Ensayo

El legado de Francisco


Desvaticanizar la Iglesia

El legado de Francisco está en su tentativa por desvaticanizar la Iglesia Católica, de hacerla menos romana y más llena de humanos, más universal. Una tarea dificilísima porque pese a las simpatías que desató en el progresismo ateo o agnóstico, también causó reacciones negativas en el mundo católico y a veces indiferencia en muchos mundos populares donde el sentimiento religioso pasaba por otras agendas. Para Pablo Semán hay que salir del argentino-centrismo para entender el sentido más profundo de su papado. Porque la Iglesia sigue siendo apostólica y romana. “Aquellos progresistas que repudiaron el nombramiento de Francisco y hoy practican una proximidad sincera deben entender que los valores del papado están en la dimensión específicamente religiosa, en la dinámica del catolicismo”, escribe.

La misión de Francisco estuvo en la zona de lo imposible: debió enfrentar un proceso en el que el catolicismo perdía gravitación histórica mientras era cuestionado tanto por diversas vetas de la cultura secular, como por la expansión de otros grupos religiosos en áreas de nueva y vieja evangelización católica.

Jorge Bergoglio era consciente del esclerosamiento del catolicismo, que también es el clericalismo de la religión romana centralizada y vertical que pretendían blindar sus predecesores, especialmente Wojtyla y, sobre todo, Ratzinger. Hasta el papado de Francisco al catolicismo le fue imposible asumir las agendas de autonomía subjetiva que crecieron a partir de la segunda mitad del siglo 20. Pero también le resultó difícil competir por los pueblos contra la máquina nomádica de la religión evangélica que avanza —pese a lo que todos sus contradictores creen— sin plan centralizado y sin más propuesta que la interpretación libre de los evangelios. El catolicismo enfrentó la modernidad y sus conflictos, de clase y de sujeto, como cuestiones teóricas a partir de la visión de hombres que se pretendían desencarnados. Y en parte lo eran: los sacerdotes, y en especial los Papas, no tenían familia ni trabajo y seguro estaban en paz con la idea de su inmortalidad. Francisco no era ajeno a esa situación pero era consciente de sus determinaciones.

El papado de Francisco intentó ser una práctica transformadora más que una reforma total del dogma.

En ese contexto, el papado de Francisco intentó ser una práctica transformadora más que una reforma total del dogma. Que la Iglesia Católica no sea solo los sacerdotes, que los sacerdotes estén más conectados con la realidad de sus comunidades. El caminar juntos que le propuso a través de la sinodalidad a la Iglesia para reflexionar sobre su misión no era un cambio desde arriba como el que teóricamente surgiría de un concilio: era más “moderado”, pero al mismo tiempo más profundo. Sobre los más diversos puntos, en distintos momentos, el Papa dio indicaciones que fueron discutidas, pero dejan los sedimentos de una transformación en curso. En el arco que va de su ya famoso “quién soy yo para juzgar” a su encuentro con los jóvenes donde amonesta la cerrazón de la Iglesia a la diversidad, de sus encíclicas sobre la fe, la fraternidad universal y la ecología a las disposiciones sobre la participación de los laicos y las mujeres en el culto y en la vida del Catolicismo o sus intervenciones sobre los conflictos internacionales, está la siembra de un planteo de cambio que ya trajo frutos.

La tarea de Francisco consistió en cuestionar el carácter romano y específicamente vaticano de la Iglesia Católica para que pueda ser lo más universal posible. Es una tarea dificilísima porque a pesar de las simpatías que desató entre progresistas no católicos —ampliando parcialmente la relevancia del catolicismo para la vida pública de algunos países—, causó reacciones negativas en el mundo católico y, a veces, indiferencia en los mundos populares donde el sentimiento religioso muchas veces pasaba por otras agendas y por otros nudos.

Francisco entendía que lo importante no eran los espacios de poder, sino los procesos que podían sacudir las murallas para dar lugar a una renovación de los sujetos.

Esto vale específicamente para que los progresistas que repudiaron a Francisco el día de su nominación como Papa y hoy practican una proximidad sincera —aunque en muchas ocasiones sea cosplay de catolicismo— hagan un proceso de reflexión: los valores del papado están en la dimensión específicamente religiosa, en la dinámica del catolicismo, donde lo que importa no es exclusivamente el posicionamiento del papa frente a la disputa entre conservadores y progresistas en Europa o en América Latina. Aunque en esta dirección Francisco tomó una diagonal que muchos no esperaban: actualizó y fortaleció los lazos entre cristianismo y humanismo de forma tal que una parte de los logros de su papado fue devolverle repercusión y consistencia a una Iglesia que venía de padecer la erosión de su imagen por todo tipo de escándalos.

El habitante de Santa Marta sabía que se enfrentaba a un clero que se iba a refugiar en la tradición para boicotearlo. También sabía que se enfrentaría a una oposición de élites que encuentran en el cristianismo un obstáculo para sus proyectos de guerra y acumulación. Y creo que reconocía que la experiencia religiosa popular le quedaba cada vez más lejos al catolicismo (si entendemos por popular el pueblo realmente existente y no el pueblo imaginado por el plebeyismo sin pueblo).

Francisco tomó una diagonal inesperada: actualizó y fortaleció los lazos entre cristianismo y humanismo. Así le devolvió repercusión y consistencia a una Iglesia que venía de padecer la erosión de su imagen por todo tipo de escándalos.

En una entrevista que dió al inicio de su papado frente a Antonio Spadaro, intelectual jesuita y director de la revista Cívitas, Francisco confesó su predilección por Michel de Certeau (jesuita, etnólogo, historiador, lingüista y practicante del psicoanálisis), uno de los más importantes analistas culturales del siglo 20. Francisco se inspiraba en la figura de De Certeau, que a su vez se inspiraba en la del fundador de la orden jesuita en su relación de distancias y amores cada vez más intensos respecto de Dios, la Iglesia y el propio papado.

Y de la misma manera que el fundador de la orden y que el intelectual francés, Francisco entendía que lo importante no eran los espacios de poder, sino los procesos que podían sacudir las murallas para dar lugar a una renovación de los sujetos y los repertorios. En esa entrevista definió su papel en la historia de la Iglesia Católica: disparar procesos sin detenerse en especulaciones sobre hasta dónde llegaría el impulso. Lo hizo promoviendo el lío y haciéndose par de sacerdotes cuya vida conocía muy profundamente en sus dramas y vicisitudes. El impulso de Francisco era como el de San Ignacio de Loyola, el impulso del caminante herido movilizado por una falta y dispuesto a ser atravesado por algo más grande que él. Una tarea infinita a la que se entregó para poder pasar la posta de un proceso cuyo sentido no podemos determinar todavía.

La Iglesia Católica es apostólica y romana. Y esos términos no son gratuitos ni inocuos. Lo más profundo de su legado está en la tentativa de desvaticanizar la Iglesia, de hacerla menos romana y más llena de humanos y ciudadanos. Una Iglesia de pastores.

Mal haríamos en hacer un balance en términos de las categorías más inmediatas con las que se quiere establecer el significado de su obra: hay que salir del argentino-centrismo y del progre-centrismo para poder entender el sentido más profundo del proceso iniciado por Francisco. La Iglesia Católica es apostólica y romana. Y esos términos no son gratuitos ni inocuos. Lo más profundo de su legado está en la tentativa de desvaticanizar la Iglesia, de hacerla menos romana y más llena de humanos y ciudadanos. Una Iglesia de pastores (que sólo por ser pastores podrán tener olor a oveja).

Todavía no podemos saber hasta dónde puede llegar la dinámica iniciada por Francisco porque eso es lo propio del tiempo, que para Francisco y para San Ignacio de Loyola era el ámbito de manifestación del Espíritu Santo. Hay que ver entonces el registro específico de la intervención de Francisco (y no el de Bergoglio): el de la tentativa de liberar al Espíritu Santo de su cárcel romana. Como me lo hizo observar Néstor Borri, Francisco no falleció el domingo de resurrección sino un lunes cuya fecha coincide con la fundación de Roma. Si su tentativa toca profundo en la vida del catolicismo, su obra habrá sido un éxito. Y si hay algún grado de éxito, su humanismo habrá triunfado por consecuencia y por añadidura.