¿Para qué sirven las ciencias sociales? ¿Para qué sirven hoy en la Argentina, en un tiempo de reformas radicales y batalla cultural al rojo vivo, mientras se pone en duda su propia continuidad vía desfinanciamiento y se cuestiona su legitimidad social?
Tres libros publicados recientemente responden a la pregunta del comienzo, no porque se propongan explícitamente ese objetivo, sino porque en las investigaciones que tienen detrás, en los objetos que eligieron explorar y en la disposición a intervenir públicamente de sus autores y autoras hay muy buenos argumentos para entender qué significa y qué aporta hacer ciencias sociales en un campo minado. Los tres libros, además, se basan en investigaciones de larga data, fueron escritos en buena medida antes de la llegada de Javier Milei al gobierno y actualizados con la urgencia de esa hora. Sin embargo -y quizás este sea otro argumento para sostener la importancia de las ciencias sociales-, sus resonancias sobre el presente son más poderosas: a la luz de la Argentina actual, aquello que quieren decir no solo sigue en vigencia, sino que se ha vuelto relevante y urgente.
A la luz de la Argentina actual, aquello que las ciencias sociales quieren decir no solo sigue en vigencia, sino que se ha vuelto relevante y urgente.
Desnaturalizar el sentido común
Arquetipo del “Estado bobo” y de la “caja de la política”, la Anses es quizás el organismo estatal más presente y menos conocido (en su estructura, en sus funciones, en sus alcances geográficos y sociales) de la Argentina. Pilar Arcidiácono y Luisina Perelmiter -doctoras en Ciencias Sociales, investigadoras del Conicet, expertas en mirar el Estado, sus capacidades y burocracias- lo describen como “un verdadero elefante en la habitación de la sociología política argentina”. Lo hacen en De bobo, nada. Cómo funciona la Anses y por qué pone en cuestión los mitos contra el Estado (Siglo XXI), una investigación minuciosa que pone el foco sobre este organismo nacido en los 90 para administrar jubilaciones y pensiones, pero que en las últimas décadas se ha convertido en una caja de bienestar policlasista cuyo funcionamiento explica, arriesgan las autoras, “una buena parte de la estabilidad democrática post-2001”. La Anses es, para empezar, el mayor registro unificado de datos residenciales, bancarios, laborales y familiares de las personas en la Argentina. Pero no solo eso: su extensión a cada vez más sectores sociales y prestaciones la ha puesto “en el corazón de dos fenómenos entrelazados de las últimas décadas: ampliación de los derechos sociales en una sociedad fragmentada y gestión política de las crisis”.
Un mérito del libro es lograr volver a la Anses un objeto vivo -y, contra intuitivamente, interesante- y por eso contradictorio. En él conviven, por ejemplo, un acervo de normas y procedimientos estandarizados con la experiencia cotidiana del trámite personal -el epítome del encuentro del ciudadano con el Estado-; criterios de asignación de beneficios automatizados en sistemas de alcance federal con el “margen de maniobra” de empleados y funcionarios para, por ejemplo, acelerar un trámite o maximizar el cálculo de un haber jubilatorio. El foco se abre y se cierra sobre el objeto. Así, las autoras sobrevuelan las últimas décadas para mostrar cómo la Anses ha expandido su acción a nuevos grupos y necesidades sociales: trabajadores informales pobres, empleadas domésticas, embarazadas, estudiantes, personas que toman distintos tipos de créditos, mujeres que sufren violencia de género. Pero también bajan a tierra para recorrer oficinas, centros de atención al público, puestos itinerantes y plataformas de acceso digital, hablan con funcionarios, empleados de distintos niveles e integrantes del universo de “mediadores” en los que la Anses se apoya para funcionar. En ese tránsito recogen historias que llegan a conmover, uso político de su funcionamiento, orgullo de pertenencia en los empleados y rastros de actitudes discriminatorias cuando llegan a las oficinas los nuevos beneficiarios de la ayuda social, que ya no son únicamente los empleados acostumbrados a una relación formal con el trabajo y el Estado. El libro muestra así como, entre la distancia de la atención cada vez más mediada por la tecnología y la persistencia de la cercanía que ofrece el trámite cara a cara -incluida la coreografía de la espera en las oficinas públicas-, la Anses enfrenta con precisión burocrática demandas que muchas veces la desbordan.
Contra el antiestatismo que hoy impregna el discurso público y buena parte del sentido común, las autoras muestran el funcionamiento de una burocracia estable, bien paga, de oficio e integrada por jerarquías descentralizadas, con manuales de procedimientos y capacitación frecuente. Pero, sobre todo, dibujan el funcionamiento cotidiano de un Estado independiente de los gobiernos sucesivos, que busca “procesar administrativamente la fragmentación social. No la disipa, pero la estabiliza”.
Contra el antiestatismo que hoy impregna el discurso público y buena parte del sentido común, las autoras muestran el funcionamiento de una burocracia estable, bien paga, de oficio e integrada por jerarquías descentralizadas, con manuales de procedimientos y capacitación frecuente.
Contra la crítica de trazo grueso al “Estado ineficiente”, este libro ayuda a refinar en todo caso el cuestionamiento posible (¿cómo funcionó el “Estado presente”? ¿qué pudo y qué no?) y es un buen ejercicio de sociología para ver en funcionamiento las promesas de objetividad y justicia en el marco de una sociedad empobrecida.
Iluminar problemas estructurales
En la Argentina, hablar de “deuda” suele remitir al FMI, los acreedores internacionales, los fondos buitre, en fin, a la deuda externa, que en el país tenemos tan naturalizada en nuestras preocupaciones cotidianas como la inflación o el valor fluctuante del dólar. Pero hay otra historia, poco contada y poco tenida en cuenta, que es tanto o más decisiva para el destino de la sociedad argentina. Son las deudas privadas, es decir las deudas de los hogares y las personas: las que se contraen con un banco, una casa de electrodomésticos, una tarjeta de crédito, un prestamista privado, el almacenero del barrio o un dealer. Una historia de cómo nos endeudamos, de Ariel Wilkis -especialista en sociología económica y, en ese campo, en la sociología del dinero-, publicado por Siglo XXI, pone el foco en estas deudas desde la recuperación democrática, y reconstruye ese derrotero a partir de una investigación de campo de larga data y variedad de fuentes: historia económica del país, datos estadísticos de compra de bienes como autos o electrodomésticos, notas de diarios y revistas, publicidades, observación y entrevistas en distintos lugares y hasta cartas a presidentes -una revelación como fuente valiosa de datos-.
Las deudas privadas no suelen aparecer en los radares estadísticos oficiales en parte porque incluyen formas de endeudarse que no pasan por el sistema bancario formal, y responden al movimiento pendular de la economía argentina, que tanto se ha remarcado: en una etapa se abre el crédito para acceder a bienes y servicios, pero sobreviene una nueva crisis que hace que esas deudas no puedan pagarse. Y vuelta a empezar. A la memoria de las crisis sucesivas, que marcan nuestras trayectorias personales y familiares, los argentinos sumamos la memoria de las deudas impagas y los esfuerzos por saldarlas.
Ordenados cronológicamente desde 1983 hasta Milei, los capítulos describen la trama del endeudamiento personal en cada ciclo presidencial: los planes de ahorro previo de los años ochenta, los créditos hipotecarios en dólares y el boom de la compra de electrodomésticos del menemismo, el consumo popular favorecido por el kirchnerismo, los fallidos créditos UVA del macrismo y la “quema” de ahorros durante la pandemia. Registra además cómo, en distintos momentos de la historia reciente, los deudores se convirtieron en un actor político que supo hacer visibles sus reclamos e innovar en el repertorio de las protestas en el espacio público.
A la memoria de las crisis sucesivas, que marcan nuestras trayectorias personales y familiares, los argentinos sumamos la memoria de las deudas impagas y los esfuerzos por saldarlas.
El libro -de escritura amigable y atractiva, una búsqueda que el autor viene sosteniendo- va dibujando una constatación al menos preocupante: hoy, mientras el gobierno ajusta a los deudores y da beneficios a los acreedores, la Argentina tiene “una economía sin crédito y una sociedad con deudas”. Es la peor combinación, si pensamos -como propone el autor- que el crédito es una promesa de futuro y la deuda, un ancla al pasado. Este fenómeno se suma a otra evidencia, que el primer año del gobierno de Milei no ha hecho sino profundizar: el acceso a ciertos derechos básicos, como la vivienda, la salud, la educación, aparece hoy supeditado a la capacidad de los hogares de obtener financiamiento por distintos canales. El crédito y las deudas son la herramienta para hacerse de una red de protección que las personas ya no alcanzan a obtener con sus ingresos y que tampoco -y cada vez menos- provee el Estado. El mercado heterogéneo de las deudas se parece mucho a la intemperie.
Debates incómodos
“Las páginas que siguen no constituyen un trabajo académico tradicional sino un análisis orientado a la discusión pública”, advierten en la introducción de su libro Francisco Cantamutto, Martín Schorr y Andrés Wainer, investigadores del campo de la economía política que se han dedicado a mirar de cerca la estructura productiva argentina y las modificaciones y continuidades en su cúpula empresarial. Con el correr de las páginas, queda claro que esta “discusión pública” tiene un destinatario: llamémosle, como hacen ellos, la “heterodoxia económica” que gobernó durante el kirchnerismo y el período de Alberto Fernández. Tiene también un pedido, más o menos explícito, de autocrítica de esos mismos sectores, que no parece estar (al menos todavía) en el radar de casi nadie.
El libro se llama Con exportar más no alcanza (aunque neoliberales y neodesarrollistas digan lo contrario) (Siglo XXI) y hace foco en un problema nodal de la economía argentina, y lo que es lo mismo, de nuestras vidas. Ese problema es la falta de dólares, que los economistas llaman “restricción externa”, ante el cual los gobiernos de signo político distinto han respondido básicamente igual: con el “mandato exportador”, es decir, la idea de que la única solución ante las recurrentes crisis que provoca la falta de dólares es exportar. Es, en otras palabras, la idea de que la soja, el maíz, los minerales y los hidrocarburos van a salvarnos, esta vez sí. ¿Por qué la receta no ha funcionado ni para los gobiernos neoliberales ni para los heterodoxos neodesarrollistas que mencionamos? Pues porque, argumentan los autores, el mandato exportador es una salida equivocada.
Por un lado, porque la restricción externa ya no es lo que era. No se trata tanto de que el país tenga dificultades para generar las divisas que necesita para crecer –como ocurría décadas atrás–, sino que no logra retenerlas para ese objetivo. No es que no se generan, es que se van. “Nuevos actores, más poderosos y con circuitos de negocios más internacionalizados, crecientemente financiarizados, operan de manera determinante en la configuración de la economía argentina”, escriben. Es una restricción externa renovada y recargada, que los autores recorren en detalle en los primeros capítulos.
Por otro lado, el mandato exportador falla porque no habrá apertura suficiente si no se reduce la fuga de capitales y se modifica la composición de la cúpula empresarial: “Si no se solucionan problemas centrales como el endeudamiento externo, la falta de instrumentos de ahorro en la moneda local, la excesiva extranjerización y, sobre todo, la escasa reinversión productiva del excedente, no habrá aumento de las exportaciones que alcance”, sostienen. Sin modificar la estructura productiva ni cuestionar el papel de los grandes actores económicos solo “se le otorga mayor poder y centralidad a una elite empresarial que ha dado sobradas muestras de no estar interesada en impulsar un proceso de desarrollo bajo premisas más inclusivas”. ¿Suena conocido?
El mandato exportador, argumentan los autores, es una salida equivocada.
Las páginas van pasando de los datos duros y las descripciones al análisis y, casi al final, la advertencia y la denuncia. La discusión de los autores -su frustración, como dicen explícitamente- es, como dijimos, con la heterodoxia económica que en los últimos años se abrazó también al mandato exportador e intentó, a través de una gama de intervenciones estatales, que los principales ganadores (el empresariado concentrado) repartieran sus beneficios, por convicción o por inducción del Estado. No funcionó.
El proceso abierto con el gobierno de Milei empeora el panorama, pero hace también más urgente esta conversación pendiente, para oponer resistencias argumentadas a las políticas actuales, o para empezar a preparar (se me perdonará el optimismo) la reconstrucción.
Dejemos un momento entre paréntesis la discusión sobre si y cómo las ciencias sociales deberían justificar su existencia y la necesidad de un financiamiento sostenido. La sola existencia de una sociedad diversa, movilizada y plural -y los conflictos y avatares de esa convivencia- debería ser suficiente. Digamos solamente que, en el contexto político actual, funcionar como una reserva de datos, matices e ideas que abran discusiones y alimenten políticas renovadas, como hacen los tres libros reseñados aquí, parece un argumento convincente en su defensa.