En enero de 2021, Mark Zuckerberg anunció que Instagram y Facebook suspendían las cuentas de Donald Trump. En enero de 2025, el mismo Mark Zuckerberg anunció que Instagram y Facebook cambiarán sus políticas de moderación y eliminarán a los fact-checkers para “reestablecer la libertad de expresión” y terminar con la censura. Una sola persona decide y anuncia cuáles serán las normas para el debate público en plataformas con más de tres mil millones de usuarios.
No es casual que estos movimientos coincidan con cambios de gobierno en Estados Unidos. Hace cuatro años, Trump era el golpista y los demócratas aquellos con los que había que congraciarse. Hoy, el líder republicano es el presidente legítimo y Biden un censor. El viraje rápido y oportunista recuerda a los viejos medios y su propensión a acomodarse a los gobiernos, aunque ninguno tuvo ni por asomo un poder comparable al que tiene la compañía de Zuckerberg, ni sus decisiones tuvieron tantas implicancias para el planeta. Así, el anuncio del CEO de Meta afectará las formas en que nos comunicamos y construimos el mundo en que vivimos.
Zuckerberg exhibe la privatización radical del debate público en manos de actores que toman decisiones según sus intereses y sin contrapesos. Es decir, de manera no democrática. Internet, que surgió como un espacio abierto, quedó lejos de la utopía que inspiraba hace dos décadas y que suponía que una horizontalización de la palabra vendría acompañada de una escena pública más robusta, plural y democrática, y menos mercantilizada y controlada.
En su comunicado, Zuckerberg también anunció la voluntad de que Meta (Instagram, Facebook y Whatsapp) siga las políticas de contenido de X, lo cual demuestra el triunfo de la derecha radical para imponer las reglas del discurso público. Cuando Elon Musk compró Twitter hizo una de las operaciones comunicacionales más redituable de la historia de la política moderna. Desde ese momento, el hombre más rico del mundo se volvió un referente central de las derechas radicales globales que maneja en tiempo real, vía la opacidad del algoritmo y de las políticas corporativas, la red social más política. Es decir, una parte importante del discurso público planetario. En su caso, los cambios en las políticas de moderación fueron fundamentales tanto para aumentar el propio alcance de sus tuits, como para que las operaciones de fake news, los discursos estigmatizantes y el ataque público contra sus rivales sean cada vez más dominantes y copen la parada, al punto de dominarla (Auditing Elon Musk’s Impact on Hate Speech and Bots | Proceedings of the International AAAI Conference on Web and Social Media).
La apuesta de Musk fue tan exitosa que sigue dando dividendos simbólicos. Es uno de los funcionarios más importantes del nuevo gobierno de Trump y, a la vez, logró que Zuckerberg asegurara que su modelo a seguir sea el de la reconfiguración de Twitter.
Parte de la explicación del viraje de Meta se relaciona con la conveniencia política: la plataforma se enfrenta a diversos juicios antitrust en Estados Unidos. A la vez, Trump lo había amenazado con mandarlo a la cárcel. En ese marco, Zuckerberg aseguró que su país es el que mejores leyes tiene para resguardar la libertad de expresión y anunció que trabajará con Trump alrededor del mundo en contra de los gobiernos que buscan censurar a las plataformas. Ese giro tiene consecuencias geopolíticas. Es una forma de salir a discutir con las normas y regulaciones que la Unión Europea o Brasil intentaron ponerle a estas plataformas de alcance global, pero de base estadounidense. Ese cierre de filas anuncia una alianza de mutua conveniencia entre gobierno y plataformas como instrumentos centrales de la política exterior estadounidense. Así, la disputa que intentan dar algunos Estados ante las empresas más cotizadas del planeta, tendrá consecuencias también para el resto de los países.
Zuckerberg ya plantó bandera, en línea con Musk, para decir que él está por encima de los Estados para resguardar el discurso público mundial. La alianza con Trump hace prever que esa participación será polarizada, a favor de los propios y en contra de los opositores, y alineada con otros intereses de la administración republicana. Una forma de actualizar la exportación de la democracia norteamericana y una alianza que anticipa parte del juego que se viene sobre la regulación de la inteligencia artificial, uno de los principales desafíos que la humanidad tiene por delante.
La decisión de Meta de eliminar a los fact-checkers también es la consagración de un nuevo esquema de verdad en las plataformas. La información importa menos y los hechos también. Esto se sabe desde la masificación de las redes sociales, que ya lleva al menos una década: mandan los sesgos cognitivos y las retribuciones simbólicas de estar con los propios y sentirse mayoría. Los medios tradicionales y el periodismo fueron perdiendo parte de su lugar como grandes definidores de temas y marcos en el debate público, pero la creciente desinformación siempre fue planteada como algo contra lo que había que luchar. ¿Es lo mismo pensar que la tierra es plana que pensar que es redonda? ¿Es lo mismo creer que las vacunas contra el Covid salvan que creer que matan? ¿Es lo mismo pensar que Trump perdió las elecciones de 2020 por los votos que porque hubo fraude? ¿Es lo mismo creer que el calentamiento global es una amenaza que creer que es un invento del socialismo? Las interpretaciones mandan, pero los fact-checkers eran una intención (siempre limitada) de retomar cierto esquema de verdad.
Por supuesto, es difícil pensar el vínculo entre medios, periodismo y verdad desde Argentina, donde gran parte de los medios privados fueron repetidas veces productores y difusores de fake news. No obstante, el discurso periodístico riguroso, con chequeo de pruebas, fuentes y comprobación documental, es una aproximación a los hechos. Y más aún lo es la ciencia. Como dice el sociólogo Silvio Waisbord, la verdad científica organizó gran parte del debate público en occidente post Segunda Guerra Mundial: para evitar repetir esa tragedia, se suponía que se precisaba mayor consenso sobre la verdad. En la actualidad, la comunicación digital es mucho más caótica y la dificultad para establecer verdades ampliamente compartidas es mucho mayor. De hecho, como dice Waisbord, la verdad científica hoy es solo una de las opciones posibles. No obstante, había cierto diagnóstico compartido de que la desinformación y las campañas de fake news eran un problema. Hoy ese diagnóstico ya no está. No está para Trump, no está para Musk y no está para Zuckerberg.
El CEO de Meta también anunció que el equipo de moderación de contenidos se muda de California a Texas, de estado demócrata a republicano, para “evitar sesgos”. Sobre todo, en temas de género y migración. A la vez, hubo cambios en el board de la compañía, donde entraron figuras más cercanas al gobierno de Trump, y se anticipó que volverán a priorizarse los contenidos más políticos. El anuncio de Zuckerberg exhibe que Meta es un actor político que tiene un rol editorial: decide qué se puede ver y qué no, qué se puede decir y qué no. Maneja un esquema comunicacional donde los propietarios tienen un poder inusitado también sobre las relaciones cotidianas entre miles de millones de personas. La salida de mediadores que participaban de ese espacio y lo moderaban solo acrecienta la posibilidad de los dueños de instrumentalizar sus propias plataformas. Más que un cambio radical, es la consagración de ese mundo, organizado desde Estados Unidos. Un mundo donde la democracia no puso límites a los avances corporativos, que se arrogaron para sí la facultad de configurar gran parte de las normas del debate público.
El esquema de supuesta mayor libertad de expresión propone un lugar donde cualquiera pueda decir cualquier cosa. Es un sistema darwinista, hecho a medida de los trolls, que intervienen sin pretensión de intercambio argumental y a partir de menospreciar, descalificar y deshumanizar. El objetivo es romper el debate y anular al otro para dejarlo sin voz ni respuesta.
En contra de supuestos sesgos, se modifican las reglas del debate público. En ese sentido, hay afinidad estética entre parte de las redes y las derechas radicales, hay un malestar expandido con el estado actual de la democracia, hay cambios culturales que llevan a un mayor individualismo y a un mayor extrañamiento con los otros, pero hay también una infraestructura comunicacional y algorítmica de las plataformas que favorece a ciertos grupos sobre otros. Ahí, la reacción y la intervención negativa contra otros discursos triunfan, sobre todo desde posiciones de poder. Así, la absoluta libertad de expresión va contra los grupos estigmatizados. Y el foco está en el derecho de quienes emiten y no en el de quienes reciben esa información, ni en lo que genera sobre la escena compartida. Y eso es algo que hace sistema, que marca el terreno donde se dan las discusiones públicas actuales y donde se darán en los próximos años.
El politólogo Ernesto Calvo planteaba hace poco un dilema. Supongamos que la persona A quiere participar del debate en redes desde una posición tomada, pero de manera informada, intercambiando argumentos, escuchando lo que dicen otros. Y la persona B quiere participar del debate en redes para sostener su posición, anulando e insultando al otro y dejándolo fuera de la cancha, de manera que no vuelva a participar. En una infraestructura de libertad de expresión absoluta, donde todo puede ser dicho y los insultos y ataques están permitidos, la persona B encontrará un ámbito propicio y será premiada por su participación. La persona A, sentirá que ese no es un espacio para debatir y es probable que lo abandone. Esa es la lógica bajo la que está funcionando X en la actualidad, y es la que Zuckerberg anunció para Facebook e Instagram. Lo que se genera, como dice la investigadora Natalia Aruguete, es un control poblacional que marca quiénes tienen el poder para hablar y quiénes no.
Así, varios grupos que fueron históricamente perjudicados o discriminados, material o simbólicamente, tendrán cada vez menos incentivos para participar de escenas donde los insultos están permitidos y donde el anonimato y la virtualidad permiten desresponsabilizarse por lo dicho. En esa línea van las primeras novedades de los cambios en la moderación de Meta: se da la posibilidad de tratar públicamente de enfermos mentales a gays y trans (https://www.wired.com/story/meta-elon-musks-lead-trust-safety-billionaire-friendly-texas/). Paradójicamente, como dicen Martín Becerra y Silvio Waisbord, muchas veces la expresión de algunos implica la censura de otros, en tanto niega derechos básicos y la dignidad humana.
Parte de la historia de la humanidad de los últimos dos siglos y medio se dio en la alianza y la disputa entre capital y Estado por controlarse y limitarse mutuamente. Esa tensión fue también lo que permitió en muchos sentidos la ampliación de derechos y la mejora en la calidad de vida de varios sectores de la población. Para ello, un pilar clave de la política democrática supuso que lo fundamental era aumentar su autonomía del poder del dinero, para no ser una plutocracia o el gobierno de los ricos. Por supuesto que sus logros fueron solo parciales, y en muchos aspectos esa separación fue tímida o inexistente.
Sí, la democracia estuvo lejos del ideal del gobierno del pueblo. Tampoco estuvo cerca de tener una ciudadanía muy informada e involucrada en los asuntos públicos. Sin embargo, a medida que un puñado de plataformas se adueñan de la palabra pública, se actualiza la pregunta por saber cuán democrático puede ser un debate dominado por las corporaciones.