Ensayo

¿Qué hacer con la seguridad?


Ni mano dura, ni garantismo

Hace tres décadas que la inseguridad es una preocupación central para los argentinos. Mientras la política económica produce exclusión, el delito aumenta y la dirigencia no puede brindar las respuestas rápidas que la ciudadanía demanda. En años electorales, la agenda de seguridad se politiza y se usa para operar sobre las administraciones gubernamentales. Hoy esos problemas detonan contra la gestión del gobernador Kicillof. ¿Cómo construir capacidades efectivas y reales para combatir la criminalidad?

Entre fines de la década de 1980 y principios de los años 1990, y en un proceso propio también de buena parte de América Latina, la cuestión del control del delito se posicionó como un asunto de preocupación social y de relevancia política. Contribuyeron: el aumento de los hechos criminales concentrados en centros urbanos y suburbanos de gran magnitud relativa, el incremento de la violencia, la conformación y/o ampliación de mercados ilegales diversos y la aparición, expansión y/o consolidación grupos criminales asociados a ello. 

Ese proceso de incremento del delito y la violencia estuvo encuadrado en el marco de la aplicación de una política económica de corte neoliberal que se caracterizó, entre otras cuestiones, por llevar adelante un esquema de desregulación de las actividades económica, sociales y laborales, por privatizaciones generalizadas del gran conglomerado de empresas públicas entonces existente, un esquema de ajuste fiscal, de apertura comercial, desindustrialización y endeudamiento externo. Esta política generó un proceso agudo de segregación y empobrecimiento de fracciones importantes de la sociedad, incrementó el desempleo y la desigualdad social. Garantizar  seguridad se volvió, en este contexto, más complejo que en el pasado.    

Mariano Ciafardinni señalaba, pocos años después, que esa década fue un verdadero “parteaguas” con relación a la consideración del delito en términos sociales y políticos. De manera definitiva este asunto se aquerenció como un tema políticamente significativo, en especial para ser utilizado electoralmente, más allá de  la evolución de las tendencias en las tasas delictivas y de lo que señalan las estadísticas. La situación social que se está entramando a partir de las políticas altamente desregulatorias de la administración libertaria de Javier Milei sin duda va a tener un correlato en materia de inseguridad, en particular en el Conurbano Bonaerense. Una remembranza de los años ’90.    

Desde los noventa, la seguridad se politizó y se usa electoralmente, más allá de la evolución de las tendencias en las tasas delictivas y de lo que señalan las estadísticas.

Del mismo modo y de manera concomitante, la cuestión policial en general -es decir, los asuntos relacionados con el control político, la gestión policial y la reforma institucional de las policías-, adquirió notoriedad social y política. Por cierto, durante 1997 y bajo el mandato del gobernador Eduardo Duhalde, ocurrió la intervención de la Policía Bonaerense, la primera gran intervención política de una policía en tiempos contemporáneos. 

Tradicionalmente los cuerpos policiales se habían caracterizado por asegurar a la política y a la sociedad un esquema de gobernanza tranquila del delito. En aquello que Marcelo Saín conceptualizó como “doble pacto”: la policía gestionaba los asuntos criminales de manera eficiente y efectiva y la dirigencia política no se “entrometía” en la conducción policial ni en la política de seguridad. Eso funcionó bien hasta que la cuestión criminal se volvió más compleja y violenta y la sociedad empezó a sentir el impacto de la inseguridad. La política comenzó a volverse un tembladeral cada vez que se producía un hecho significativo de inseguridad  realidad, con idas y vueltas, nos acompaña hasta el presente.          

La mutación del fenómeno criminal, su crecimiento y el novedoso impacto político y social que comenzó a revestir, no fue acompañado por procesos de reformas de fondo. Ni la policía ni del resto de los dispositivos que componen el sistema de persecución penal fueron transformados para disponer de instrumentos de intervención más adecuados para gestionar las nuevas circunstancias criminales. El sistema punitivo está “desacompasado”, tanto en materia de gestión del delito común como en materia del crimen organizado.  

La política tampoco se dio maña para conformar y dotarse de estructuras de gestión técnico-políticas y de implementación de políticas públicas permanentes y solventes, acordes a las nuevas realidades. Se crearon “ministerios de seguridad” provinciales y nacionales, que comenzaron a proliferar desde esos años, se incorporaron nuevas tecnologías y el incremento  de los recursos presupuestarios asignados a las funciones de seguridad pública fue significativo. Pero, en general, el sistema se continuó manejando sobre la base de criterios más bien tradicionales. Se siguió poniendo el foco en la habilidad de la policía para contener, componer y manejar una situación que se le escapa cada vez más de las manos y provoca crisis políticas. Solo que ahora la dirigencia política está en la picota. Hoy nadie conoce el nombre de los jefes policiales y en cambio los ministros y secretarios de seguridad ocupan un lugar “estelar”. En esa materia, el manejo de los medios de comunicación y de las redes sociales comenzó a ocupar un rol significativo, y hoy es central.

Todas las administraciones gubernamentales apuestan fuerte a la inflación policial. Se incorporan ingentes dotaciones, se ejecutan adquisiciones masivas de patrulleros, se siembran cámaras de CCTV (Circuito cerrado de televisión) por doquier y se crean sofisticados centros de monitoreo. El despliegue general y reiterado de fuerzas federales está a la orden del día e incluso se dan connatos de “militarización” de la seguridad pública. 

 Hoy nadie conoce el nombre de los jefes policiales. En cambio, los ministros y secretarios de seguridad ocupan un lugar "estelar". El manejo de la comunicación sobre la seguridad hoy es central.

La Policía de la Provincia de Buenos Aires pasó de 45.000 a 90.000 efectivos a mediados de la década del 2010 y en el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a partir de 2016-1017 se conformó un cuerpo policial con una dotación de personal que alcanza los 30.000 efectivos para una jurisdicción de 200 km2. Las fuerzas federales tienen un despliegue que ya es permanente en grandes centros urbanos, en especial en el Conurbano Bonaerense y en Rosario, el cual se incrementa o decrece de manera pendular en función de la intensidad de las crisis de seguridad. Globalmente la República Argentina cuenta con una cantidad aproximada de 400.000 uniformados, veinticuatro cuerpos policiales jurisdiccionales y cuatro cuerpos policiales federales. Alrededor de 800 policías cada 100.000 habitantes, una tasa nada despreciable.     

También, la perspectiva local cobró una inusitada relevancia. El delito predatorio impacta de manera contundente en el territorio y la ciudadanía en general reclama soluciones a las autoridades políticas electas más cercanas, en estos casos los intendentes. Los intendentes municipales fueron eyectados a la primera línea de la gestión de la seguridad, aunque “flojos de papeles”. El marco legal no les asigna competencias principales a los municipios en esta materia. Las policías de seguridad corresponden a las jurisdicciones provinciales y federales.  Los sucesivos intentos para reformar el esquema normativo e institucional para dotar a los gobiernos locales con herramientas de gestión, así como las numerosas iniciativas para conformar algún tipo de esquema de policía local han fracasado de manera reiterada. 

Los malogrados “pitufos” de la gestión del ex gobernador Daniel Scioli (2014) -formalmente denominados Unidades de Prevención Local- son un ejemplo de los vaivenes, indefiniciones y tibieza de la política argentina en este rubro. Hoy seguimos teniendo un esquema de seguridad centralizado en las provincias, que se descentraliza coyunturalmente y en alguna medida, cuando la crisis se agrava, además se combina con la recurrente intervención de fuerzas federales en jurisdicciones locales, algo que se generalizó desde 2003 en adelante. Un esquema mezclado, gelatinoso y confuso, que se presta para sacar rédito político, pero que poco contribuye para conformar un esquema institucional de seguridad pública coherente y consolidado. 

La perspectiva local cobró una inusitada relevancia. Los intendentes municipales fueron eyectados a la primera línea de la gestión de la seguridad, sin un marco legal que les asigne competencias.

¿Es factible avanzar en un proceso de transformación de la política de seguridad y de readecuación de los cuerpos policiales -y en general del sistema punitivo- para adecuarlos a las características que asume hoy la criminalidad? Difícil. La situación del estado en materia de capacidades de gestión es, cuanto menos, endeble. Por un lado, es necesario contar con cuadros políticos con conocimientos específicos y capacidad técnica, una administración estatal permanente profesionalizada en estos asuntos y una estructura gubernamental solvente, dotada con recursos para gestionar información y organizaciones e implementar políticas públicas sostenidas en el tiempo. Casi nada de eso se registra actualmente. 

Más allá de la vigencia de normas legales nacionales y provinciales de seguridad pública que definen la conducción política de las fuerzas policiales y establecen esquemas institucionales aparentemente ordenados, de la existencia de Ministerios de Seguridad específicos tanto a nivel nacional como en numerosas provincias; de iniciativas como el “Acuerdo para la Seguridad Democrática” (2009), que postuló una concepción asentada en el control de la policía y en el desarrollo de capacidades de gestión democráticas, o del enfoque punitivo y policialista que prevalece en la perspectiva de la derecha; la dirigencia en su más amplia consideración no construyó capacidades efectivas y reales durante los últimos treinta años. 

Desde un ángulo democrático hay que señalar algunas iniciativas que quedaron inconclusas, a mitad de camino, o van y vienen: los dos intentos reformistas del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires (1998-1999 y 2004-2007) fueron retrotraídos por las contras-reformas sucesivas de Carlos Ruckauf y Daniel Scioli; el Plan de Modernización de la Policía Bonaerense elaborado durante la gestión ministerial de Juan Pablo Cafiero (2002-2003) quedó en el papel y la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la primera policía creada en democracia bajo criterios de conducción civil, especialización profesional y control externo, cuya ley fue sancionada en 2006 con el apoyo  de la totalidad del arco político parlamentario, languidece en la desatención política y el olvido de propios y ajenos. 

La concreción de este tipo de iniciativas requiere tiempo, compromiso y esfuerzo político. Son políticas y estrategias complejas y de difícil comunicación a la sociedad que no pueden ser debatidas en el contexto de un proceso electoral o de una política que adquirió un sesgo pugnante y agresivo. Por otra parte, la ciudadanía demanda acciones rápidas, “resultados” perentorios. Acciones que muestren la “voluntad de combatir al delito” de manera inmediata. Acá vale la pena recordar el histriónico “meter bala” de Carlos Ruckauf (1999), para darle profundidad histórica al tema. Es decir, de lo que se trata ahora es de saber montar buenos “show off”, intervenciones cinematográficas, uniformar a los policías estilo SWAT, anunciar el despliegue de las Fuerzas Armadas, colocar a los funcionarios al “frente de la primera línea del combate” y dar a conocer estadísticas parciales que muestren un presunto triunfo en la guerra contra el delito. 

Surfear la ola de la crisis hasta que pase…luego veremos. Parece que hoy, en estas circunstancias históricas esa es la única vía de acción, aunque al final no derive en nada novedoso. Es notable observar cómo se reiteran con asiduidad las crisis de inseguridad, se instalan mediáticamente a partir de acontecimientos reales, saltan los fusibles que corresponden -jefes policiales, secretarios y ministros-, tambalean gobernadores y luego todo regresa a una aparente normalidad…hasta la próxima.        

La sociedad y la dirigencia se encuentran, ya hace tiempo, ante un dilema complejo enmarcado entre las circunstancias del delito y la inseguridad, la demanda social inmediata y las opciones de política disponibles para afrontar estos desafíos. La carencia de capacidad de gestión y la complejidad propia de los cuerpos policiales dificultan seriamente el abordaje de estos asuntos de manera razonada y reflexiva. El proceso electoral en ciernes obtura cualquier intento en este sentido. Parafraseando a una ex dirigente del PRO, la “luz al final del túnel”, no se estaría alcanzando a divisar.         

La falta de capacidad de gestión y la complejidad propia de los cuerpos policiales dificultan un abordaje serio de estos asuntos. El proceso electoral en ciernes obtura cualquier intento en ese sentido.

Aunque suene demodé, la política democrática se debe un debate serio sobre qué y cómo hacer para construir una seguridad que sea efectiva y eficiente en el control del delito, proteja y preserve los derechos de los ciudadanos y garantice la conformación de cuerpos policiales profesionales y adecuados a la situación criminal que deben prevenir y conjurar.  

El fenomenal sociólogo alemán Max Weber afirmaba en su ensayo “El político y el científico” (1919) que “la política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias para la que se requiere al mismo tiempo pasión y mesura (…) Solo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; solo quien frente a todo esto es capaz de responder con un ‘sin embargo’, solo un hombre de esta forma construido tiene ‘vocación’ para la política”. Sería interesante que esta cita, resonara de alguna manera en nuestra dirigencia política.