El proyecto político del segundo mandato de Donald Trump, según su discurso inaugural, estará guiado por dos trazos seminales: la “restauración completa (del poder, de la grandeza) de Estados Unidos” y una “revolución del sentido común”. Son las premisas de un programa de gobierno soberanista, que transmite puro realismo político para recuperar al Estado-nación imperial y hacer realidad su ya clásico eslogan: MAGA (Make America Great Again): “Nuestra soberanía será recuperada. Nuestra seguridad será restaurada (…) Estados Unidos recuperará el lugar que le corresponde como la nación más grande, poderosa y respetada de la Tierra”.
El programa prevé medidas para consolidar el liderazgo global. Por ejemplo, aranceles a competidores comerciales (“en lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, gravaremos a países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”), inversiones hasta crear la mayor fuerza militar de la historia (“construir la mayor fuerza militar que el mundo haya visto”, que ya lo es) y cambios en el paradigma energético (priorizando los combustibles fósiles) para relanzar la economía. Y una postura geopolítica asertiva, sin equívocos, como lo ponen de manifiesto los repetidos planteos del mandatario para cambiar el estatus de territorios e infraestructuras que considera claves para los intereses del país (Golfo de México, Canadá, Groenlandia, Canal de Panamá).
Los anuncios describen conceptualmente un plan de acción dirigido a minar los cimientos del proyecto globalista que defienden las élites liberales, que en Estados Unidos se expresan mayoritariamente a través del Partido Demócrata, cuyos mandamientos se propalan a través del Foro de Davos y están sintetizados en la Agenda 2030 (orden post-estatal, supranacionalismo, transhumanismo, movimiento woke, energías verdes, cosmopolitismo cultural). De allí algunas ideas de su discurso: “Tenemos algo que ninguna otra nación manufacturera jamás tendrá: la mayor cantidad de petróleo y gas de cualquier país de la Tierra, y lo usaremos. (…) Pondremos fin al Green New Deal y derogaremos el mandato de los vehículos eléctricos”; “La política oficial del Gobierno de Estados Unidos será que sólo haya dos géneros, masculino y femenino”; “Somos un sólo pueblo, una familia y una nación gloriosa bajo (el imperio de) Dios”; “Reintegraré a todos los miembros del servicio que fueron despedidos injustamente de nuestro ejército por oponerse al requisito de la vacuna COVID”.
La otra idea fundante, la “revolución del sentido común”, se asienta en el “Proyecto 2025”, una propuesta programática de 920 páginas auspiciada por la Heritage Foundation (HF) que plantea desmontar el Estado-corporación, gestionado en términos de una virtual corporatocracia, para volver al Estado-nación. En esa línea, propone reformular el gobierno federal para hacerlo más eficiente, fortalecer el Poder Ejecutivo (por ejemplo, blindarlo ante los amenazantes excesos de la corporación judicial), recristianizar la sociedad impulsando el robustecido protagonismo político y cultural del nacionalismo cristiano, limitar el poder de las elites y amplificar el activismo político, sentimiento de autoestima y sentido de comunidad en la base de la pirámide social.
En la web de la HF se describe a la iniciativa como resultado de “un movimiento histórico, concebido por más de 100 organizaciones respetadas de todo el movimiento conservador, para derribar el Estado profundo y devolver el gobierno al pueblo”. Bajo el título “Mandato para el liderazgo: la promesa conservadora”, el texto publicado en abril de 2023 resume los aportes de más de 400 expertos y académicos. El titular de la HF, Kevin Roberts, lo definió como una plataforma para la “segunda revolución americana”.
Se estima que el 60 por ciento de quienes redactaron el Proyecto 2025 ocupan cargos en la nueva administración. Entre ellos, John Ratcliffe, al frente de la CIA; Russell Vought, director de la Oficina de Administración y Presupuesto; Thomas Homan, el “zar de la frontera”, a cargo de las políticas migratorias y la seguridad fronteriza; y Brendan Carr, director de la Comisión Federal de Comunicaciones. Todos a cargo de áreas clave: inteligencia, presupuesto, fronteras y migraciones, y comunicaciones.
Derribar el “Estado profundo”
La intención de “derribar el Estado profundo y devolver el gobierno al pueblo” reseña el fin concluyente del proyecto político. Plantea un choque de cosmogonías entre las premisas globalistas de las elites transnacionalizadas y los intereses soberanistas de un movimiento político conservador que reivindica la vigencia del ethos, un capital de valores morales y políticos compartidos que constituye al Estado-nación en su esencia.
La definición “Estado profundo” refiere a la existencia de un cuerpo de burócratas que, cooptados o promovidos por determinadas corporaciones o grupos de interés, utilizan espacios y prerrogativas de la organización estatal para articular una estructura de poder en las sombras que actúa en función de los intereses específicos de sus patrocinadores. El control corporativo sobre áreas sensibles de la administración desnacionaliza al gobierno y vuelve al Estado un instrumento para la gestión de intereses particulares.
El concepto ocupa un lugar central en la trama discursiva del trumpismo, en la medida en que se presenta como un movimiento anti-élite o anti oligárquico que pretende recuperar al Estado-nación como síntesis del contrato social que apuntaló el sistema de creencias que hicieron posible la grandeza nacional (MAGA). Y siguiendo esta narrativa, aspira a desmontar un orden corporativo que ha redefinido el juego democrático en términos de una corporatocracia, una democracia privatizada, desviación a la que atribuye las potentes líneas de fractura que agrietan la convivencia colectiva: crispación política, violencia racial, crisis espiritual, pauperización de la clase media y profundización de la brecha social.
“La grandeza requerirá orientar la política interna hacia la clase media. Estados Unidos es una república comercial de clase media”, advierte el profesor Joshua Mitchell (Universidad de Georgetown), quien subraya que, si bien MAGA es un movimiento que se dirige “contra las élites de ambas costas, no es una protesta en nombre de una facción de Estados Unidos, sino en nombre de la soberanía estadounidense misma. Las élites de Washington y Nueva York no son representantes de una facción de Estados Unidos, sino representantes del globalismo. Llamar ‘populismo’ a lo que ha sucedido es pasar por alto el verdadero problema”.
MAGA, siguiendo al autor, es la herramienta para “una política liberal en la que los ciudadanos amen a sus pueblos, ciudades, estados y nación, porque tienen algo que ver con su creación. Eso es lo que los ciudadanos estadounidenses quieren de vuelta: sus pueblos, condados, ciudades, Estados y país”. Y puntualiza: “Es lo que Tocqueville llamó ‘nacionalismo saludable’, el apego a lo propio como reacción a los excesos del cosmopolitismo”.
“Rich Men North of Richmond” (los ricos al norte de Richmond) es el título de una canción de música country de un cantante casi anónimo, Oliver Anthony, que en 2023 devino en hit y luego sirvió para musicalizar la campaña electoral de Trump. El estribillo describe bien el imaginario que moviliza a sus bases:
Vendo mi alma, trabajo todo el día horas extra por un sueldo sin valor. Para sentarme ahí a perder el tiempo. Y llegar a casa para ahogar todos mis tormentos. Es una pena que el mundo haya llegado a esto. Para gente como tú, para gente como yo. Si tan sólo pudiera despertar y ver que no es cierto, pero lo es, oh, sí, lo es. Vivir en un mundo nuevo, con un alma antigua: Los ricos al norte de Richmond”.
La referencia a la ciudad de Richmond, capital del Estado de Virginia y otrora capital de los Estados Confederados en la Guerra de Secesión (1861-1865), tiene un fuerte valor simbólico porque refiere a una frontera imaginaria que separa a una mayoría social pauperizada, vulnerable, olvidada, que mal vive en el país profundo, de una elite (la de Washington o genéricamente, la del norte) rica, cosmopolita, hedonista e indiferente.
Aceleración conservadora
¿Trump II o Elon I? El presidente y el empresario son los referentes de un nuevo contrato social que liga, en una extraña simbiosis, a grupos sociales pauperizados por los efectos de una economía transnacionalizada y a la nueva elite empresarial que integran los agentes corporativos del ecosistema Silicon Valley, hacedores del emergente capitalismo en la nube. Es un proyecto que asume el reto de gestionar dinámicas contrapuestas. Por un lado, la que moviliza al sector de la sociedad que añora el capitalismo industrial de producción, que necesita mejorar sus condiciones de vida y, en este proceso, pide revalidar categorías esenciales para reorganizar su vida (Estado, familia, estabilidad, seguridad, pertenencia territorial). Y por el otro, una élite cosmopolita que surge del mundo de las grandes empresas tecnológicas, cuyas creaciones alientan una realidad en la que todas las dimensiones de la vida humana serán redefinidas por lo digital y la Inteligencia Artificial (IA). En resumen: una extraña, y de por sí compleja, conjunción de ciudadanos que exigen volver a lo mejor de su pasado, básicamente conservadores, con empresarios tecno-libertarios, que el profesor Lorenzo Castellani (Universidad Luiss Guido Carli) definió como “aceleración reaccionaria”.
“Vivir en un nuevo mundo con un alma antigua”, dice también el estribillo de la canción-himno de las bases trumpistas, una expresión que sintetiza adecuadamente la sustancia de este pacto social en marcha: vivir el nuevo mundo que nos preparan las soluciones tecnológicas y que permitirán a los titanes de Silicon Valley influir de manera decisiva en el estilo de vida de todos; pero “con un alma antigua”, es decir, asumiendo la persistente demanda por recuperar las cosas elementales de la vida que pregonan aquellas personas a las que el neoliberalismo extremo llevó a la pobreza y al desamparo.
Elon Musk (Tesla, X, Space X) destaca entre los grandes empresarios tecnológicos que se han comprometido con la nueva administración. Estará a cargo del flamante Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE por sus siglas en inglés), que prevé achicar hasta una tercera parte de la planta de empleados del gobierno federal, hasta lograr un recorte del gasto público de unos 2 billones de dólares. Otros dos pesos pesados en este grupo son Peter Thiel, presidente de la empresa Palantir, y Alex Karp, director de Palantir Technologies, subsidiaria de aquella.
Palantir es contratista del Pentágono, protagonista de fuste del emergente complejo militar industrial digital que vincula a parte de las corporaciones de Silicon Valley con las agencias de inteligencia, seguridad y defensa de Estados Unidos. Fue fundada en 2003 por un grupo de cinco personas, entre ellas Thiel y Karp. In-Q-Tel, la división de capital de riesgo de la CIA, invirtió casi 2 millones de dólares para apoyar los primeros pasos de la firma.
Musk, Thiel y Karp representan una disrupción dentro del sistema de Silicon Valley, la mayoría de cuyos referentes se reconocieron siempre más cercanos al Partido Demócrata, y con ello a la agenda del globalismo, que a los republicanos. Ahora, estos tres disidentes personifican la avanzada de un movimiento que exige poner la superioridad tecnológica al servicio de la hegemonía global de Estados Unidos. Es decir, fierros digitales y de IA para solventar los intereses estratégicos del Estado-nación imperial
“Huimos de Silicon Valley por lo que consideraba el lado regresivo de la política progresista”, afirmó Karp, recordando que en 2020 Palantir se relocalizó en Denver. Y subrayó: “No creo que hubiera un fenómeno Trump sin los excesos de Silicon Valley. (…) Personas muy, muy ricas, que apoyan políticas de las que no tienen que soportar ningún costo (…) Personas que no están comprometidas con nuestra sociedad, pero se están convirtiendo en multimillonarias. (…) Ni siquiera sé cómo le explicas al estadounidense promedio que te has convertido en multimillonario y que no suministrarás tu producto al Departamento de Defensa. Es un comportamiento terriblemente corrosivo”.
Orden tripolar y doctrina del Lebensraum
En su discurso inaugural Trump ignoró la guerra en Ucrania, lo que representa un giro radical respecto a la postura de la administración Biden y, de algún modo, anticipa una de las líneas maestras sobre las que podría asentar la política exterior: el reconocimiento implícito de un orden tripolar, junto con Rusia y China, en el marco de un esquema de poder basado en Estados-nación que gestionan su competencia de manera responsable, a medida que comparten los códigos geopolíticos que articulan la dinámica internacional: centralidad del Estado, soberanía territorial y reconocimiento de áreas de influencia.
“Volveremos a construir el ejército más fuerte que el mundo haya visto jamás. Mediremos nuestro éxito no sólo por las batallas que ganemos, sino también por las guerras a las que pongamos fin y, quizás más importante, por las guerras en las que nunca entraremos”, destacó Trump. Una apelación efectiva a la construcción de un poder duro, determinante, pero esencialmente disuasivo, como fundamento de una estrategia pensada para crear estabilidad y certidumbre.
El silencio sobre Ucrania podría interpretarse como una concesión a Rusia en el marco de un nuevo diseño de zonas de influencia, así como la pasividad de Rusia y China en Siria podría leerse como un reconocimiento al papel de liderazgo de Estados Unidos en Medio Oriente.
Trump había anticipado los trazos gruesos de esta estrategia cuando hace unas semanas, a través de la red social X, realizó una serie de comentarios sobre el conflicto que definió un cambio de régimen en Siria y el devenir de la guerra en Ucrania. Acerca del primer tema, afirmó: “Siria es un desastre, pero no es nuestro amigo, y Estados Unidos no debería tener nada que ver con ello. Esta no es nuestra lucha. Dejemos que se desarrolle. ¡No se involucren!”. Y sobre Ucrania: “Debería haber un alto el fuego inmediato y que comiencen negociaciones para la paz. Demasiadas vidas se están desperdiciando innecesariamente. Demasiadas familias están siendo destruidas y, si esto continúa, se va a transformar en algo más grande, será mucho peor. Conozco bien a Vladimir. Es hora de actuar. China puede ayudar. El mundo está esperando”.
A la par, el mandatario está ensayando una retórica dura, de imperialismo explícito, para dejar en claro qué territorios e infraestructuras de otros considera prioritarias. Dijo Trump: “Necesitamos Groenlandia por razones de seguridad nacional. Allí viven unas 45 mil personas. Ni siquiera sabemos si Dinamarca tiene realmente un derecho legal sobre este territorio. Pero si lo tienen, deberían renunciar a él, porque lo necesitamos para la seguridad nacional”. También: “Con Canadá no vamos a utilizar la fuerza militar, sino la fuerza económica. (…) No necesitamos nada de lo que tienen (…) Entonces, ¿por qué estamos perdiendo 200 mil millones de dólares o más al año para protegerlos?”. Sobre México: “Cambiaremos el nombre del Golfo de México por el de Golfo de América, un hermoso nombre que abarca un vasto territorio. El Golfo de América, ¡qué hermoso nombre! Y es apropiado”. Y con respecto al Canal de Panamá: “Es vital para nuestro país. Actualmente lo explota China. Le dimos el canal a Panamá, no a China”.
Groenlandia y Canadá podrían ejercer como plataformas para facilitar la proyección de poder de Estados Unidos ante la inminente disputa por el control de las vías navegables a través del mar Ártico con Rusia y China, a medida que el cambio climático acelera el deshielo y facilita la navegabilidad. El golfo de México es, todavía, fuente de abundantes reservas de petróleo y el canal de Panamá una vía navegable estratégica, de la que Estados Unidos y China son sus principales usuarios.
Los dichos representan en los hechos la reivindicación de la doctrina del Lebensraum o del “espacio vital”, tan cara a la tradición geopolítica alemana en la primera mitad del siglo pasado. La doctrina refiere a los espacios que necesita un país para asegurar su sobrevivencia y potenciar sus capacidades, a territorios que define como prioritarios para sus intereses, e indica que, si no los posee, tiene derecho a accionar para controlarlos.
América Latina bajo sospecha
Trump usó la misma elocuencia con la que presentó los propósitos de su mandato para subrayar que a América Latina le esperan pocas atenciones. “Nos necesitan, nosotros no los necesitamos. Todo el mundo nos necesita”, dijo esclareciendo el asunto. Y a la hora de señalar, levantó el dedo y apuntó a Panamá por el canal, a México por los recursos del Golfo, informó el endurecimiento de la política migratoria (declaró la ‘emergencia nacional’ en la frontera sur) y definió como “grupos terroristas” a los carteles de la droga y a Cuba, a la que reincorporó a lista de países que promueven el terrorismo. Mano dura para empezar y la confirmación de que la vieja Doctrina Monroe de 1823 (la primera gran estrategia de política exterior de Estados Unidos) sigue vigente y sin fisuras.
El mensaje no hizo distingos. Está dirigido a aquellos líderes que, como Javier Milei, cultivan un alineamiento irrestricto con el proyecto político del presidente estadounidense. “El nivel de autonomía en la actual estratificación internacional se define sólo en el ámbito del imperio americano”, afirmó alguna vez Helio Jaguaribe, quien fuera profesor de las universidades Cándido Méndez, Harvard, entre otras. El hegemón determina el margen de maniobra de los actores subordinados y lo hace en función de sus imperativos estratégicos. Las relaciones personales, aunque cálidas, son relevantes sólo en el distendido contexto de los refrigerios.
El elegido
El tsunami Trump anuncia cambios profundos, tectónicos, destinados a redefinir la vida política, económica y cultural de la sociedad estadounidense e impactar, por (inevitable) extensión, en casi todos los demás. Para semejante tarea ejerce un liderazgo sin complejos, portador de una determinación política que fluye sin freno hasta la (desmedida y por ello peligrosa) autopercepción de grandeza, propia de los que se piensan predestinados: “Hace apenas unos meses, en un hermoso campo de Pensilvania, la bala de un asesino me atravesó la oreja. Pero sentí entonces, y creo aún más ahora, que mi vida fue salvada por una razón. Dios me salvó para hacer que Estados Unidos volviera a ser grande”.