Ensayo

La alianza entre los magnates de Silicon Valley y la extrema derecha


Las Big tech salen del closet

El alineamiento de las grandes plataformas digitales con un gobierno nunca había sido tan público. La amalgama de los magnates de Silicon Valley y Donald Trump alerta sobre la evolución de una industria que troquela contenidos, extrae datos privados y performa el comportamiento de la humanidad. ¿Qué tan novedoso es el respaldo de las big tech a la extrema derecha? Martín Becerra analiza los beneficios, los costos y las concesiones que involucra el vínculo entre el presidente de Estados Unidos y las corporaciones tecnológicas, su impacto geopolítico y la disputa por el liderazgo con China.

“En el primer mandato, todo el mundo se me oponía”, dijo Donald Trump en diciembre; ahora “todo el mundo quiere ser mi amigo”. Las nuevas amistades del presidente tienen las chequeras más abultadas del planeta: Elon Musk (Starlink, SpaceX, Tesla,X, patrimonio valuado en más de USD 421 mil millones), Jeff Bezos (Amazon, Washington Post, patrimonio valuado en más de USD 233 mil millones) y Mark Zuckerberg (Meta, patrimonio valuado en más de USD 202 mil millones). Junto a Tim Cook de Apple y Sam Altman de OpenAI, los mega millonarios proyectan negocios con el nuevo gobierno. Las big tech se erigen, como nunca antes, en razón de Estado; pero, a la vez, el propio Estado opera como razón de ser de las big tech. Como dice el refrán, quid pro quo (esto por aquello).

La amalgama de las grandes plataformas digitales con un gobierno nunca había sido tan pública. En las décadas anteriores, los conglomerados de Internet, guiados por el afán de lucro y dirigidos por varones con escaso aprecio por los derechos humanos y con moralina conservadora, tenían reparos en exhibir sus ideas más reaccionarias y traducirlas a un programa gubernamental, y se mostraban esquivos a la hora de adherir a un dirigente político. Sus negocios demandaban cierta equidistancia entre demócratas y republicanos, socialdemócratas y democristianos, laboristas y conservadores. Intentaban trascender las pasiones coyunturales de la partidocracia para incrementar sus beneficios.

Algo cambió. Musk invirtió más de USD 260 millones en la campaña de su amigo Trump. Google (Alphabet), Amazon, Meta, Uber y Microsoft donaron un millón de dólares, cada uno, al acto de investidura del primer mandatario, donde posaron sonrientes en primera fila, rodeados de YouTubers de audiencia masiva que son la usina rabiosa de la extrema derecha, como documentó esta extraordinaria investigación periodística de Bloomberg. 

Las big tech se erigen, como nunca antes, en razón de Estado; a la vez, el propio Estado opera como razón de ser de las big tech.

En enero, Zuckerberg anunció un giro abrupto en la política de gestión de contenidos que aplica a los 4700 millones de usuarios activos mensuales de sus redes, promovió en los principales cargos gerenciales de su conglomerado a varios halcones del Partido Republicano y pidió a Trump que presione a la Unión Europea para evitar las multas millonarias que sufrieron en las últimas dos décadas (Zuckerberg las calculó en más de 30 mil millones de dólares) por abuso de posición dominante y prácticas anticompetitivas, y por violar las normas de protección de datos personales de usuarios. El 29 de enero pasado, Meta acordó pagar USD 25 millones a Trump para resolver la demanda por la censura que sufrió en Facebook cuando convocaba a tomar el Capitolio el 6 de enero de 2021, mientras difundía desinformación sobre el resultado electoral que consagró a Joe Biden como su sucesor.

Google, que en la foto de asunción de Trump estuvo representada por su director ejecutivo, Sundar Pichai, venía acomodando su discurso corporativo a la narrativa de Trump. En un comunicado, repudió la demanda judicial que tramita el juez Amit Mehta (en agosto de 2024 dictaminó que “el comportamiento anticompetitivo» de Google "debe detenerse”) y dijo que el Departamento de Justicia bajo la gestión de Joe Biden "impulsa una agenda intervencionista radical que dañaría a los estadounidenses y al liderazgo tecnológico global de Estados Unidos”. La invocación de la soberanía tecnológica de EEUU en su guerra tibia con China es una melodía que sintoniza con la política arancelaria y proteccionista de Trump.

Los tiempos en que Google enarbolaba el eslogan “Don´t be evil” (No seas malvado) han quedado sepultados. En 2015, la empresa le quitó cafeína a su consigna y adoptó “Do the right thing” (Haz lo correcto) que, diez años después, es impropia del apoyo a Trump. Hace ocho años, Facebook creaba una “Junta de Supervisión” integrada por respetadas personalidades de distintos países (la mayoría, norteamericanos y europeos) con márgenes de autonomía para dictaminar sobre los contenidos en las redes socio digitales de la empresa. Fue un esfuerzo corporativo –y una saludable iniciativa en materia de autorregulación- ante el escándalo de filtración y comercialización de datos de millones de usuarios de Facebook a la consultora Cambridge Analytica, que los usó con fines político electorales en EEUU, el Reino Unido, Colombia, México y la Argentina. Como parte del esfuerzo de marketing por el daño reputacional de filtraciones y escándalos, Facebook como conglomerado hizo una operación de cambio de marca y se autodenominó Meta. Antes, Google se había agrupado como Alphabet.

El fundador y presidente de Amazon, Jeff Bezos, compró The Washington Post en 2013. Durante la primera presidencia de Trump el diario incorporó el lema “Democracy Dies in Darkness” (La democracia muere en la oscuridad) a su página web. El Post fue, al igual que The New York Times, un espacio para el periodismo riguroso y crítico del gobierno entre 2016 y 2020. Sin embargo, durante la campaña electoral de 2024, Bezos bloqueó el tradicional apoyo editorial del diario a candidatos demócratas, impidió el pronunciamiento a favor de Kamala Harris y censuró una viñeta en la que aparecía Bezos haciendo una genuflexión ante Trump. El culto al periodismo watchdog, profesional e incisivo con el poder, quedará para los libros de historia.

La manipulación que realizan las big tech, programando algoritmos, es una herramienta de propaganda formidable que destrona el viejo oficio periodístico de edición de encuadres en los medios de comunicación tradicionales.

Musk, en su rol de enfant terrible de la industria, se mueve más ligero y es más radical. El hombre más rico del mundo fue uno de los mayores aportantes individuales de Trump y hoy hace campaña por candidatos filonazis en Alemania a la vez que ataca inyectando campañas de desinformación a través de X (ex Twitter) a políticos liberales, centroderechistas o progresistas en Francia e Inglaterra. Desde que compró Twitter en 2022, alteró su configuración, amplificando los contenidos extremistas, la autopropaganda y el sistema de verificación de cuentas que permite la multiplicación de bots, además de eliminar las áreas profesionales de moderación de contenidos.

La manipulación que las big tech realizan en sus redes y buscadores, programando algoritmos que definen la relevancia de ciertos temas y la reducción de visibilidad, o censura, a otros, y su capacidad de personalizar un menú que define la dieta informativa y de opinión de cada usuario, son formidables herramientas de propaganda que destronan el viejo oficio periodístico de edición de encuadres en los medios de comunicación tradicionales. Que el nuevo orden comunicacional se subordine a la batalla cultural de la extrema derecha despierta lógica preocupación en sectores democráticos de todo el mundo.

Salir del clóset de la corrección política

¿Por qué, tras décadas de impostura equilibrada, las big tech ahora se suben al ring de la extrema derecha amplificando las estrofas más rabiosas de su batalla cultural? Las razones para salir del clóset son variopintas. Dado que se trata de un proceso inconcluso, pueden ensayarse algunas hipótesis.

Los conglomerados tecnológicos de EEUU interpretan, correctamente, que el nuevo statu quo en política de EEUU (no sólo el Poder Ejecutivo, también el Congreso y la élite judicial) las favorece al excluirlas, estratégicamente, de la narrativa acerca de los culpables del estado de las cosas. Las big tech pueden continuar extrayendo beneficios económicos al subirse a la nueva ola derechista con modos más militantes (Musk), con gestos explícitos (Bezos), con una actuación de último momento (Zuckerberg) o con perfil más bajo (Google y Apple).

Para las big tech hoy el rendimiento económico del gasto en relaciones públicas y reputación es bajo. Consolidadas como monopolios en los segmentos donde actúan, hoy no precisan invertir en reputación, pueden expandir sus negocios incluso a costa de resignar imagen pública, lo que quedó manifestado en la foto del acto de asunción de Trump. Esa foto, probablemente, tiene costos reputacionales que compensan con los beneficios que las tecnológicas obtendrán a cambio: subsidios estatales y contratos militares, de seguridad y de inteligencia; protección gubernamental ante regulaciones de países o regiones que penalizan los abusos anticompetitivos (casos Unión Europea o Brasil); desaceleración política de las numerosas demandas judiciales antimonopolio que evolucionan en los tribunales de EEUU; relajamiento de las obligaciones impositivas, ambientales y sociales a los megamillonarios; y mayores obstáculos regulatorios para la vigorosa competencia china.

Los abusos en el tratamiento de datos personales y en la posición dominante que detentan las big tech estadounidenses despiertan quejas y reacciones en países europeos, en Brasil, en Canadá, en Australia y en la India, cuyas sociedades, paulatinamente, identifican la programación algorítmica de las grandes plataformas con los niveles creciente de violencia, desinformación y problemas de salud mental y física, falta de protección a niñas, niños, adolescentes y a los segmentos más vulnerables de la población. La migración de millones de usuarios y organizaciones desde X (Twitter) a BlueSky (Bsky) se inscribe en este contexto. La presión de segmentos crecientes de la población sobre gobiernos y legisladores impulsa debates y regulaciones que son resistidos por los conglomerados digitales, que apuestan al escudo protector de Trump.

La extrema derecha es más desinhibida al exigir contraprestaciones. Trump fuerza a las big tech a abandonar la retórica –que heredaron de la anacrónica ideología de las grandes empresas periodísticas- sobre la presunta independencia entre empresas de comunicación y gobiernos. Deben acomodar sus reglas de juego al ritmo que marca el presidente. El dogma que sostenía la independencia es cosa pasada.

Las tecnológicas pueden expandir sus negocios incluso a costa de resignar imagen pública. La foto del acto de asunción de Trump, probablemente, tiene costos reputacionales que se compensan con los beneficios que obtendrán a cambio.

China, que aventaja en el registro de patentes científicas y tecnológicas a Estados Unidos, desafía no sólo el liderazgo económico estadounidense, sino que también perturba el negocio de sus tecnológicas, y explica, también, sus cambios de orientación. No en vano Zuckerberg, confeso admirador de la super app china WeChat, apoyó la prohibición legal de Tik Tok dispuesta hace un año por el Congreso (con voto de demócratas y republicanos) a iniciativa del expresidente Biden. Meta busca eliminar un competidor que atrae la atención de 170 millones de usuarios en EEUU, mayormente jóvenes. Trump negocia condiciones para una eventual venta de acciones por parte de su casa matriz, Byte Dance, a capitales estadounidenses amigos del gobierno.

La muralla tecnológica no es china

En el segundo día de su segunda presidencia, Trump anunció una alianza estratégica entre OpenAI, Oracle y Softbank para desarrollar infraestructura y sistemas de Inteligencia Artificial (IA). Bautizada Stargate, la sociedad prometió financiar el proyecto con 500 mil millones de dólares en los próximos cuatro años para consolidar el liderazgo en tecnologías de aprendizaje automatizado. Pero una semana después del anuncio, una modesta start up china alteró todos los planes de los gigantes estadounidenses, con Deep Seek.

Deep Seek es un modelo de IA fabricado con componentes que no son de última generación, debido al boicot de chips dispuesto por Washington a China, y fue construido sobre código abierto con una inversión al menos 10 veces menor que la de OpenAI en sus modelos cerrados. Como aplicación de aprendizaje automatizado de última generación, Deep Seek tiene un rendimiento similar o superior a los de Google y OpenAI. Byte Dance y otras empresas chinas tienen desarrollos similares en curso.

La resonada depreciación bursátil del fabricante de chips Nvidia y de OpenAI es una advertencia crítica para las big tech, que temen un efecto contagio en otros desarrollos. La moraleja del ascenso fulgurante de Deep Seek es que el freno legal a la comercialización de tecnologías con China y la muralla de aranceles prevista por Trump a desarrollos chinos son bastante estériles. Como señala Gary Marcus, el impulso de Trump a Stargate encaja con el “pensamiento mágico” basado en restringir insumos a China con la esperanza de lograr una supremacía tecnológica “que tal vez nunca llegue”.

Para Angela Zhang, estos logros de China “no son casualidad. Responden directamente a las crecientes restricciones a las exportaciones impuestas por Estados Unidos y sus aliados. Al limitar el acceso de China a chips de inteligencia artificial avanzados, Estados Unidos ha estimulado inadvertidamente su innovación”. Sabiduría oriental: la antigua estrategia yudoca.

La incertidumbre sobre el futuro de un sector que dejó atrás su etapa inicial de apertura y su dinámica creativa para apoltronarse en la modorra de las ventajas monopólicas, generan resquemores y demandas de regulación en los aliados occidentales de EEUU, que recrean planteos de soberanía, y una innovadora competencia en China. Tras haber confrontado con Silicon Valley en su primer mandato, Trump capitaliza el estado de las cosas y somete a la industria a su programa de gobierno. Hoy disciplina a las big tech en la narrativa ultra. Trump es un salvavidas en medio de un tsunami, pero es lo que hay.

Recuerda Becca Lewis en una genealogía ideológica de las big tech cuyo anticipo publicó TheGuardian, “a pesar de la reputación (a menudo inmerecida) de liberalismo que tiene la industria, sus fundamentos reaccionarios estaban arraigados casi desde el principio”. En los últimos 25 años, la revolución de las comunicaciones digitales que habilitaron espacios inéditos y masivos de intercambio de contenidos y de conversación pública, junto a importantes campañas de marketing y mucho lobby político, maquillaron aquel ADN reaccionario que hoy desempolvan los popes de las big tech.

Las tecnológicas fueron alentadas como parte del músculo económico estadounidense y obtuvieron grandes beneficios, pero, como sintetizó el periodista Ryan Grim, hoy ese modelo cruje: “el contrato social de Silicon Valley impuesto al público por Obama, luego por Trump, luego por Biden (excepto Lina Khan -ex titular de la Comisión Federal de Comercio con Biden-) y ahora por Trump fue claro: dejaremos que estos tipos se conviertan en las personas más ricas de la historia de la humanidad y, a cambio, desarrollarán una industria tecnológica que hará que Estados Unidos sea dominante durante un siglo. Hicieron la primera parte, luego crearon monopolios para intentar mantener alejada a la competencia en lugar de seguir innovando a un nivel superior, y luego fueron superados por las empresas chinas tanto en inteligencia artificial como en redes sociales. Son los perdedores que siempre pensamos que eran, y ahora también lo somos nosotros.”

Las ventajas cortoplacistas del giro trumpista de las plataformas digitales se medirán en contratos, subsidios y protección estatal para sus negocios, mientras que a Trump lo liberan de las molestas y opacas normas comunitarias, allanando el camino para que la violencia de ultraderecha se disemine sin tapujos en las redes. Pero mientras EEUU juega sus fichas inmediatistas, China sigue avanzando con estrategias de mediano y largo plazo. La paciencia es oriental.