En septiembre de 2017 sucedió algo inédito en Alemania Federal. Con el 12,6 por ciento de los votos, Alternative für Deutschland (AfD), partido de ultraderecha, triplicó la marca de su debut en 2013 e ingresó al Bundestag, el parlamento alemán. El shock fue instantáneo y las explicaciones llegaron a montones: que era un partido de protesta, que era una expresión del rechazo a Merkel o, en su defecto, a la Gran Coalición con los socialdemócratas, que era un fenómeno volátil atado a temas coyunturales. Esta última explicación fue la más favorecida porque permitió subestimar el fenómeno e ignorar las causas estructurales: las tendencias autoritarias, una profunda desigualdad e incluso la crisis de representación.
La clave de esa elección fue la discusión constante sobre migración y refugiados. Y con ello la relación que establecía la ultraderecha con atentados o casos de inseguridad. Era la punta del iceberg de un discurso bastante más antiguo que la propia AfD, el de la derecha radical populista. Una orientación política caracterizada por una visión autoritaria y ultraconservadora que apelaba al nativismo, es decir a un nacionalismo étnico, para atraer votantes decepcionados con otras opciones políticas, frustrados con su situación socio-económica y, sobre todo, temerosos de un futuro incierto.
Para activar ese miedo, lo desconocido funciona a la perfección. Y en ese sentido el discurso islamófobo era el arma perfecta. De hecho, la teoría del “gran reemplazo” —la idea de que existe un complot secreto para suplantar a la población actual con otro pueblo— es una narrativa altamente movilizante. Así fue como en 2017 se vinculó a AfD con el tema coyuntural del momento: la migración. Lo que no se discutió fue cómo ese tema llegó a ser el principal, ni cómo todos los partidos incorporaban y reproducían el frame (es decir, el marco interpretativo) predilecto sobre la migración: una suerte de marea descontrolada y ajena a la identidad alemana que no representaba más que una amenaza.
En 2021, el profesor Tarik Abou-Chadi de la Universidad de Oxford declaró en una entrevista: “Nuestros estudios apuntan a que siempre que se hable de migración en los términos que plantea la derecha radical, ella saldrá beneficiada. Es irrelevante si se la apoya o se la contradice, lo que importa es que son dueños de ese frame y siempre obtendrán réditos”.
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La historia se volvió a repetir en Alemania hace pocos días. Todos los partidos, de gobierno y oposición, convencidos de que la mejor estrategia era apelar al frame ultraderechista: endurecer las políticas migratorias, restringir el acceso, controlar fronteras, deportar velozmente. Socialdemócratas, liberales, democristianos y hasta verdes apuntan de una u otra manera en esa dirección. Es cierto que los sucesivos atentados en Magdeburgo, Aschaffenburgo, Berlín y Munich crisparon la situación y pusieron a los partidos en modo pánico. ¿Qué ofrecerle al electorado? La mejor idea fue un discurso y un accionar atado a los frames de AfD, es decir, atar la migración al problema de la seguridad como si uno fuera consecuencia del otro. Ningún partido se atrevió a innovar y todos se autoconvencieron de que la ultraderecha, por alguna razón, no se vería beneficiada.
¿Por qué en la fase final de la campaña ningún partido puso el peso de sus propuestas y su discurso en cómo iba a abordar problemas alemanes estructurales, como la recesión económica que vive el país desde la pandemia? ¿Por qué no retomar la discusión sobre las inversiones en infraestructura y digitalización, la independencia energética? No es que no se haya hablado sobre todo eso, sino que esos temas quedaron ocultos, al menos durante las dos últimas semanas de la campaña.
El resultado no fue el esperado por los partidos, sino el esperable según la literatura. La ultraderecha duplicó lo conseguido en 2021: 20,8 por ciento. Diez millones de personas optaron por la propuesta radicalizada de un partido que está vigilado por su tendencia al extremismo por parte de la Oficina Federal de Protección de la Constitución. Es decir, según la definición alemana, una fuerza política que pone en peligro la democracia y sus valores.
Los temas que más movilizaron al electorado fueron la seguridad interior y la seguridad social (18%), seguidas de la inmigración y el crecimiento económico (15%). La seguridad social y la economía son un problema estructural en Alemania, afectan directamente la calidad de vida y el empleo, e indirectamente la estabilidad social y política. Los otros dos, la seguridad interior y la inmigración, son definidos como problemas interrelacionados por la ultraderecha, y esto es repetido por el resto de los partidos, pero esa definición es errónea. Prevenir y juzgar los atentados es tarea de las fuerzas de seguridad y posteriormente de la Justicia, no de las oficinas encargadas de la migración.
Asimismo, esta última es la llave que tiene Alemania para sostener su sistema. Más allá de valores como la diversidad, la apertura o el cosmopolitismo, la inmigración es clave para paliar el grave problema de falta de mano de obra en el país, el pronunciado envejecimiento demográfico y la estabilidad del sistema de pensiones. Según el Instituto Alemán de Investigación Económica (DIW Berlin), Alemania necesita 400 mil migrantes por año.
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El caso danés suele ser citado como ejemplo por muchos que buscan sostener la estrategia de incorporar la agenda ultraderechista en el aspecto migratorio. Allí gobierna la socialdemocracia desde 2019. La primera ministra, Mette Frederiksen, implementó políticas antiinmigración muy cercanas a las posiciones de la ultraderecha de su país, el Partido Popular Danés (DF). De hecho, ya durante la campaña, en junio de 2018 su partido prometió una política estricta de inmigración. Al observar los resultados electorales de 2019 y 2022, se identifica una fuerte caída del DF que pasa de 21,1 a 8,7% y luego cae al 2,6%. Al mismo tiempo, la socialdemocracia logra el triunfo y la respectiva reelección. ¿El antídoto contra la Epidemia Ultra?
Un estudio de la oficina Friedrich Ebert en los países nórdicos analizó esta situación. Sus autores, Kristina Birke y Jakob Schwörer, advierten que es un error sacar conclusiones apresuradas de esos datos. En efecto, la adopción de políticas antiinmigración no redujo el impacto de la ultraderecha en Dinamarca. Si bien es cierto que el DF perdió importancia, surgieron nuevos actores de la derecha radical, cuya porción acumulada del electorado supera el 15%, un número muy por encima del que obtenían estos partidos antes de 2015. Por otro lado, estas políticas, en términos estadísticos, no redujeron de forma significativa ni la cantidad de solicitantes de asilo ni aumentaron las deportaciones. Lo que sí generaron fue un deterioro de las condiciones e impacto sobre aquellos que necesitan protección.
La conclusión más relevante del estudio apunta a que los avances electorales de la socialdemocracia se relacionan con políticas económicas y sociales progresistas, es decir, de su propia agenda, y no de la que han tomado prestada de la ultraderecha. Birke y Schwörer argumentan que la consecuencia más peligrosa de esta decisión fue el fortalecimiento del discurso nativista, el aumento de la hostilidad generalizada contra extranjeros, empeorando el clima social y generando una situación de mayor polarización, y la pérdida de atractivo de Dinamarca para aquellos trabajadores migrantes calificados que el país necesita.
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Si bien en Alemania no ha sucedido lo mismo, la tendencia de los partidos que se autoperciben del “centro democrático” (democristianos, socialdemócratas, liberales y verdes) apunta en esa dirección. La campaña ha sido un nuevo aviso, pero durante los últimos años, el gobierno tripartito de Olaf Scholz (SPD) también ha impulsado acciones y, en ocasiones, un discurso en esa línea. El daño de estos bandazos no es inmediato, sino de largo plazo. Y la erosión se percibe cuando es demasiado tarde. Señales de alarma no faltan: la mayoría de los obreros no calificados (38%) votó por AfD; la mayoría de los que se consideran en una mala situación económica (39%) también. Además la ultraderecha también se impuso entre los hombres jóvenes (18-24 años) con el 27%. En contraposición, sólo el 15% de las mujeres en esa edad lo hicieron.
Estos datos se profundizan en el Este del país, es decir en los territorios de la ex República Democrática Alemana. Allí pesan otros factores como la sensación de exclusión, la percepción de ser “alemán de segunda clase” y una desigualdad estructural respecto del Oeste que se sostiene a tres décadas de la caída del muro. Justamente en esa región AfD obtuvo un triunfo contundente: 32% de los sufragios.
La consolidación de AfD —fundada en 2013 y con presencia en el Bundestag desde 2017— es evidente. El gran interrogante es cuán profunda y asentada está su visión del mundo y su agenda en la sociedad alemana. Por ahora, solo en el 20%, un número muy importante para un partido que manifiesta particular interés en generar un sistema que erosione poco a poco el Estado de Derecho y todas las libertades de la ciudadanía. Su modelo es Hungría o incluso Rusia. Sus aliados son Vox, Le Pen y hasta el representante mundial de los neo-reaccionarios, Elon Musk.
La ultraderecha ya gobierna en Italia, Hungría, Finlandia y, por segunda ocasión, en Estados Unidos. Obtuvo el primer lugar en Austria y compitió en segunda vuelta en reiteradas elecciones en Francia. ¿Por qué Alemania podría ser la excepción? Por ahora todos los partidos descartan cooperar en cualquier sentido con AfD. Pero ¿por cuánto tiempo? Si el nuevo gobierno no está a la altura, si no aborda los problemas reales del país y deja de caer en la extorsión ultraderechista, si vuelve a decepcionar como lo hicieron socialdemócratas, verdes y liberales, Alemania verá cómo aquella visión del mundo gana adeptos y votos. Posiblemente esa sea la oportunidad para la ultraderecha de volver al poder después de cien años. El momento en el que Alemania haya dejado de ser la excepción.