Amar odiar no es un ejercicio frecuente. Acerca de Beatriz Sarlo se popularizó la frase: “esa mujer que los kirchneristas aman odiar”. Ella supo como ninguna situarse acaso en la cúspide del saber académico nacional hasta llegar a ser popular, sin hacerlo desde el peronismo. Más bien jugando al judo con él (supo definirlo como « el movimiento más revolucionario del mundo, cuando está fuera del poder»), en el año 1998. Fue una gorila ilustre, no a su pesar. Quiso mostrar que realmente era posible pensar las grandes líneas de la historia, la literatura y la política nacional desde una perspectiva modernizadora de izquierda.
En ella estaba presente, de modo particular, la gran tradición argentina de ver a la nación en sus grandes escritos. Su interrogante sin embargo no era el del cierre identitario, sino el de molestarse con inscribir la producción nuestra en una comparativa, a veces implícita y otras no tanto. Literatura y nación, desde el maestro que ella quiso su par, David Viñas, debían leerse entramadas pero reconocibles, superpuestas pero no mezcladas, ahí radicaba su expertise: postular que la imaginación política contemporánea estaba empobrecida porque no leía las grandes letras -ni las grandes mutaciones de la narración— y, al mismo, tiempo que la literatura siempre expresaba girones nacionales a condición de olvidar que lo hace. Es en ese vacío encontrado en la oscilación entre literatura y política que pudo, aún tratándose de una perspectiva demasiado mental, trabajar en el encuentro entre ficción e imaginación política. No sin manipular una jerarquización política de las letras.
Su obra es una gran investigación sobre la transformación y la tradición -esa modernidad periférica- a la que le dió una clave de lectura acerca de «lo moderno» nuestro, frente a la paradoja de vanguardias que llegaban tarde y que la puso a ella misma como objeto evidente de su tema de estudio: su gran inquisición tuvo siempre el ojo puesto en quién lograba escribir en la sociedad su propio lugar como la referencia de lo nuevo. (Alguna vez dijo que en la modernidad gana políticamente el que hegemoniza -ay, esa palabra- la idea de cambio. Y que el macrismo había ganado porque había acaparado a partir de esa idea). Su desafío político fue el de volverse un objeto experimental que pasó de la militancia de los sesenta al salón literario en los ochenta, para tornarse un producto intelectual masivo apoyada en la televisión y los diarios y revistas de gran tirada.
Su gran inquisición tuvo siempre el ojo puesto en quién lograba escribir en la sociedad su propio lugar como la referencia de lo nuevo.
En este orden de cosas, de nada sirve ningunearla desde un revisionismo impopular sin vuelo: el problema que Sarlo nos moldeó con delicadeza de sílex seguirá estando, se trata nada más ni nada menos que de la pretensión de una insistente demanda de modernidad cuyo talante periférico debería ser el rasgo de distinción nacional. El insoportable gesto de Beatriz de aludir, frente a cualquier tema, a la superioridad de los países nórdicos, europeos, o norteamericanos repiqueteó siempre en una parte considerable de la cultura argentina. Valga paradoja que supo explotar. Es una parte del pueblo y ella lo supo. Fue desde ahí que construyó su edificio canónico, lo que le permitió grabar sobre cualquier adversario el mote de inculto, vulgar, o retardatario, sin ningún tipo de tapujo.
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En un llamativo momento de sinceridad, infrecuente en ella, le confesó al streamer Tomás Rebord lo que no era difícil intuir -y motivo por el cual muchos pasaron a odiarla en su eficacia-: que cada intervención en el “campo intelectual” ella la orientaba como una “operación”. Aludiendo a uno de sus grandes epígonos, habló de lo que fue la “Operación Saer”. Pero podía referir a Héctor Tizón o Antonio Dal Masetto, daba igual. Leer a Beatriz Sarlo no debería ser solamente estudiar sus textos sino atender a cómo entrelazó la operación de lectura de la cultura nacional con la escritura de sí misma. Fue la que más jugó a tenerla más larga dentro del terreno intelectual nacional.
Beatríz apostó a releer a -y se apoyó en- Sarmiento, Borges o justamente Saer -solo por mencionar grandes recurrencias- con ese punto de vista “periférico” aludido que proponía mostrarle a los centros académicos globales lo universalizable de acá. Al mismo tiempo que, a la fuerza, se codeó con los nombres fuertes de la cultura entre liberal y de izquierda en Argentina -Tulio Halperín Donghi, David Viñas, José Aricó y Oscar Terán- demarcando toda una época con Punto de vista como revista no poco hegemónica. A su modo, fue borgeana en el orden de la crítica social y literaria: pensó a la nación pero no en clave criollista. Siempre atenta de quiénes serían la renovación de la crítica literaria y las ciencias sociales a nivel internacional, Raymond Williams, Pierre Bourdieu, Roland Barthes o Eduard Saïd fueron nombres que se encargó de hacer girar a y en su máquina cultural.
“Podría decirse: el proyecto de Martínez Estrada ya era viejo cuando comenzó a escribirlo. No se puede ser Sarmiento en el siglo XX. Finalmente, el ensayo fue desplazado por la sociología y, en la disciplina que consolidó Gino Germani en Argentina, no hay lugar para otro Facundo (dudo que esta comprobación deba celebrarse)”. Crítica de lo extemporáneo, calibradora de espejos, lectora de tradiciones, demarcadora de lo posible, todo eso en un solo párrafo. Al mismo tiempo, si ella fue germaniana en su obstinación modernista, no dejó de defender al ensayo nacional. Ecuménica y jerarquizante.
Crítica de lo extemporáneo, calibradora de espejos, lectora de tradiciones, demarcadora de lo posible. Ecuménica y jerarquizante.
“Martínez Estrada ignoró la belleza del aforismo, no confió en que nada de lo escrito pudiera quedar en la memoria, renunció a la brevedad de la frase citable, lo cual equivale a renunciar al reconocimiento y a la posterioridad que asegura la cita”, escribía Beatríz en Nueva lectura imposible (1991) ¿Cómo se escribe para sostenerse en la memoria? ¿Qué tipo de frase es capaz de permanecer? esas preguntas, que no cualquiera se hace y que muchos menos saben responder, formaban parte de la incisión de una lectora maliciosa. Si le aplicáramos a ella la misma agudeza, valdría preguntarse también cuán actual era su proyecto, sobre todo su apuesta llamativamente republicana en una cultura nacional que renunció hace tiempo a esa bandera. Dicho de otra forma, la lucidez de Beatriz Sarlo a todo nivel dejaba demasiado gusto a poco cuando pasaba a defender una retórica de la República entre impoluta e idealista que generacionalmente nos producía una mueca de incredulidad.
Su proyecto intelectual por momentos se daba de bruces contra una trama social que a nivel político no la leía: la paradoja de su masificación fue que terminó siendo reivindicada por las lectoras de La Nación no por su sagacidad respecto de la inventiva de Arlt, sino por sus columnas en la revista Viva o sus entrevistas con Joaquín Morales Solá.
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Gramsciana como su generación, el viernes 4 de marzo de 2011 publica en el diario La Nación un artículo “para atragantar la medialuna de la señora emperifollada desde temprano y alimentar el deseo de venganza del joven CEO que sale transpirado del gimnasio”, según dijo jocosamente Javier Trímboli. Titulado Hegemonía cultural del kirchnerismo, clavaba más que una descripción un desafío: ahora que no solo gobiernan, sino que hegemonizan ¿qué no son capaces de hacer?. Leído por su revés, logró ser un desafío político a la imaginación política del kirchnerismo y de una generación que incluso en un falso completo control de la situación debía hacerse cargo de no ir más allá. Ahí estaba su manera de responder al “vamos por todo” de Cristina Kirchner. Y una vez más, esa incisión la pervive a Beatriz Sarlo, y sobrevive a los actores de esa diatriba.
Leer su obra no es sólo detenerse en sus textos, es también una lectura de cómo Sarlo entrelazó la cultura nacional con la escritura de sí misma.
Después de ese breve texto de enorme repercusión vinieron sucesos realmente masivos como la visita al programa de la TV Pública, 6,7,8, donde logra dar una clase de comprensión de los públicos. No tanto porque en su primera intervención les explica a los conductores y productores que el mensaje que presentan “no se entiende” (lo hace pensando en las “grandes agencias de medios internacional: CNN o cualquiera de ese tipo”). Sino porque con él ordena toda la escena contra ella misma. Se sitúa como el eje del debate y propicia un ataque de todos los demás participantes que finalmente la ubicará como una lograda víctima. Una viejita sola contra funcionarios estatales de discurso oficial es todo lo que se necesita para volverse remera.
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Con un ojo puesto en las circulaciones globales, Beatriz Sarlo construyó prestigio en academias norteamericanas pero su política era nacional. En el año 1991, emulando sin mencionarlo a Eduard Saïd -quizás un ninguneo con justicia, porque este se hizo globalmente famoso trabajando las literaturas menores como en parte ya se había hecho en estas pampas-, saca junto a Carlos Altamirano Ensayos Argentinos. Catorce años más tarde va a la marcha por la muerte de Nisman y sostiene que habiendo visto la Plaza tras la muerte de Perón y la de Néstor Kirchner, la del fiscal se encontraba en esa saga. ¿Qué la llevó a semejante desplazamiento? ¿Cuál es el motor que sostiene un itinerario intelectual que fue del peronismo al marxismo maoísta, de este a un culturalismo canonista, para terminar operando en la política desconociendo parte de la historia que supo enseñar?
El suyo era el camino de alguien capaz de revisar la imaginación política de un Sarmiento que para aludir a lo desconocido habla de tierras que realmente no conoce -las estepas de Oriente medio-; o que logró ver los juguetes populares de un Arlt híper moderno como subterfugio del vanguardismo popular que se escamotea para no levantar la perdiz. Este, realmente, se trató de un ejercicio de investigación y reflexión histórica que no muchos, incluso del campo más popular, lograron desgranar tan a fondo, porque en lugar de ver atraso en el pueblo encontró la salvación en un estilo. ¿Cómo liquidar una máquina cultural semejante en aras de un tiempo político extremadamente deglutido por su oposición al gobierno de turno? En su caso se da una paradoja dramática: haber logrado pensar a fondo una parte de la complejidad popular de la nación, con momentos de altura, pero sin tolerar sus inclinaciones políticas.
Con la muerte de Sarlo una época vuelve a irse. Grandes nombres de una generación -o en realidad más de una- han querido subirse al ring con ella. Buena defensora de un cinturón canónico solo recibió a los dignos de espadarse. En esa conversación en el Método Rebord dijo que Horacio González fue su polemista fantasma, algo así como el espectro que ella suponía como lector a la hora de escribir, porque en parte «sabía» que para su contrincante escogido era igual. Lo que estaba diciendo es que se estaba quedando sola. Mientras, el problema antepuesto por la república que logró escribir sigue ahí para quien quiera hacerse cargo de vencerla. Algo que solo podrá hacerse intentando, como ella, deglutir sutilmente las texturas de su antagonista. Amando odiarla para ir más allá.