Por: Martina Pettinaroli
A mamá, porque no hay papá sin ella,
a papá
y a Haroldo Conti
Papá nunca se fue del todo. Antes de irse de casa, plantó un árbol. En otoño, su amarillo pesa tanto que explota y cae.
Con mi padre tenemos una relación basada implícitamente en la aceptación de que somos muy parecidos en ciertas actitudes. Entendemos eso y no decimos ni una palabra. Alguna vez, sólo le dije: “Soy tan parecida a vos, que me da bronca”. Él se rió. El humor es su poder.
Para papá nunca nada fue tan grave: ni el accidente de tránsito del que salimos ilesos por milagro, ni el infarto que tuvo hace unos años. Cuando un tornado destruyó los invernáculos donde cultivaba tomates que vendía, volvió a casa después de ver el desastre y lo primero que hizo fue darle una patada a un pececito que teníamos, porque él había advertido que traía mala suerte tener uno. Así solucionó todo. O al menos esa fue mi impresión. La única vez que lo vi llorar fue cuando murió su madre. Lloramos juntos. Después, papá siempre fue un barrilete. Como los que armábamos con paciencia y ayuda de mamá —en todo mamá—, y remontábamos por las calles de tierra cuando nos mudamos a la quinta, en la calle Zapiola al fondo. Cuando la ciudad era pueblo y la Zapiola terminaba ahí, a media cuadra de casa. Cuando remontar un barrilete era la mejor idea.
Papá fue un constructor de chozas y casitas de madera, también un incendiario: solía crear fogones inmensos en el lote baldío de al lado de casa. Todo parecía prenderse fuego, y eso era lo mejor. Extraño aquellas noches inocentes de verano: el fuego, las chispas, las estrellas, la familia, la niñez. El fuego.
Papá cuenta siempre los mismos chistes y las mismas anécdotas. Suele cambiar las sílabas de las palabras naturalmente al hablar: lan pactal —pan lactal—, trolva sepical —selva tropical—, y así. Gracia que más tarde descubrí en Cortázar. Papá sabe imitar al Pato Donald y tiene cierta habilidad para el dibujo. Cuando salió de la internación, después del infarto, me dibujó un corazón para explicarme por qué no hay que fumar. Yo lo pegué en la heladera. Siempre quiso publicar un libro, tiene uno escrito a medias. Árboles ha plantado muchos. Hijos tuvo cuatro.
Aquel árbol que plantó justo antes de irse de casa es el ginkgo biloba, una especie que es símbolo de renacimiento en Japón, por haber brotado en la primavera del ‘46 en Hiroshima, un año después del bombardeo nuclear. El nuestro lleva varios otoños desnudándose y varias primaveras brotando esperanzado. El campo sembrado que cortaba a nuestra calle Zapiola, ahora es un barrio residencial donde los niños no remontan barriletes ni conocen las luciérnagas. En el lote baldío donde hacíamos fogones y chozas, hay una casita. Mamá sigue ahí y el ginkgo también. Es nuestro símbolo, nuestro Álamo Carolina: no para de crecer esperando que papá —que es lo único que no se fue del todo—, vuelva y diga que no pasó nada, que haga un chiste, que patee a un pez, que prenda fuego algo. Que vuelva a acostarse bajo la sombra, a sentirse árbol.