Por: Tomas Tcherkaski
Hace dos meses me instalé en un departamento que solía ser el estudio de mi viejo. Recién separado, sin lugar a donde ir, tuve la suerte de tener este espacio. Pero, desde el principio, y más allá de intentar transformarlo, poner mis cuadros, mi ropa, mis cosas, siento que vivo entre fantasmas.
Este es un departamento muy grande, de esos que ya no se hacen más, silencioso y calmo en el medio del caos de la ciudad. El espacio es tan grande que apenas puedo ocuparlo. Tratando de hacer de esto un lugar vivible, una de las primeras cosas que hice fue ponerme a vaciar cajones y placares para poder usarlos. Entre la montaña de papeles encontré verdaderos tesoros, momentos de la vida de mi viejo que intento conectar con las anécdotas que recuerdo. Postales, fotos, cartas, cientos de pequeños relatos que narran momentos desconocidos para mí. Fui vaciando y revisando esos cajones con una mezcla de fascinación y pudor, el deseo de saber más y el temor a lo inesperado. ¿Habría algo ahí que él no quería que yo viera? ¿O había dejado todo con cuidadosa desprolijidad para que yo fuera conectando los puntos, las omisiones en su historia oficial? Como suele pasar, mis fantasías y mis miedos resultaron desmedidos. Mi viejo no había tenido una doble vida, ni escondía amantes o grandes secretos. Un poco frustrado y otro poco aburrido decidí abrir una última carpeta.
Ahí mismo encontré dos cartas enviadas por D, su mejor amigo, en el ’98. Una era del 7 y la otra del 8 de septiembre, eso ya era raro. Miré la primera y contaba, con detalle, uno de los ataques que mi viejo solía tener en esos años, momentos en los que lo invadía una ira irracional, incontrolable y amenazante. Era como vivir al lado de una bomba de tiempo. Leyendo la carta me acordé de que esos años habían sido los peores, mi viejo tenía estos ataques cada vez más seguido y estoy convencido de que mi vieja estuvo muy cerca de mandarlo a la mierda y dejarlo. Pero la carta hubiera resultado anecdótica sino fuera porque entre los puntos de la enumeración, entre la lista de cosas que D juzgaba imperdonables, estaba mi nombre. El punto 4 mencionaba, sin entrar en detalles, las cosas horribles que mi viejo había dicho sobre mí, “cosas que un padre jamás podría decir de un hijo”. Aparentemente yo no estaba presente en esa cena, y si lo estaba no recuerdo absolutamente nada. Sea lo que sea que dijo mi viejo, fue tan fuerte que hizo que los amigos que estaban cenando decidieran levantarse e irse, que D mandara esas cartas y que no se hablaran por varios meses.
Ahora no sé qué hacer con la carta. ¿Voy y le pregunto a mi vieja, o a D? ¿Se acordarán?¿Y si lo hacen, quiero realmente saber qué fue lo que dijo mi viejo? ¿Cómo se hace para odiar, discutir o perdonar con alguien que ya no está? Siento que abrí el cajón equivocado, que me metí donde no debía y que acá hay una cuestión de karma. Por ahora elegí vivir con esto, como vivo con sus libros, sus papeles y todas las cosas que siguen estando acá.