Nada del Criptogate está oculto. Todo ha sido expuesto. Las dudas sobre un eventual hackeo fueron esclarecidas por ellos mismos (de otro modo no se hubiera consumado la tarea, pues el éxito de la operación dependía de la confiabilidad que la investidura del presidente inspira). Tampoco sobreviven las sospechas de una entrevista guionada y las denuncias de un periodista “ensobrado” luego de que el mismo canal en donde se realizó hiciera público el material no editado. En él se ve el principal consejero del rey y la incomodidad del autómata, dejando al desnudo el artificio.
En el momento de campaña presidencial sucedió algo similar: no se ocultó la motosierra, las declaraciones sobre el “Estado como un pedófilo…”, las iniciativas de venta de órganos y niños, los discursos de odio y el negacionismo. Más aún esos fueron sus slogans políticos. Antes como ahora los hilos están a la vista. Asistimos más o menos impávidos a una obscenidad normalizada, donde todo parece estar fuera de quicio pero a nadie pareciera importarle lo suficiente. Es ese exhibicionismo el que debilita a la crítica, al menos si coincidimos en que su principal tarea es la de desocultar.
Asistimos, más o menos impávidos, a una obscenidad normalizada. Ese exhibicionismo debilita a la crítica.
¿Cómo afecta/afectará el Criptogate al votante de Milei? En este escenario es preciso afinar las herramientas para imaginar sociológicamente lo que no siempre explican las estadísticas que, de seguro, nos inundarán. Y evitar las respuestas que oscilan entre un taxativo nada y una fantaseada debacle.
Entre los estudiosos del fenómeno Milei se suele hablar de votantes duros y blandos. Los primeros serían más “ideológicos” mientras que los segundos no lo serían tanto. Esa caracterización puede ser útil, pero ni uno ni otro bando es homogéneo; luego, sus respuestas ante este suceso pueden no ser equivalentes. ¿Cómo reaccionarán quienes acompañan al presidente desde el minuto cero? ¿Y aquellos que lo apoyaron en el balotaje?
Apelando a algunos materiales cualitativos producidos en el marco del LEDA podemos esbozar al menos seis perfiles o tipos ideales de votantes de Milei, ordenados en función de una gradiente que va de la mayor intensidad -en términos de convicción y adhesión- a la menor. Estos tipos ideales, como diría Max Weber, son abstracciones (exageradas) de la realidad que buscan, al distanciarse de ella, comprenderla de mejor manera. Son artificios analíticos que no quieren describir a actores de carne y hueso de una vez y para siempre sino acercar razones capaces de explicar en qué medida esos actores se aproximan a ellos.
1. El feligrés
La posición subjetiva que trasunta aquí es la que reconoce en el líder su locura pero la decodifica en términos religiosos: como capacidad de anticipación, de visión, de revelación. Entre ellos “ver” es sinónimo de la posesión de algo así como la verdad de lo real. Si esto siempre fue un problema para el ámbito del conocimiento y el saber, se vuelve un escollo insoslayable para la práctica política. A partir suyo se establece una frontera nítida e infranqueable entre quienes “la ven”, poseen la verdad, y quienes “no la ven”, no han sido iluminados por su poder divino. Las adjetivaciones no son accesorias. El “ver” es deudor en esta retórica de una lectura religiosa del mundo: quien dice ver la verdad de la realidad lo hace a partir de una situación donde se le revela el sentido oculto que la mirada trae a la superficie para él, uno de los pocos elegidos. En esa línea se inscribe el “abrir los ojos” como la invitación a salir del engaño, despertar de la ensoñación embriagadora en la que hemos vivido sumidos. En ese tránsito suelen asistir profetas como lo enseña el Nuevo Testamento: estaba ciego y ahora veo. Desde esta posición subjetiva las caídas son ocasiones para ofrecer pruebas de fe.
Establece una frontera nítida e infranqueable entre quienes “la ven”, poseen la verdad, y quienes “no la ven”, no han sido iluminados por su poder divino.
El camino del profeta tiene sus vicisitudes, la realización de su obra no carece de reveses, es la remanida historia de Moisés y su periplo en el desierto. Las fuerzas del cielo, como Dios, operan de forma misteriosa y todo se revela al final. Es el fundamento mesiánico teleológico que encontramos en la sigla TMAP (“todo marcha acorde al plan”), tantas veces utilizado por el mago del Kremlin caído en desgracia que satisface la angustia con la idea de que todo lo que sucede es parte de una obra divina que no debemos cuestionar. Este modo de pensar –que llamativamente es el anverso religioso del “equilibrio de mercado”– es la argamasa de la adhesión ideológica del feligrés. Para él la valoración del líder es inmune a los hechos, ambos se sustraen al juicio.
2. El átomo libre
Comparte el dogmatismo del feligrés pero su contenido es distinto. A él le habla ese pasaje del descargo (¿fallido?) del presidente “Si vas al casino y perdés plata ¿cuál es el reclamo?”. Para este tipo sociológico cada quien se comporta en este mundo como una unidad encerrada en sí misma que es responsable sólo de sí en términos absolutos y que no reconoce otra ley que la que dicta el azar, la contingencia y la especulación financiera. Su forma más acabada en el presente es la del “trader financiero” o “cripto bro”. Uno de sus valores más preciados es la astucia porque para él el mérito no está atado al esfuerzo sino a la retribución de lo que el mercado considera un aporte. Él sabe a qué riesgos se expone y asume incólume la derrota. Hay algo de estoicismo en su aceptación resignada y un alarmante desconocimiento del lazo social y sus relaciones de interdependencia. Para este perfil es más justificable que el presidente haya actuado sabiendo lo que se hacía que la sospecha de que fue taimado. Aceptaría la primera opción porque se correspondería con la estima en que se tiene a la astucia; abjuraría de la segunda porque se puede ser todo en esta selva menos un estúpido.
Para ser más claros: si se hubiese tratado de un esquema ponzi, una estafa concretada a través de una meme coin en la que el presidente ganó dinero, podría ser celebrado y elogiado por el “átomo libre”que comprende el mundo sin reglas de la competencia financiera e idolatra la figura de un Maquiavelo digital. En ese caso, Milei no sería otra cosa que un ganador, un astuto valorizador de su propia fortuna que logra imponerse en un mundo donde la ventaja lo es todo. En ellos los discursos condenatorios de una estafa consumada son quejas de los débiles apañando a otros débiles sin la fuerza que la competencia reclama para crear un mundo de abundancia. Una porción de quienes se ubican en este tipo, aquella que se convenció de que el estafador fue estafado, puede retirar su apoyo; otra, en cambio, continuará admirando su accionar aún cuando pueda ser reprochable para la opinión pública.
3. El punitivo
El carácter punitivo está obsesionado más con la pena que con el crimen. Su leitmotiv es “el que las hace las paga”. Su pulsión libidinal está puesta en el momento del castigo, en la fascinación que le provoca la fuerza de la autoridad puesta en acto. Eso termina fácilmente en desborde de violencia y hace que otras determinaciones de la aplicación de la autoridad pierdan importancia. Por eso, en muchas ocasiones, el castigo que satisface emocionalmente al carácter punitivo es excesivo en relación a la falta. También puede suceder, en casos más extremos, que la necesidad de que el castigo se concrete haga que el sujeto punitivo vea crímenes por doquier, aun allí donde no los hay. Para este tipo sociológico la justicia social sólo se declina como justicia por mano propia. Aboga por la libre portación de armas, la baja en la edad de imputabilidad y la libertad de acción para las fuerzas de seguridad. Ese deseo o vocación de castigo se alimenta de prejuicios sociales contra los extranjeros, los planeros, los piqueteros y las minorías sociales. Todos ellos cubiertos por el manto de sospecha de estar quebrantando la ley y el orden, burlando las reglas de una competencia en igualdad (imaginaria) de condiciones.
Su leitmotiv es “el que las hace las paga”. Le fascina el castigo, la fuerza de mando puesta en acto. La figura de autoridad queda exenta del juicio. No se puede prescindir del verdugo que produce el espectáculo de la crueldad.
Sin embargo, para ellos el castigo no alcanza a cualquiera. La figura de autoridad que lo aplica queda, otra vez, exenta del juicio. No se puede prescindir del verdugo que produce el espectáculo de la crueldad. El carácter punitivo reproduce la relación con la autoridad que ya había señalado Theodor Adorno en un estudio sociológico clásico, y que se caracteriza por el doble movimiento complementario de agresión hacia los que no obedecen la autoridad y amenazan con perturbar el orden y la sumisión absoluta al poder. Por lo tanto, para una adhesión ideológico-política de este tipo, la figura de Milei queda relativamente indemne. El lugar que ocupa como figura de la autoridad, más aún cuando se ha manifestado públicamente afín a las ideas punitivas, no se pone en tela de juicio por los eventos del Criptogate.
4. El tecnócrata del mercado
Reconoce los ribetes excéntricos del presidente pero los subestima porque considera que su mayor valor radica en su expertise: la economía. Tuvo muestras de ellas en la disminución de la inflación y el sostenimiento del déficit cero, los logros máximos de una política económica que reduce el Estado y deja actuar al mercado. El tecnócrata es el reverso ilustrado del feligrés: también cree en fuerzas ocultas, pero encarnadas en la mano invisible del mercado. Por eso, también cree que Milei es un elegido, pero lo ve más bien como el que llegó para “hacer lo que había que hacer”, un audaz que vino a ordenar la economía del país sin preocuparse por las consecuencias sociopolíticas de sus decisiones. Milei es más economista que presidente, y esto le gusta al tecnócrata. Porque de lo que se trata, ante todo, es de darle impulso al sector privado respetando las reglas de funcionamiento de un mercado competitivo, que asigne de manera adecuada los premios y castigos. Esto lo separa del “átomo libre-cripto bro”, el tecnócrata cree en las reglas y su función, y no desea un mundo de lucha descarnada por la acumulación. El mérito y el estatus “bien ganado”, garantizado por reglas del juego claras del mercado, tienen aquí un valor moral inestimable. Por eso el tecnócrata rechaza la justicia social, la ve como una idea inmoral que en su origen justifica un robo a través de los impuestos, y en el final favorece a los que no se esfuerzan, trastocando las señales del mercado con su adecuado ordenamiento del mérito. En definitiva, el tecnócrata está convencido de que la sociedad más justa es la sociedad de mercado, y aquí, la figura del Maquiavelo de las finanzas adorada por el cripto bro queda reducida al despreciable estafador marginal de la película “Nueve Reinas”.
Esta forma de pensar lo pone en una encrucijada frente al Criptogate de Milei: oscila entre la admiración al presidente en virtud de su supuesto saber técnico y el rechazo por ejercer violencia sobre las reglas de juego a partir de traficar influencias. Una estafa de tipo ponzi no sería más que eso: un atentado del elegido contra su propio mandato. Si el experimento de $LIBRA hubiera sido un proyecto de financiamiento para el desarrollo productivo de la Argentina, destinado a acompañar a las PyMES nacionales, entonces estaríamos hablando de una idea que podría haber recibido el apoyo de un tecnócrata de la economía liberal. Sin embargo, consumada y expuesta la estafa, su apoyo puede ser retirado, o al menos derivar hacia el desencanto.
5. El tolerante
Puede ser definido como un neoliberal en términos económicos y liberal en lo político-cultural. Cree en las reglas de mercado y su función ordenadora de lo social, pero sin la fascinación por el saber especializado del tecnócrata. Antes que la jerarquía del mérito, parte de una cierta conciencia igualitarista afincada en la igualdad de oportunidades: en la sociedad de mercado todos deben tener una oportunidad y un lugar. Esto se traduce en una actitud comprensiva e inclusiva en los ámbitos político y cultural. Por eso, la justicia social se vive en este sujeto como una contradicción: por un lado, es un fin moralmente valorable, pero los medios posibles para conseguirlo, sobre todo aquellos relacionados a la acción política, pueden ser moralmente reprochables.
A él le cabría la definición de Fraser de neoliberalismo progresista: un neoliberal en términos económicos que abraza las demandas múltiples de reconocimiento en términos culturales. Está a favor de los derechos de las minorías, es “bienpensante”, y apoya la causa LGBTQ+, siempre que no colisione con su racionalidad económica neoliberal. Tolera esos derechos sin llegar a reconocer positivamente el valor de la diferencia. El límite casi absoluto de su tolerancia es el peronismo en el que sólo ve populismo. Para este prototipo social el Criptogate viene a engrosar la gota que comenzó a horadar la imagen del presidente luego del discurso de Davos.
Tolera los derechos de las minoría pero su límite casi absoluto es el peronismo.
6. El desencantado
Este perfil se define por sus disposiciones anti-políticas. En este sentido, el discurso anti-casta no lo interpela completamente porque cree más bien que “todos los políticos son iguales”. Se caracteriza por una actitud de desconfianza ante las prácticas políticas y la gestión burocrática del Estado. Descree tanto de los dirigentes históricos como de los recién llegados basándose en su experiencia: se ha entusiasmado y decepcionado más de una vez a lo largo de su trayectoria cívica. Para este sujeto la justicia social es un verso que utilizan los políticos en provecho propio, un paliativo para el sufrimiento de los desposeídos que le permite, a cambio, mantenerse en el poder. Por eso cree que es mejor mantenerse al margen de la política, a la que ve como un circo o un espectáculo. Para él todo se resolvería si cada quien se dedicara a hacer lo suyo con responsabilidad y honestidad. La vida social se dirime en una correcta comprensión de los límites. Hay que respetar, dejar vivir y no molestar a los demás; en el mejor de los casos, hacer un aporte valioso para la sociedad. Si estas máximas se cumplen, es posible alcanzar una convivencia social armoniosa, confinado la política a escenas puntuales de conflicto. Para este sujeto, el Criptogate sólo confirma sus sospechas, algo que siempre supo: que todos en algún punto lo desilusionan. Su gesto, antes que la rabia o la rebelión, es la resignación. Se ilusionó con Milei -como otrora lo hizo con Kirchner y luego con Macri- se desilusionó cuando asumió Caputo y dejó de creer con Sturzeneger. El saldo de estos episodios es una profundización de su escepticismo y antipolítica.
En todos y cada uno de ellos prima la tentación antipolítica, con sus politizaciones autoritarias.
Los tres primeros perfiles son los votantes “duros” de Milei, es decir, quienes lo acompañaron desde el minuto cero, mientras que los tres segundos se corresponderían con quienes lo apoyaron en el balotaje. El desgranamiento en cada caso es desigual, pero donde sale más herido el vínculo es en los tres segundos, sabiendo que en todos y cada uno de ellos la tentación antipolítica, con sus politizaciones autoritarias, es la que prima. A estas racionalidades debería atender quien quiera disputar en términos políticos, si es que aún alguien quiere hacerlo.
Las prácticas del teatro de la política tradicional a las que asistimos generan un profundo malestar. Las vanidades, la rosca, el chiquitaje llevan agua para el molino ajeno, reforzando el sentimiento de orfandad e impotencia en quienes a pesar de todo creemos aún en la democracia y la justicia social. Una vez más, se devalúa la política.
Queda aún por reflexionar, ante una opinión pública centrada en el atraso cambiario y la posibilidad de una devaluación de la moneda, qué tan profunda es la devaluación de la imagen de Milei para las élites económicas locales, sus socios internacionales, y sus amigos de Silicon Valley.