¿Cómo actuamos ante lo inédito, lo nunca habitado, el paisaje jamás visto? ¿Cómo reaccionar ante el desamparo en forma de agua que arrastra y atrapa, que no deja dormir ni aún habiendo cesado, que impide la comunicación y el alimento? ¿Qué hacer frente a lo que nos encierra y no nos permite andar ni a pie, ni en auto, ni en bicicleta? ¿Cómo no pensar en la versión inversa, diabólica, de aquel relato bíblico en el cual Moisés y otros israelitas avanzan por el mar Rojo y las aguas se abren para dejarlos pasar, para salvarlos? En Bahía Blanca fue al revés. El asfalto en las calles, rutas y puentes cedió ante la corriente y se abrieron en dos: tragaron autos, colectivos, camiones; flotaron, colgaron, cayeron. La gente separada y aislada como el ejército egipcio del Éxodo bíblico. Sepultados por el agua.
El Paseo de las Esculturas, a una cuadra de donde vive mi madre, no existe más. Los puentes para ir y venir a la casa de mi hermana y cruzar la ciudad tampoco.
Y muchas casas.
Y demasiadas vidas.
El territorio de infancia con colores pastel de pronto se transformó, como en el tríptico de El Bosco, El Jardín de las delicias, de vital paraíso a lúgubre infierno. Sin el paso intermedio que pintó el artista. Algo abrupto, sin transición más que la violencia del shock.
**
Las experiencias traumáticas vividas a veces no sirven para nada. Y la falta de experiencia, en el presente, activa misteriosos mecanismos de supervivencia. En El sabor de la muerte, un texto breve y excelente sobre la catástrofe sísmica en Chile de 2010, el escritor Juan Villoro dice: “Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3.34 de la madrugada, una sacudida me despertó en Santiago”. (…) “Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo”.
A veces las experiencias previas, entonces, no nos entrenan, ni nos salvan aunque, ahora pienso, quizá, proporcionen algún protocolo mínimo de acción.
En Bahía Blanca, donde nací y me crié, nos la pasamos quejándonos del viento y de la sequía (y de lo que tarda un colectivo en llegar). Si viajamos hacia el norte, desde la ruta miramos con envidia los campos de la “zona núcleo”. “¡Cuánto verde! ¡Mirá qué gordas esas vacas! ¡No corre una gota de viento! ¡Cómo les llueve, y a nosotros nada!”. Unos días antes del viernes 7, intercambié un mensaje con un amigo escritor, ambos debíamos un cuento para una antología: él pudo escribirlo porque, “desgracia con suerte”, no pudo mudarse y eso le dio tiempo. Se quejaba porque, por la lluvia porteña, se le demoró el traslado. Me mandó un video de evidencia: charcos custodiados por árboles espléndidos. Mi respuesta fue: “Ay, qué te quejás. Ojalá lloviera en mis pagos”. El viernes me llegó su mensaje: “Sos bruja, Dios mío”. “Te juro que no pedí tanto”, me defendí. (La frase hecha “desgracia con suerte” cambia y cambia, ahora eso, para los bahienses, es estar vivos.)
El dato, el número, ayuda a dimensionar: los promedios anuales de lluvia en Bahía Blanca son, aproximadamente, de 623 a 640 milímetros. ¿Quién hubiera podido imaginar que en unas horas iba a caer casi la mitad de lo que llueve en un año? Si las dañinas tormentas de viento o granizo pueden estar en el horizonte de posibilidades de las almas orgullosas nacidas en la capital del básquet, también llamada capital del sur argentino, también llamada capital nacional del cubanito, una inundación como la ocurrida era impensable.
Los habitantes de ciudades con peligro de terremoto, o de sufrir atentados, preparan mecanismos de prevención, refugios y bunkers ante la eventual emergencia (los estados que pueden, y los que no, no; pienso en Israel y Palestina). Nosotros nunca consideramos el agua como amenaza. El agua era una bendición.
**
“Hola Sonia. Buenos días. Acá en Bahía llueve mucho y tenemos alerta. Los colectivos no andan. La cuidadora está complicada para ir a lo de tu mamá. Estoy quedándome sin batería. Los celulares no cargan”. Antes de las 10 de la mañana recibo, en Buenos Aires, ese mensaje de una de las empleadas de mi madre.
Mi respuesta fue lo suficientemente tonta y negadora, muy digna del inicio de una secuencia de ridiculeces y desesperaciones que duran hasta hoy.
-Hay que esperar, no se me ocurre otra cosa- respondí.
-Están muy asustadas, el agua no deja de subir.
-Ahora la llamo a mi mamá y le digo que cargue el celular.
-No Sonia. Tienen agua hasta las rodillas. Por La Escondida el agua ya llegó al techo. Dios quiera que esto pare pronto.
Se corta la comunicación.
Apenas tres minutos más tarde me llegan videos de la casa de mi madre, a 700 km de donde estoy. Se ve el agua a la altura de la mesa, y tapando las camas. Me siento como la receptora de un canal de noticias al que “la gente” manda sus denuncias y registros de tragedias. Pronto la sensación se evapora: lo que veo, en la distancia, me pasa a mí, es mi ciudad, es mi casa. Llamo al 911. Mientras, gugleo qué hacer ante este tipo de emergencias. Me felicito por tener aún teléfono fijo, dos armas en cada mano. Alcanzo a oír a mi madre. Dice que tiene frío, que el agua sube rápido. Me siento una mezcla de ministra Patricia Bullrich con ex Ministro Berni, de pronto doy órdenes con una firmeza de la cual no me sabía capaz, y actúo una seguridad ante una situación que desconozco absolutamente. Imperativa, digo:
-Agarren una muda de ropa, la medicación, y la llave de la casa de mi hermano. Es una catástrofe natural, qué va a ser. No llores, hay que actuar.
La respuesta son llantos y gritos. Tan efectiva no soy.
Y, como en las películas con guiones de impacto, se corta, de nuevo, la comunicación. Hubiera preferido evitar ese plot. Al instante llegan imágenes de mi primo Juan Justo, refugiado en la YPF de Alem y Perú: se ve un hombre caminando en la corriente que es ahora la avenida. El agua le llega al cuello pero él mantiene, insensato como casi todos –cada uno en su estilo– el celular pegado a la oreja.
Ese viernes intenté hacer como si nada, “fingir demencia” como se estila decir. Trabajé mientras llamaba a Bahía varias veces por hora. Intenté creer que los trabajadores del 911 habrían rescatado a mi madre. A las 22 hs no pude sostenerlo. Mi hermana me decía que era imposible llegar en auto, venía intentándolo durante horas. Un amigo fue a pie: el barro lo detuvo. Claudiqué. Le envié un mensaje de audio: no pude disimular (del todo) mi desesperación. Me pregunto si mis palabras habrán podido ser unas dignas y amorosas palabras finales.
**
Durante la mañana del 7 de marzo fui de las primeras receptoras de información directa. Así le sucedió a muchas otras personas como mi amiga Brenda Anselmin, bahiense y psicóloga, que vive en Río Grande, y a otras migrantes de otros puntos del país. Hasta que nuestros afectos bahienses ya no pudieron comunicarse. No era posible conseguir información básica que nos hubiera dado, si no la hubieran cerrado hace un año, la agencia federal Telam: ¿funcionaba la Terminal de Omnibus? Hasta que los medios locales restablecieron sus conexiones y luego llegaron los medios porteños. Entonces la dinámica se invirtió. Nuestra gente en Bahía sabía menos que nosotros. Mi hermano Pablo y mi amigo librero, Benjamín Rodríguez de El Quijote, una de las librerías más lindas, viven en uno de los pocos lugares altos y no sufrieron demasiados daños (el término “demasiados” se volvió relativo: “solo me entró barro y agua 20 centímetros”; “solo colapsó el inodoro y sacó las cosas por arriba, un asco”).
Como conquistadores de una colonia que no conocieran, de pronto vieron las imágenes de la catástrofe sin advertencia ni mediación. Habían creído que se trataba de una lluvia fuerte. Y al avanzar no podían cruzar calles ni puentes. Vieron autos chocados, autos apilados. Muebles flotando. Basura en correntadas. La casa de mi madre con marcas de agua, desde afuera, que llegaron hasta el metro cincuenta y más. Incomunicados, no habían llegado a ver el video viral de las médicas y enfermeras del hospital Penna que rescataron bebés de incubadoras con el agua hasta la cintura, el que me hizo llorar el viernes. El lunes un bahiense me lo comenta durante el poco rato en que tuvo batería como si fuera novedad. Emiliano Marconetto, autor de las fotos que dialogan con este texto, me dice al teléfono: “De pronto aparecíamos en la BBC pero tus amigos a dos cuadras no tenían idea de lo que pasaba”.
Ciudad del Siglo XXI convertida en aldea del medioevo. Sin comunicación ni amparo. Personas duermen en techos, o sentadas en una mesa con el agua fría, en los pies. Personas en su fragilidad, libradas a las fuerzas inagotables de la naturaleza que acecha como si no hubiera urbes. Y los de afuera, los que ahora no estamos ahí, viendo una suerte de reality catástrofe del cual sus protagonistas no tenían dimensión.
El psicólogo Hugo Kern, jefe del Departamento de Salud Mental y Adicciones de la secretaría de salud de la MBB, que existe desde hace diez años conversa con Anfibia por audios de Whatsapp, porque la señal es inestable. Él y su equipo de emergencias psicosociales trabajaron con los evacuados del temporal de diciembre de 2023. Aquel que, con su viento violento dejó 13 muertos y 350 evacuados. Porque las referencias secuenciales aparecen. Dice Kern: “Entra en una seguidilla. La pandemia, el temporal, la granizada. Es una acumulación de situaciones traumáticas que hacen que esto sea demasiado. Encontrarte con la fuerza de la naturaleza y lo imparable de esa fuerza y sobre todo con la vivencia concreta de la fragilidad de la vida”.
En el prólogo del libro “Cuánto dura un temporal”, donde poetas bahienses escriben a partir de testimonios recogidos por el grupo Elijo Leer, escribí:
“Tragedia: expresión lavada por el uso diario, exagerado, poco preciso, en redes y medios. Sin embargo, más allá de la frecuente inexactitud, algo unifica a los eventos que en verdad sí, son tragedias. Y de algún modo, los iguala aunque sean de naturaleza diversa. Tornados, inundaciones, terremotos, desastres nucleares. Son fundantes, determinan el momento crucial, el punto de giro, aquel instante donde todo cambia, el minuto del ‘antes y el después’. Cuando la ciudad y sus paisajes dejan de ser lo que eran y nosotros nos derrumbamos con ellos. Y, sobrevivientes, quedamos abombados, atontados, en shock. ¿Alguien es capaz de entender el ‘acontecimiento’? Se experimenta algo como una primera vez, un segundo nacimiento.
Cada cual recuerda qué hacía, con quién estaba, qué pensó. La gratitud de quien aún respira. Los testimonios reiteran un universal: ‘De a poco nos fuimos enterando de las tragedias. Lo que me pasó a mí no había sido tan grave’, dice uno de los afectados que participaron en el proyecto”.
Ante las inundaciones inéditas vuelve la pregunta de cómo contarlo. Y de establecer analogías y diferencias. Yo, de pronto, me encuentro hablando con metáforas remanidas o absurdas, ese recurso fácil a la hora de tratar de explicar algo tan inentendible.
El lenguaje se resquebraja: un vidrio azotado por el viento, que no terminó de estallar. Los tiempos verbales son provisorios. Las imágenes, caóticas, son una masa confusa. Se superpone y nos hace sentir, revivir, imaginar la experiencia bajo nuevas formas que irrumpen haciendo estallar cualquier cronología.
Hugo Kern dice que las analogías con 2023 existen. “Pero vivimos una situación nueva, de alguna forma inesperada, porque no estábamos preparados para una inundación de este tipo, con el desborde del canal Maldonado, con las calles que se convirtieron en ríos y se llevaron vidas, que son lo más importante. Hoy es peor la cantidad de desaparecidos y de muertos. La ciudad está arrasada. Sin servicios. Y con mucha gente en situación de vulnerabilidad y permaneciendo en centros de evacuados. La extensión es mucho mayor”.
Si bien es cierto que se registra cierta carencia en la organización territorial, varios medios de afuera se hacen eco de las legítimas quejas de las víctimas a las cuales aún no les llegó ayuda -lo cual resalta la organización generosa entre los propios vecinos. Y muchas veces azuzan la desesperación sin tener en cuenta las grandes dimensiones de la ciudad.
En la transmisión continua en vivo del desastre (en medios locales como Apepé, La Brújula, LU2, etc y en los de afuera) las personas entrevistadas oscilan. Por momentos, lloran. Por otros, manifiestan una certidumbre inquietante, esperanzadora, discursos aseverativos reiterados: “Vamos a salir de esta”, “Bahía siempre se recupera”. Adrián Salonia, periodista de C5N, pasó, como el equipo local de Apepé, entre otros, horas y horas recorriendo barrios, con botas de lluvia que no creo lo protegieran del todo en medio del agua. Es un gran detalle que, frente a un entrevistado que se quiebra, le toma el hombro en gesto afectuoso: una práctica de ética y responsabilidad, ante el extractivismo del testimonio para el morbo del click. Su actitud recuerda a lo dicho sobre la cobertura de catástrofes por la premio Nobel bielorrusa, Svetlana Alexievich, en una entrevista de Hinde Pomeraniec donde se menciona la relación entre el cronista y las víctimas. Adrián Salonia me responde desde la localidad de Tornquist, a 76 km de Bahía -porque cuando llegó allí había conexión- recién a la 1 de la mañana, cuando se detiene su jornada laboral. No teoriza. Se reconoce discípulo de Chiche Gelblung; cuenta que “el objetivo es mostrar el dolor de la gente y la cercanía. Mostrarme situado y empático. Antes de salir en vivo pregunto si quieren hablar. No voy de una forma altanera, agresiva, que te llame la atención. Voy tranquilo. Juego en mi cancha. Lo hago hace mucho tiempo”. Periodista experimentado, nunca vio algo así en su vida. Según él, que habla durante horas con gente, nota en cada uno la angustia de haberlo perdido todo, y “el caos de ‘qué voy a hacer ahora’. Se combina el momento vivido y cómo me pongo de pie. El trauma de lo vivido que te lo van contando al aire”.
Un hombre en Ingeniero White muestra su casa destruida y dice que es lo segundo peor que le pasó: el año pasado murió su esposa. Y agrega algo como “ayer llorábamos con mis hijos. Después vinieron amigos, tomamos mate. Es como cuando estás en un velorio. Por ahí te reís.”. Las reacciones van variando. Mi amiga Brenda Anselmin coincide con Kern en la descripción general de las reacciones. “En el primer tiempo, durante la vivencia de la catástrofe en sí, puede observarse un estado de confusión, de perplejidad, de no entender lo que sucede, también una falta total de reacción frente a lo que consideramos como desbordante”.
Ante esa sensación de incertidumbre exacerbada se manifiestan relatos particulares. “En mi experiencia personal ese aporte vino de la mano de mi cuñado. Tras haber caminado, nadado y sorteado todo tipo de obstáculos para poder llegar a su casa en medio de la inundación, me escuchó decir que desde esta localidad (Río Grande) estábamos juntando agua para enviar. Su respuesta fue única, valiéndose del humor y su agudeza en el intento de ligar ese exceso de lo vivido. Y respondió: ‘¿Agua? Agua tenemos un montón, manden vino, cerveza’"
El psicólogo Kern agrega que lo común es creer que es transitorio, que va a pasar; son los mecanismos de negación. “Después entra en una etapa de acción en la que pueden pasar dos cosas. Las reacciones básicamente de aquellas personas que no pueden hacer nada y que se entregan. Y de aquellas personas que se ponen en movimiento. Que se enojan también. Pero a partir de ese enojo y de buscar un culpable a veces, por lo menos entra en un proceso de actividad que vuelve un poco más factible que las cosas se vayan reordenando. Si uno se queda paralizado y se empieza a deprimir de alguna forma, es posible que la situación te arrase”. Estas situaciones de incertidumbre son ideales para las teorías conspiranoides, dice Kern, “como pasó en la pandemia”. El periodista Joaquín Baridón, director de Apepé, entrevistado por María O'Donnell hace referencia a las noticias falsas que circulan estos días: que el agua está contaminada, que se viene otra tormenta feroz. Los bahienses recordamos cuando, durante el temporal de 2023, se decía -sin ningún tipo de prueba- que se escondían cuerpos.
**
En línea con lo dicho por Maristella Svampa sobre el fuego en la Patagonia, Kern remarca que el sentimiento humano es mucho mayor en las condiciones de vulnerabilidad. “Vulnerabilidades que son anteriores al momento de la catástrofe. Por eso siempre las catástrofes naturales son también sociales, porque se montan sobre la fuerte desigualdad de nuestra sociedad”. Es central la condición de vulnerabilidad psicosocial: los sectores populares están más expuestos. Cuentan con menos redes de apoyo, que hacen que no les quede otra alternativa que acudir a refugios. “Cuanto más vulnerable la persona, peor transita esta situación. En la pandemia, las personas que tenían que ganar el mango día a día y no podían salir a trabajar, tenían una situación distinta a quienes tenían un sueldo asegurado. Las personas que vivían en instituciones y estaban encerradas, geriátricos o centros mentales, los pibes en situación de calle. Todo eso genera una mayor vulnerabilidad. Inclusive la aparición de personas que intentan obtener algún tipo de beneficio en esta situación de crisis”.
Los hechos de vandalismo y robos, en el relato de varias personas, son el motivo por el cual mucha gente se niega a que la evacúen. Y eso en todos los barrios: el fotógrafo Emiliano Marconetto vio cómo quisieron robarle el auto en el centro.
Cuando arrancó la pandemia circulaba como eslogan “vamos a salir mejores de esto”. Pronto se comprobó que no era tan así. “Tendemos a pensar que el sufrimiento nos hace más buenos y el sufrimiento muchas veces nos hace peores. Tiene que haber un espacio mental, psicológico, para poder procesar ese sufrimiento y hacer que no sea un sálvese quien pueda, más entre el discurso social que estamos viviendo, que nos deja un poco librado a las lógicas del mercado, que no tienen en cuenta estas cosas”, dice Kern. El acompañamiento en los centros de evacuación es importante. “La gente llega queriendo no llegar. Llega desconcertada, arrasada por la situación. Llegan a un lugar traídos por las circunstancias”. Sostener la armonía en esa situación de convivencia no elegida es complejo, se dan situaciones de agresividad y tensión. Y también en barrios a los cuales es muy difícil acceder, como vemos en los medios, y el clima de bronca e irritabilidad es grande. “La desesperación está muy cerquita del odio y desde el odio no se construye”.
En Bahía Blanca, como sucedió en las inundaciones de La Plata, la gente saca a la vereda las cosas mojadas que no sirven más. Entonces los recolectores aparecen enseguida para evitar la acumulación en la vía pública. Cuenta Hugo Kern que, al mismo tiempo, “hay gente que pasea por ahí porque es muy llamativo ver cosas como tres autos apilados uno arriba de otro”. En un momento, el conductor de un coche de alta gama, nuevo, impecable empieza a tocar bocina con insistencia. Entonces uno de los recolectores baja, se acerca y trata de hacerlo reflexionar:
–¿Vos entendés que también podría ser tu casa la que estamos tratando de despejar?
–A mí no me importa, dejame seguir.
El recolector de residuos mostró más dignidad y sentido de comunidad que el de la persona que circulaba con su auto limpio.
“Acá aparece lo mejor y lo peor del ser humano. Las dos cosas surgen en una misma situación”.
Más del 70% de los bahienses, según informó el intendente Federico Susbielles, sufrió graves daños. Para reconstruir la ciudad, que ya no será la misma, se estima que se necesitarán 400 mil millones de pesos. Hay 16 muertos y 94 desaparecidos, al 11 de marzo. Las fuerzas estatales, desde el ejército al municipio no son suficientes. “Las necesidades básicas insatisfechas generan un nivel de estrés y de sufrimiento impresionantes”, dice Kern. En estas catástrofes, lo primero que se corta son las líneas y nada de lo que damos por sentado funciona. Ni cajeros, ni conexiones. Y no parecen ser las empresas quienes vayan a salvarnos sino los vecinos que recuperan el sentido de comunidad. El trabajo de voluntarios, ONGs, iglesias evangélicas, católicas, clubes de varias ciudades que organizaron colectas. Y además de las convocatorias de bahienses célebres, desde Manu Ginobilli, a Lautaro Martínez y el joven futbolista de Independiente, Lautaro Millan, entre otros, quienes se destacan son las personas que se ponen la tragedia al hombro. Las que se organizaron no solo para rescatar vecinos sino para llevar viandas, agua, abrigos, ayudar a limpiar.
Las coordenadas espaciales son más tangibles que las temporales. Es difícil calcular los tiempos, dice Kern. Y pienso en el fastidio, y el cansancio, el agotamiento. “Esto es un primer tiempo. Siempre vivimos con cierto nivel de incertidumbre. Pero acá hay que reconciliarse con esa incertidumbre. Va a ser una situación difícil. Está fuera de nuestras posibilidades manejarlo, y hasta te diría, de comprensión. No sé cuando van a llegarte estos mensajes porque hay problemas con las conexiones”.
**
Mi madre está viva. Durante mil horas pensé que no: el agua le había llegado al pecho. La puerta de madera, hinchada, no se abría.
Cuando supe la historia y tuve que contarla recurrí a imágenes y frases remanidas de habla cotidiana y a representaciones pop. No la rescataron los del 911. Unos vecinos se convirtieron en héroes. Rompieron una ventana alta desde el techo y se tiraron por ahí como unos hombres arañas acuáticos. Arrancaron la madera ya floja del sillón y la transformaron en una suerte de camilla flotante. La ataron ahí con su perrito León encima. La puerta de calle no aflojaba, otros chicos, desde afuera, ayudaron a abrirla. La sacaron hacia la correntada. Luego volvieron, como rescatistas profesionales, por Fátima, la cuidadora, y la gata Irina, que los rasguño y no se dio el lujo de la evacuación. Las llevaron a lo de una vecina hasta entonces desconocida, del edificio de al lado que albergó, en su monoambiente del segundo piso, a unas 12 personas. Según mi madre, en aquellas horas, casi no hablaron. Tenían hambre. La anfitriona ofreció mate y cocinó un bizcochuelo.
También le conté a un colega: “El Paseo de las Esculturas es ahora un río de la plata intraurbano”. Luego me di cuenta de que él, porteño, no debía tener idea de lo que era esa plaza alargada, sobre el hoy colapsado entubado del Napostá, que llega hasta el Parque de Mayo, donde andábamos en bici, corríamos, tomábamos mates, comprábamos cubanitos en los carritos, paseábamos los perros. Y donde los adolescentes y adultos se juntaban a escuchar música con parlantes o en sus autos con las puertas abiertas.
No es lindo ser una Venecia improvisada del Sudoeste bonaerense pero por suerte esa imagen no se me ocurrió. En estos días, el escenario muestra una acción vejatoria de la naturaleza con la intimidad humana. Ropa, muebles, adornos, libros, juguetes, sábanas, de nuestros nidos domésticos de pronto expuestos, rotos en forma y función, en la intemperie salvaje de las veredas.