de sumario, se los acusa e investiga por armar causas y tener vínculos estrechos con el tráfico de drogas.
El allanamiento planteó posiciones encontradas entre los vecinos de Budge. Los que habían denunciado complicidad policial celebraron, pero otros intentaron defenderlos. Días después de que desplazaran al comisario, una de las integrantes del Foro de Seguridad de Ingeniero Budge, que tiene una oficina dentro de la comisaría, cuestionó el accionar del fiscal. “Esos 30 envoltorios se habían incautado de Campo Tongui días atrás. A veces los policías no hacen a tiempo de notificarlo. Hay tanto trabajo acá”, los justificó. Para los organizadores de la marcha y para un agente de la policía federal que conoce la zona, los Foros de Seguridad son parte del problema. Están arreglados con la policía.
Semanas más tarde, el 27 de marzo, Budge volvió a aparecer en la sección policial de los diarios. En el cruce de las calles Canadá y Saladillo, en el barrio conocido como Campo Tongui, policías de la Jefatura departamental de Lanús investigaban el crimen una chica de 22 años que fue asesinada el 18 de abril del año pasado. Se encontraron con algo que no esperaban. Los agentes se toparon con un camión que transportaba maderas y que también llevaba 3.700 kilos de marihuana, casi cuatro toneladas. La droga estaba disimulada dentro de listones de madera de pino ahuecados. El olor a aserrín intentaba disimular el aroma natural de la droga. El operativo terminó con la detención de cuatro personas.
Esta intervención del Estado también es cuestionada. Un policía de Lomas de Zamora con más de 20 años de servicio en la Federal, que pide reservar su identidad y responde las preguntas por mail, dice: “Un procedimiento no alcanza para cambiar la cara de las zonas liberadas y de la impunidad”.
Escribe todo en mayúsculas y eso enfatiza su indignación. Manda tres correos; uno atrás de otro. En algunos pocos contesta las preguntas enviadas, pero en todos da nombres, precisa direcciones y demuestra cómo es la trama de corrupción y narcotráfico que se despliega en Budge. Hace poco realizó una denuncia en el Ministerio de Seguridad y por eso, está marcado entre sus compañeros.
El agente explica en un correo: “La policía trabaja muchas veces para dar un parte informativo a los medios periodísticos. Si bien real, el procedimiento se hizo justo después de una marcha denunciando zonas liberadas. Justo después del allanamiento a la comisaría, encontraron un cargamento. La misma policía avisó a los medios y dijo que incautaron cuatro toneladas. Los medios lo publicaron.
¿Fueron tantos kilos? No lo va a saber nadie. Porque los periodistas confían en la policía y ninguno va a ir a pesarlos”.
Días después, en la clase de la escuela primaria en la que trabaja la maestra María Fernanda Berti, un alumno la sorprenderá con un comentario.
—Las maderas del camión se las quedaron los vecinos —dice el chico— Altas paredes, seño.
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“Complejo” “diferente”, “complicado”, “muy particular” son las palabras y frases que los agentes utilizan para describir a Ingeniero Budge.
—Es algo que no hay en muchos lados —cuenta el mismo hombre morocho y corpulento que escribió con fibrón indeleble la pizarra de las estadísticas en su despacho de la Comisaría 9º semanas antes del allanamiento.
—Tenés en poco espacio físico en poca superficie territorial, mucha gente, muchas colectividades. Budge tiene un condimento especial que es la famosa feria de La Salada. Eso trae aparejado que ingresen al Partido de Lomas de Zamora más de 50.000 personas, casi un partido de fútbol, un River-Boca.
Si bien algunos de los agentes usan expresiones menos eufemísticas para hablar de los vecinos todos concuerdan, en lo que se parece a un punto de vista casi monolítico, en las razones principales del carácter complejo y único de Budge: hay mucha población, está “lleno de extranjeros”, y la feria informal más grande del país opera dentro de sus límites territoriales.
Los factores que “distinguen” a Budge son los mismos que, desde la mirada policial, explican la violencia en la zona.
En la comisaría décima funciona una Oficina de violencia de Género y Relaciones con la comunidad. Las mujeres policías que están a cargo de este espacio son dos. Ambas llevan pelo largo prolijamente atado. Una es rubia y se hizo una cola de caballo. La otra, morocha, eligió una trenza.
—¿Qué es lo distintivo de Budge?
—Es todo distinto— la morocha sonríe y frunce la nariz sobreactuando el asco—. Desde el olor. Cuando llegás de otros destinos te preguntás ¿qué hago acá? Estás acostumbrado a sentir aromas ricos, a ver gente presentable. “Permiso”, “por favor” —imita—. Acá vienen y te pelean. —¿Y con qué creen que tiene que ver esas diferencias?
— Queda mal ser racista o discriminar —se anima a contestar la rubia y después duda— Pero acá la mayoría de la gente que vive acá… la mayoría son extranjeros. Y la mayoría son así… Mal hablados…la gente está muy violenta. Y si no los atendés son capaces de tirar piedras.
Podría pensarse que afirmaciones como estas son resabios de épocas pasadas, crudos estereotipos de perspectivas individuales. Pero el comisario, entrevistado días después, coincide. Intenta explicar el reciente aumento de los homicidios:
—Acá hay muchas colectividades, peruanos, paraguayos, bolivianos.
La violencia, para la mirada policial, es “cultural”.
—Son así, ellos mismos se matan entre ellos. Los bolivianos se matan por diferencias económicas, por celos, por peleas. Hay mucha violencia porque los paraguayos y bolivianos toman mucho. Amanecen tomados. Después no saben lo que hicieron, no se acuerdan de nada.
La violencia, para la policía, viene de fuera. Quienes cometen crímenes son “gente que viene de otro lado”. Sin embargo, sus opiniones no reflejan por completo lo que pasa en el territorio: en la enorme mayoría de los homicidios registrados por los medios locales durante el 2012, víctimas y perpetradores son argentinos. En la Argentina, hay entre 61 mil y 65 mil presos. Menos del 5% son extranjeros.
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Las tres ferias que se desarrollan en la zona plantean un territorio distinto a cualquier paisaje conurbano. No sólo por la cantidad de gente que dos veces a la semana se acerca a Budge, sino también por las oportunidades que el dinero y las mercancías que por allí circulan presentan para la pequeña criminalidad. Como dijo un policía de calle que trabaja en la zona: “cuando la feria cierra, Budge es un barrio normal”.
Entrevistado en el hospital local, sin guardapolvo y fuera de su horario de trabajo, uno de los jefes de guardia explicó el fenómeno de la feria: “Es un eje conflictivo, los días de feria aumentan las agresiones. Imaginate miles de personas que vienen con plata, con su mercadería. Ahí los roban, muchos robos con arma.”
Pero la población de Ingeniero Budge no se acerca al medio millón que el comisario cree que el barrio tiene (ni ha crecido un 300% como afirma). La mayoría de sus habitantes son, a diferencia de lo que repite la mirada policial, argentinos. Y casi todos los asesinatos en la zona no involucran a “extranjeros” y son cometidos en ocasión de robo o por disputas entre pequeñas bandas dedicadas a la comercialización de drogas ilícitas, esto quiere decir, poco tienen que ver con “la cultura” o el “modo de ser” o las “peleas entre ellos” mencionado por los agentes del orden.
Sesgada y equivocada, la mirada policial tiene que ser tomada en serio no sólo porque construye y refuerza el estigma que pesa sobre Ingeniero Budge como un barrio cuya constitución demográfica estaría determinando sus altos niveles de criminalidad, sino también porque, al enfatizar el carácter “social” y “cultural” de la violencia, oculta el soporte político que la violencia tiene en el lugar.
Este soporte político quedó al desnudo con el allanamiento y había sido anticipado unas semanas por la marcha de vecinos a la que pocos prestaron atención.
“En la Edad Media, robar, pelear, cazar hombres y animales eran parte de la vida cotidiana”, escribe el sociólogo alemán Norbert Elias, en un artículo de lectura obligada entre cientistas sociales (“Las transformaciones de la agresividad”).
Solamente de forma paulatina, en la medida en que “un poder central suficientemente fuerte para obligar a la restricción” comenzó a crecer, las personas se vieron forzadas a “vivir en paz unos con otros”. La moderación de la violencia crece en la vida cotidiana.
Para Elias, la vida relativamente pacífica de grandes masas de personas sobre un territorio determinado es, en buena parte, basada en las acciones de un Estado que, al monopolizar el uso de la violencia legítima, pacifica consistentemente los espacios sociales en los que las personas interactúan, regulando sus disputas. La realidad de Budge demuestra que lo que el gran intelectual alemán denominara el “proceso civilizatorio” puede tener sus reveces y sus lagunas.
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Es de mañana. Mariela, una de las madres que estuvo en la reunión en la que se organizó la marcha del 18 de febrero, se acerca a la comisaría 10º para que la policía, a la que sabe cómplice con el tráfico en la zona, la ayude a internar por la fuerza a su hijo adicto al paco. Ya no sabe a quién recurrir en el barrio. Cuando llega la recibe una mujer policía detrás del escritorio del hall de la dependencia.
—Hola, en un cacho estoy con vos —le dice y se va a otra oficina.
Mariela espera de pie frente al escritorio hasta que entra corriendo un hombre muy agitado.
— ¡Me robaron la camioneta!— grita el hombre.
— ¿Dónde señor?— responde la policía.
— Acá, camino a la feria, saliendo de la Ribera… no me acuerdo la calle. La del hospitalito...
— Andres Bello y Recondo. Digame color y patente— sigue la policía.
— La patente… esteee…
Al hombre se lo ve nervioso y agitado. Duda. Recuerda los números, las letras de la patente de su camioneta y se la dice a la mujer policía.
— Pero yo sé quién fue, lo ví. Es el Brian que vende droga. Yo venía con mercadería desde la feria y el hijo de puta saltó a la calle a apuntarme. Te juro que aceleré, lo iba a pasar por encima al hijo de puta- dice eufórico.
Delante del mostrador, Mariela, que todavía espera, escucha como la mujer policía aconseja al hombre.
—¡Lo tenías que pisar! Tendrías que habértelo llevado por delante. No hubiera pasado nada.