Los hinduistas queman sus muertos a orillas del río Bagmati en Katmandú. Los budistas hacen lo mismo pero en las montañas, para que el viento se lleve las almas al cielo. Y detrás de los Himalayas, el pueblo lowa corta los cuerpos en pedazos y alimenta a los pájaros con el mismo sentido. Después siguen trece días de ceremonias de purificación y luto por un año entero. Shree Krishna Lamichhane me explicó esto el sábado 25 de abril, dos horas después del terremoto, frente a los crematorios junto al templo dorado de Pashupatinath, construido en el siglo quinto.
El humo gris de las fogatas había cruzado el río y envolvía la escalinata donde estábamos sentados. Otro guía que iba con un grupo de franceses se acercó a hablar: se había caído la Torre Dharahara, otro sitio de Unesco en sus circuitos de rutina. Ya son más de 80 muertos, dijo. Shree intentó de nuevo con el celular, y otra vez, pero no consiguió hablar con su familia. Se sacó la gorra y la dejó caer. Era la primera vez que le veía el pelo naranja teñido con henna. Miró el teléfono muerto y dijo, en español, con la voz clara de quien sabe aceptar el destino: “En un rato más habrá unos cuantos en esa fila, esperando su turno para devolver a la tierra el material del que todos estamos hechos”. Shree, ni ninguno de los que lo estábamos a su lado, imaginábamos que el terremoto de 7.9 grados en la escala Richter -sólo comparable a otros ocurridos hace más de 700 años- dejaría más de siete mil muertos y catorce mil heridos.
Caminamos por el centro de la calle, muy atentos a los balcones y postes de luz sacudidos por el temblor. Teníamos que alejarnos de esos paredones medievales. No quedaba nadie adentro de las casas: las tres millones de personas que viven en Katmandú habían salido con lo puesto y ahora miraban desde la vereda, revisaban los daños, rezaban para que su edificio resistiera, que no los dejara sin techo. En la ciudad, no es extraño ver a sus habitantes andar por las calles con barbijos. Dicen que al estar en un valle rodeado de montañas tan altas, el polvo de las construcciones y la contaminación se queda estancado en el aire. Eso que había visto en las fotos el día anterior, como una neblina que opaca los colores, no era nada en comparación con esta capa espesa de tierra que ahora nos raspaba la garganta y se nos metía en los ojos. Avanzamos entre la gente abrazada, los autos parados, y a cada paso Shree señalaba las rajaduras en los edificios, el asfalto quebrado, los escombros, las motos y los árboles caídos. Me hablaba en nepalí y yo no le entendía nada.
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Esa mañana me había despertado en Dhulikhel, un pueblo a 30 kilómetros de Katmandú y a 70 de Tíbet; había viajado hasta allá para ver el amanecer en los Himalayas. Tenía cita en el mirador a las 5.30 con Jyoti y Ayushma, dos hermanas de 14 y 5 años, de una chacra vecina al lodge donde estaba parando. Ellas pusieron el horario: están acostumbradas a madrugar de lunes a sábado. Ayudan a su mamá con las cabras y en la huerta antes de salir para el colegio. El 60 por ciento de la población en Nepal se dedica a la agricultura, casi todas las familias tienen un pedazo de tierra sembrada de maíz, trigo y papa; pero en su caso también viven de los dólares que envía su papá desde Doha, donde trabaja como chofer hace dos años.
El sol asomó pálido entre nubes cargadas de agua. Las chicas dijeron que seguro llovería y que para ellas eso era una buena noticia. Charlamos de novios, de recetas de curris y Jyoti me juró que apenas bajara al pueblo me agregaría a sus amigos de Facebook. Nos despedimos con un abrazo de a tres.
Shree me pasó a buscar después del desayuno para recorrer la parte antigua de Dhulikhel, con templos y calles del siglo doce. Es un hombre bajo y usa jeans un par de talles más grandes de lo que debería. Tiene 37 años y dos hijos. Es guía de turismo freelance, hinduista y motoquero: está ahorrando para comprarse una de 250 cilindradas. Me mostró una como la que quiere en la recorrida por Dhulikhel. En varias oportunidades nos cruzamos con mujeres que iban con sus platos de ofrendas -un puñado de arroz y flores amarillas- para rendir culto a los dioses, especialmente a Kali, que es la diosa de los días sábado. A ellos les dejan la mitad del plato y la otra parte la llevan a las puertas de sus hogares para bendecirlos. Shree se detuvo frente a una de las casas más antiguas, con la puerta enana, que obliga a una reverencia para poder entrar, y custodiada por la imagen de una serpiente enroscada, como un escudo, para que no pique a la familia con su veneno. Shree señaló una grieta en la pared que salía de la ventana y recorría toda la fachada hasta el techo en el tercer piso, donde se guarda la cosecha: “Esta casa resistió el terremoto más fuerte que tuvimos en Nepal, el de 1934. Nunca la arreglaron, acá está todo original, es una de las pruebas que le doy a los turistas”. Un par de horas más tarde, esta misma casa no tendría más puertas, paredes ni ventanas. Las ofrendas a la diosa Kali quedaron desparramadas en la vereda.
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El terremoto sucedió a las 11:57 horas del sábado 25 de abril. Habíamos trepado unas montañas para ver Dhulikhel desde lo alto y ya estábamos por regresar a Katmandú. “Nos vamos”, dijo el chofer con la sonrisa de todos los días, y cerró la puerta del auto con suavidad. Acomodé la cámara en el asiento, escuché gritos y vi que tanto él como Shree salían corriendo, se alejaban del canto de la montaña y señalaban a lo lejos. No entendía lo que pasaba. Conseguí abrir la puerta, corrí hacia donde estaban ellos y vi que la cadena de montañas frente a nosotros se sacudía y escupía una fumarola de tierra en toda su extensión. Es el cordón Mahabharat Lekh, paralelo al Himalaya, con picos de entre 1500 y 2700 metros sobre el nivel del mar. Una casa se derrumbó sobre la derecha, rodaron piedras y cascotes cuesta abajo.
Según los informes oficiales el temblor duró entre 30 y 120 segundos, apenas unos instantes en los que sumamos una pequeña multitud, unas quince personas apretadas entre un poste cargado de cables de un lado y del otro, una casita de madera que empezaba a escurrirse por la tierra floja. No pensé nada. Había estado en un terremoto sólo una vez y hacía muchos años, en Chiapas, México, pero entonces estaba durmiendo y lo único que llegué a pensar era que un perro se había colado en la habitación y se rascaba las pulgas bajo la cama. Esta vez el suelo se movía como si fuese un mar con olas, un subibaja que me hacía perder el equilibrio y que no se detenía.
Sobre esa primera impresión que causó el temblor corrieron las versiones más diversas en los días siguientes; entre ellas, la de un matrimonio de norteamericanos, recién llegados a Nepal para hacer el trekking al Campo Base del Everest, que hubieran jurado que se trataba de una bomba atómica arrojada por los rusos. Daba para imaginar cualquier cosa: los expertos advierten que el terremoto movió la ciudad de Katmandú tres metros hacia el sur, y según el Centro Nacional de Operaciones de Emergencia, destruyó 1.300.000 casas y causó daños importantes en otras 86.000.
“Om mani padme hum” es uno de los mantras más populares del budismo, una oración en sánscrito que no tiene traducción directa pero que habla del sonido del mundo, la joya que ilumina y la flor sagrada de loto. Om mani padme hum se escribe y se guarda en los molinos de oración o prayer wheels, que al hacerlos girar cumplen el mismo efecto que recitar la plegaria. Hay muchos de estos molinos dispuestos alrededor del templo Boudhanath, protegido por Unesco desde 1979 por ser una de las estupas budistas más grandes del mundo. Una estupa es un monumento funerario o destinado al culto, circular y generalmente abovedado. La tarde posterior al terremoto, el lugar estaba colapsado y las prayer wheels no paraban de girar. Muchos habían elegido ir a este templo en busca de refugio físico y espiritual, había grupos de mujeres cantando mantras junto a las figuras y familias enteras caminando alrededor del templo en el sentido de las agujas del reloj. Arriba de la bóveda, los ojos de Buda están pintados en los cuatro lados de la torre, y en la cima, la pirámide de 13 escalones, que representan el camino hacia la iluminación, tenía algunas piezas flojas o caídas por efecto del temblor. Con Shree nos sumamos al rezo masivo en una vuelta completa a la estupa, a paso lento pero sin detenernos, bajo las guirnaldas de banderines multicolores y buscando la mirada sabia de Buda en cada lado.
En la segunda vuelta la tierra volvió a temblar: las palomas salieron volando, los rezos se hicieron gritos y los monos –es común ver monos en las calles o alrededor de algunos templos- quedaron paralizados en las posiciones más insólitas, con la mano en la boca o agarrándose la punta de la cola o colgando de una baranda en el primer piso de alguno de los restaurantes. El terremoto tendría muchas más réplicas en los días y las noches siguientes, según la Agencia Nacional de Noticias nepalí, más de ciento cincuenta temblores con intensidades de entre 4 y 7 grados.
El hotel que tenía reservado para las siguientes dos noches era Gokarna Forest Resort, ubicado a diez kilómetros de la ciudad, moderno, de solo tres pisos y rodeado de bosque nativo repleto de ciervos. En el lugar, hacía un par de días se llevaba a cabo el casamiento de una pareja de indios, nacidos en Delhi, mudados a Dubái, y que invitaron a sus familiares y amigos para la boda en Katmandú. En función del poder adquisitivo de la familia de la novia, que es la que paga según tradición, los casamientos hindúes pueden durar hasta una semana, aunque lo más común es que se extiendan por tres días. Entre los rituales más típicos, las mujeres se tatúan con henna diseños muy delicados en los brazos, las manos y los pies. Estaban en eso cuando llegué a la recepción, donde me explicaron: “Son muy frecuentes las bodas en esta época del año, para nosotros el año nuevo empezó hace diez días, el 14 de abril, y eso es de buen augurio para el matrimonio”. En el lobby había un teléfono de línea, pero en este momento no andaba. Sin luz, tampoco había internet. En Argentina recién eran las ocho de la mañana, del sábado 25, así que esperaba que mi familia todavía no se hubiera enterado de lo que estaba pasando de este lado del mundo. Pude hablar con mi novio seis horas después: tuve que prometerle que me instalaría en una carpa a cielo abierto hasta que pudiera embarcar a Buenos Aires.
Pedí una habitación en la planta baja y con salida directa al parque, un espacio seguro en caso de nuevos temblores, pero ya no quedaban más. De todas maneras, casi nadie se animó a pasar las primeras dos noches bajo techo: sacamos los sommiers y los plumones al jardín e hicimos picnic con las comidas que podían ofrecer los empleados del hotel, a veces té con pan y mermelada, y cuando había luz, sopa de lentejas amarillas, chicken masala, arroz y verduras al curri. El teléfono y la electricidad iban y venían, y si bien Gokarna tenía su propio generador, muchas veces no querían usarlo por miedo a que hubiera cortocircuitos que pudieran provocar algún incendio. Cuando se prendían las luces, llegaban las noticias: 300 muertos y probabilidad de nuevos temblores. 1500 muertos y el clima dificulta el rescate. 3000 muertos y la OMS teme por posibles epidemias en Nepal. Con todo, la boda continuó, los invitados tomaron posesión de las instalaciones del hotel e intentaron pasar las horas de la mejor manera posible. Especialmente en el bar, donde circulaban botellas y barras de chocolate suizo.
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El sábado del terremoto Bárbara Pacheco pasó la noche en el estacionamiento del aeropuerto. Adentro no era una opción, había rastros del techo en el piso, vidrios rotos, incluso una parte de la pista se había quebrado. Hacía frío y no tenía ropa de abrigo en la mochila -en Nepal la temperatura baja a menos de 10 °C cuando se oculta el sol-, pero unos alemanes ultra equipados para la escalada al Campo Base le prestaron una campera y consiguió dormir de a ratos, entre un temblor y el siguiente. Bárbara tiene 26 años, es chilena y estaba viajando sola en un itinerario de un mes que también incluiría Sri Lanka, Filipinas y Myanmar. Como vive en Santiago, está bien entrenada en caso de terremotos, sabe cuáles son los rincones seguros y que hay que hacerse una bolita bien compacta para resistir mejor cualquier impacto.
En el momento del primer temblor estaba en un hostel del barrio Thamel, de calles angostas cruzadas por banderines de colores y locales apretados que venden cuencos tibetanos, camperas de pluma imitación a North Face, estatuas de Buda en todas las posiciones, pashminas, saris y gorritos de lana bordados con el perfil del Everest. Salió corriendo escaleras abajo, dando pasos en diagonal para no perder el equilibrio, y llegó a la calle para cuando ya había pasado. El edificio de la derecha había quedado apoyado sobre el hostel, inclinado desde la base hasta el último piso. Tomó coraje y volvió corriendo, lo más rápido que pudo, para buscar la mochila con sus cosas, y de ahí se fue directo al aeropuerto.
Nos conocimos al otro día, cuando llegó a Gokarna Forest Resort agotada por haber pasado la noche a la intemperie, todavía asustada por los temblores persistentes y sin saber cuándo iba a poder salir de Nepal, ya fuera para volver a Chile o para continuar su viaje por Asia. Cuando le dieron la llave de una habitación lloró. Por primera vez en dos días se sintió segura.
Con Bárbara nos hicimos compañía, éramos las únicas dos personas en el hotel que hablábamos castellano. Además, ambas teníamos pasajes sujetos a espacio en el avión, razón por la que se nos había complicado la salida mucho más que a cualquier otro turista. Cuando había luz prendíamos la tele. BBC era el único canal de noticias que transmitía en inglés, en los demás se leía “BREAKING NEWS” en rojo pero el relato era en hindi o nepalí. En todo caso, las imágenes mostraban los restos de muchos lugares que habíamos visitado en el centro histórico; templos medievales, estatuas y palacios imperiales alrededor de las plazas Durbar ahora eran una pila de escombros. En las noticias decían que los daños en la mayoría de los casos eran irreversibles y los costos para la reconstrucción de Nepal –US$ 5.000 millones según la Consultora Global de Riesgo Político y Financiero IHS-, impagables para la economía de este país: ocupa el puesto 157 de 187 en el índice de Desarrollo Humano de la ONU.
La Cruz Roja, Unesco, Cascos Blancos y más de veinte países mandaron tropas de ayuda desde el primer momento, especialmente sus vecinos India y China. Bárbara también hizo su parte. A través de su muro en Facebook, apeló a la solidaridad de sus amigos y compartió su número de cuenta bancaria para que pudieran colaborar quienes quisieran. Juntó US$ 780 en 24 horas, y para asegurarse de que el dinero fuera recibido, tomó un taxi y fue personalmente a Jaisithok, un pueblo entre colinas de arroz a dos horas de Katmandú. Con la mitad del dinero compró 120 litros de agua, 50 kilos de legumbres y cereales, 6 sacos de arroz instantáneo, carpas de plástico, barbijos, medicamentos para la diarrea y la fiebre, antiinflamatorios, jabones, frazadas, gasas, guantes, algodón, pañales. Los otros US$ 350 se los dejó a Dipesh, Rubina y Rajesh, tres amigos nepaleses que la acompañaron e indicaron dónde eran más necesarias esas donaciones.
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Al cuarto día lo volví a ver a Shree. Llevaba un rompevientos azul y la misma gorra con visera. No traía su smartphone, dijo que igual no servía para nada, que las líneas seguían caídas. Hacía tres noches que él y su familia dormían en una cancha de fútbol, bajo una tienda compartida con una veintena de personas, pero lo que más le preocupaba era la situación en el pueblo de Dhawa, donde sus papás y hermanos todavía ocupan la casa de su infancia. Cada vez que Shree los va a visitar viaja 120 kilómetros por carretera, 35 kilómetros más por camino y tres horas a pie por la montaña. “De las 35 casas que tiene el pueblo, no quedó ni una en pie. Están sin luz, y sin agua, porque allá los pozos son muy profundos y hay que sacarla con bombas”.
Cuando nos conocimos, Shree me aseguró que no le tenía miedo a la muerte: el destino estaba escrito para todos y uno tiene que poner lo mejor de sí siempre. Por eso ese martes, apenas me dejara en el aeropuerto, viajaría a Dhawa para llevar los litros de agua que pudiera cargar en la espalda. Imaginarlo me hizo pensar en el trabajo duro de los sherpas y en los 18 montañistas que murieron por las avalanchas en el Everest. Los geólogos todavía no se ponen de acuerdo en los efectos que tuvo el choque entre las placas tectónicas índica y euroasiática sobre el pico más alto del mundo. Según cálculos basados en datos satelitales, hay pronósticos que le suman hasta 1,26 metros al gran desafío de los 8.848.
El día que aterricé en Nepal supe que ese fin de semana habría dos eventos importantes en la capital: por un lado, la novena edición de Universal Religion, un festival de música electrónica non-stop del 24 al 27 de abril, y por el otro, una clase de yoga abierta y multitudinaria a cargo del gurú indio Baba Ramdev, líder espiritual en temas vinculados al yoga, la medicina ayurveda y la política. Barbudo, descalzo y vestido de color naranja como corresponde a los maestros, el martes 28 de abril Ramdev entró al aeropuerto Tribhuvan con una comitiva de seguridad y se instaló en el VIP, donde sólo caben ministros y la realeza.
Antes de desaparecer atrás de una puerta de madera pesada y tallada con flores, miró alrededor y, meditativo, se tapó el tercer ojo con los dedos índice y mayor, tal vez bendiciéndonos. Había gente durmiendo en el suelo cubierto de botellas y paquetes vacíos, muchas cucarachas, pegotes y la suciedad propia de un espacio atestado casi sin personal. En las colas del check in había peleas a gritos y hasta empujones, porque el primero en pasar, quizás, conseguiría un asiento, a donde fuera. Algunos se desmayaban por el calor y la falta de aire; algunas aerolíneas repartían agua y chocolates de freeshop en las colas. Cada tanto, el suelo se movía.
Empezaron a aterrizar algunos vuelos, pero no despegaban. Delayed. Delayed. Delayed. Pasaron siete horas hasta que Qatar Airways me confirmó el boarding a Doha. Estaba feliz, tan feliz de poder volver a casa con mi familia, y a la vez que sonreía y le agradecía al hombre que me entregaba el ticket, lloraba. Pensaba en todos los que elegían quedarse a ayudar, con plata o con esfuerzo, o con los dos.
Baba Ramdev, que no salió del VIP hasta que pudo despegar con destino a Delhi, anunció que su fundación adoptaría 500 chicos huérfanos: les daría casa, educación y comida hasta los diez años. Sentí la última réplica del terremoto en el asiento del avión, y por primera vez le recé a los dioses que había conocido en este viaje por India y Nepal, especialmente a Shiva, que según me explicó Shree, es el dios de la destrucción, necesaria para eliminar todo lo malo antes de que el dios Brahma pueda volver a crear.
La autora agradece a las agencias The Travel Studio y TCI por su apoyo durante todo el viaje a India y Nepal, especialmente a partir del terremoto, cuando la ayudaron a contactar a su familia en Argentina y resolvieron dónde y cómo hospedarse en Katmandú en circunstancias tan difíciles.