Crónica

Trastorno del Espectro Autista


Cómo me vinculo con mi sobrino

¿El autismo es una enfermedad, una condición, un trastorno, una patología, una manera de ser? En una búsqueda amorosa para vincularse con su sobrino, Luciana Mantero consultó a especialistas, hizo un taller y se relacionó con otros familiares de niños y niñas que fueron diagnosticados dentro del espectro autista. Todos intentan entender cómo conectar con ellos, cómo hacer que a través del juego puedan progresar en sus desafíos, cómo manejar situaciones que los descolocan, perturban, incomodan. Cómo construir puentes.

Me mira a los ojos. O no me mira. Ahí está el fuego, dicen las clásicas novelas de televisión, en la mirada. El enganche lo llaman los especialistas en Trastorno del Espectro Autista (TEA)     

 —Fede, mirame. No le tires de la cola a Puma, no quiere jugar con vos.

Parpadea. Los ojos perdidos hacia adentro, el cuello levemente girado hacia abajo. Su cuerpito se pliega. Una cadena montañosa que aún no emergió. 

Sé que allí adentro pasan cosas a las que no puedo acceder. Para nosotros, los neurotípicos, llegar a ellas es un Everest. Rezo: ir encontrando el hilo que nos convoque a ambos en el centro del laberinto. Conectarnos en un mundo del sentido que suene igual para los dos. Acompasar nuestras melodías y ayudarlo a crecer.

Desde que nació, dos años antes de la pandemia de Covid 19, Fede fue un sobrino muy deseado por todos. El gurrumín, el bebé mimado que vino a completar la familia tipo, formato rígido e inapelable en una sociedad filial de estructuras, mandatos y exigencias. De esquemas y amorosas rigideces. Padre ingeniero, madre contadora, hermano de un niño “estrella” en los deportes y en la escuela. Sobrino, nieto, un nodo en una tela de araña afectiva pero sobre todo mental y racional, el paradigma del hacer, hacer, hacer. 

El Covid 19 mantuvo oculto su diagnóstico, como el de millones de niños en el mundo del autismo que atravesaban, entonces, años cruciales de plasticidad neuronal. El encierro potenció el encierro y limitó las posibilidades de trabajo motriz, psicoterapéutico. 

Los primeros seis años de vida son importantísimos, una ventana de oportunidad del cerebro para adquirir habilidades, dice la psiquiatra infanto juvenil Alexia Rattazzi. Para el psicólogo Matías Cadaveira, hasta los seis años el diagnóstico se escribe con lápiz. 

Así que el aislamiento social, el cumplimiento a rajatabla de la prohibición, la ausencia del contacto con otros niños, de plazas y escuelas y talleres y maestras que los observaran con más distancia, la falta del punto de comparación, de estímulos convocantes de pares hicieron aún más difícil notar que esos niños, como mi sobrino Fede, no adquirían el lenguaje, no aprendían a reaccionar ante los estímulos del otro, a leer entre líneas, a respetar ciertas normas, a entender consignas. Y potenciaron el asunto.

Tampoco en tiempos de normalidad sanitaria está aceitado el ojo clínico de pediatras y otros profesionales que intervienen en la vida de los cachorros humanos. Y aunque el autismo haya aumentado su incidencia de forma asombrosa, algo que le da ribetes de epidemia, el sistema sigue tosco para dar en la tecla.

Uno de cada 36 nacidos es una cifra enorme. En Argentina no hay estadísticas oficiales, así que se toma como referencia la más confiable, la del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos. Los datos fueron relevados en 2020 y presentados en 2023.  

¿Por qué? ¿Qué nos está pasando? ¿Qué nos hace falta aprender?

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En el Taller virtual “Transformando los momentos de cada día”, que da la Asociación Civil PANAACEA  (las siglas de Programa Argentino para Niños, Adolescentes y Adultos con Condición del Espectro Autista) somos siete madres, dos padres, una abuela, y una tía (yo). Todos intentamos entender cómo conectar con nuestros niños, cómo hacer que a través del juego puedan progresar en sus desafíos (no se habla de problemas o imposibilidades, sino de desafíos), cómo manejar situaciones que nos descolocan, perturban, incomodan. Cómo comunicarnos.

Hay algunas familias del conurbano bonaerense, otras de la ciudad de Buenos Aires, de Córdoba, de Chile, otra de Perú. Todas resilientes, insisten, surcan el tema de la mañana a la noche. Alguna ha tenido que mudarse de un pueblo rural a la ciudad en busca de las terapias adecuadas (fonoaudiólogo, terapista ocupacional, psicomotricista, psicopedagogo, jardín o escuela inclusiva). Han aprendido que la adaptación a las necesidades de su hijo empieza por ellos, que la comodidad o la practicidad serán perlas de agua dulce en un mar vasto. Que las rigideces son como molinos de viento, que si van a pedirle a la sociedad que se adapte hay que empezar por casa y que en ocasiones, la cosa es radical.

¿El autismo es una enfermedad, una condición, un trastorno, una patología, una manera de ser? “Es difícil y es controversial contestar esta pregunta -explica Rattazzi- y hay que tener una visión muy amplia”. Una persona con autismo puede tener enfermedades concomitantes (por ejemplo epilepsia), trastornos asociados (como ansiedad), discapacidad (el 35 por ciento tiene discapacidad intelectual) o diferencias en la manera en la que funcionan. Rattazzi se queda con condición, porque es menos estigmatizante y significa “conjunto de características de un ser”, lo que deja abierta la posibilidad de que se represente a muchas personas en ese nombre.

A efectos prácticos, para obtener la cobertura de salud, de las terapias, e inclusive una pensión, el Estado les otorga y exige un Certificado Único de Discapacidad (el famoso CUD). Se tiene mayor grado de discapacidad en un entorno que excluye o no está preparado para incluir. 

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En el taller aprendo que todos tenemos un perfil sensorial que nos ayuda a interactuar y conectar con lo que nos rodea. Si nos prestáramos atención, lo notaríamos enseguida.  ¿Cuál es mi perfil sensorial? Acepto que mi miopía me ha dejado un olfato acentuado, que a mi vista le cuesta reparar en detalles pero que escribo y pienso en imágenes, que lo táctil me lleva coja por una ruta destartalada. 

Es difícil establecer un perfil único del niño o la persona con autismo. La diversidad nos desafía como un dibujo de Escher de marcos y escaleras que se despliegan al infinito. Pero sí se sabe, por ejemplo, que en la mayoría de los casos su manera de entender el mundo es en imágenes, que predomina en los varones (las mujeres tenemos más habilidades para el ´camuflaje social´) y que, con los años, quienes logran el lenguaje es probable que se vuelvan monotemáticos y especialistas en cuestiones que les interesa y que van cambiando (los dinosaurios, los pintores renacentistas, los números primos, las marcas de los autos, los superhéroes).  

Entonces empiezo a construir puentes. Busco atajos hacia Fede. Pienso en lo que nos une.    

Aprendo en el taller que da la psicopedagoga Pierina Landolfi que la clave está en ser como detectives que buscan los fundamentos detrás de lo observable en la conducta de los niños. La mayoría perdieron abruptamente la palabra alrededor de los dos años, o nunca dieron con ella.

¿Qué le gusta a Iván de desnudarse de la cintura para abajo cada vez que puede? ¿Es una manera de llamar la atención? ¿Es la autoestimulación y el roce de sus genitales con las texturas del ambiente? ¿O una manera de sentir la variación térmica en su piel? ¿Qué otra cosa puede ofrecérsele que le genere una gratificación similar? ¿Cómo hacer para que entienda que hay lugares para eso, que en un cumpleaños de su salita de 3 no se puede, que incomoda al resto?  ¿Cómo para que su mamá Brenda logre trascender esa distancia de rescate que evite la vergüenza y el escarnio grupal?

¿Por qué Andrés se obsesiona viendo girar el lavarropas? ¿Qué parte de ese estímulo lo atrapa irremediablemente y por qué otra cosa podría reemplazarlo que incluya la interacción con un otro?

Es una carrera de obstáculos por hacerlos interactuar y para eso aprendemos a subirnos a sus intereses (lo que en la jerga de los terapeutas se llama “ser divertidos”) y también a no exigirles, no demandarlos, no tomarles examen porque eso apaga la chispa (“ser fáciles”). Por ejemplo, en lugar de preguntarles mientras les mostramos un vaso de agua ¿cómo se llama esto? -si pudieran hablar nos dirían: ´Si vos sabés que se llama agua, ¿para qué me preguntás?’-, decirles: ¿querés agua? 

También entendemos que en el momento del clímax del juego es necesario hacer una pausa súbita que provoque la expectativa y la reacción del niño de comunicarse con nosotros, de pedirnos más.

Así se llega al enganche, el requisito sine quanon para la comunicación y la adquisición de gestos sociales (saludar, chocar ´los 5´, aprender los turnos en el juego). 

Julia, la madre de Juan Cruz, aprovecha el descanso del almuerzo para poner en práctica la lección. Su hijo juega con unos bloques de madera. Ella intenta entrar pero Juan Cruz la ignora. Decide plantar bandera muy cerca e imitarlo, como nos han enseñado, hasta que el nene repare, buscando el enganche. Pero cuando toca una de sus maderitas el nene le pega un grito (aún no ha adquirido lenguaje) y un ´bife´. Julia llega al zoom con aire abatido y los pelos desordenados. 

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En cierta medida me siento una intrusa, no convivo con el tema ni estoy atravesada de la forma intensiva en las que estas mamás y papás lo están. Pero sí busco abrir ese vínculo y para conectar trato de recordar el impacto, lo que sería apenas la punta del iceberg de lo que quizás, a lo mejor, acaso, ellos empezaron a ver cuando descorrieron las cortinas de este pasadizo.

En sala de 3 del jardín, mi hijo Lucas era el único de sus compañeros que no hablaba. Nos lo dijeron a su padre y a mí dos maestras apesadumbradas. Recuerdo haberlo vivido muerta de miedo. Llorar sintiendo que algo andaba mal y que a lo mejor aquello lo dejaba afuera del grupo, lo hacía sufrir. Corrimos a una especialista por un diagnóstico. Su intención comunicativa (hacía todo tipo de señas para expresarse) nos fue dando tranquilidad. Años con una neurolingüista que exageraba gestos y pronunciaciones (como ahora aprendo que hay que hacer con Fede) para lograr el enganche y Lucas arrancó a hablar. Fue para nosotros un huracán, que todo esto revive.  

Para cuando Lucas era el único de su clase que no hablaba, yo había apartado cualquier distracción de mi camino. Él estaba en el centro de mi vida y mis angustias, se llevaba casi toda mi atención. Me preguntaba qué podía hacer para ayudarlo. En qué había -habíamos- fallado. 

En el taller se habla de eso:  no hay nada que hubieran podido hacer estos padres para evitarlo. 

¿Existe una relación más intensiva, profunda, una entrega, una transformación del ser más medular que la filial? Sean hijos biológicos o no, ese vínculo que se dio o fue elegido de -en la mayoría de los casos- amor y cuidado, indisoluble (al menos como es entendido en nuestra cultura), no se parece a ningún otro. Es una autopista rápida, directa, asfaltada y sin grietas a bordo de un Tesla para aprender lo que nos toque aprender, o lo que podamos. No se me ocurre otra manera más potente de quedar inmersos en algo, excepto la enfermedad. 

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Nadie sabe con precisión, aún, cuál es la causa del autismo. Las explicaciones de la ciencia apuntan a una combinación entre factores genéticos y medioambientales. A lo largo de los años surgieron teorías con menos o más asidero que culpabilizan a las vacunas, a cuestiones intestinales y de alimentación, a los agrotóxicos y hasta a traumas ancestrales. Ningún estudio demostró nada de forma concluyente. Se sabe que el sistema digestivo de los niños con autismo presenta desafíos particulares y que muchos lograron conectar mejor con su entorno a partir de modificaciones en sus dietas. 

“La neurodiversidad, inclusión y convivencia, no es una movida ´políticamente correcta´. Es la dirección natural hacia donde va la vida al hacerse consciente. Nuestras capacidades cognitivas y emocionales están ante el despertar de una integración mente-cuerpo que generan la evolución hacia “nuevas” capacidades de sentir-pensar consciente, cuyos atributos naturales son la empatía y la compasión”, dice en sus redes sociales el reconocido psiquiatra y consultor Christian Plebst, quien diseñó y dirigió durante diez años el Centro Terapéutico para Niños y Adolescentes del FLENI. 

Las personas con autismo tienen otra manera de percibir, de ver, de sentir el mundo. ¿Qué podemos aprender de ellos los neurotípicos? 

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Pedro tiene cuatro años, y muchos problemas para dormir. Las sábanas lo acarician en un arrullo tibio de su madre susurrándole a su lado hasta que a lo mejor la pequeña dosis de melatol o de gotas de cannabis hacen su efecto. Las noches son una odisea, como les pasa a muchos. 

Está tratando de dejar los pañales, aún no habla y se maneja con ´pictos´ o pictogramas, una cuadrícula de dibujos de objetos y situaciones que sirve de apoyo para comunicarse y para explicarle lo que vendrá en su día, algo que le da tranquilidad. Cuando lo usan y respetan la rutina, entra feliz a sus terapias. 

También se comunica por señas y es fanático de los números y de las letras. Dice el abecedario de adelante para atrás y de atrás para adelante. Casi no se relaciona con otros niños, pero sí con los adultos. 

Le gusta la hamaca, como a Fede, ver girar las rueditas de los autos, tirarse una y otra vez por el tobogán y viajar en transporte público. Su papá, como mi hermano, puede llevarlo durante horas de una punta a la otra de la ciudad en subte. Las actividades previsibles y repetitivas los ordenan. Los niños neurodiversos buscan autoregularse en un mundo lleno de estímulos que les molestan, algo pasa cuando empiezan a llorar y a gritar y entran en crisis; buscan lo que los calma.

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Ernesto nos confiesa que la mamá de Lautaro, María, no quiere separarse de su hijo. Que hay otros cuidadores en su familia disponibles pero que tampoco se lo pidieron. María está exhausta. Entre todos lo alentamos a que pidan ayuda. Les cuento que no había querido intervenir en la vida familiar de mi hermano para no entrometerme (y también porque andaba distraída de lo importante), pero que cuando me envió por mail la propuesta del taller sentí que era un permiso y un pedido de ayuda. Y también, que fue un puntapié inicial para armar una agenda regular de juego con mi sobrino (y con su hermano Rafa) que profundice el vínculo. Hasta ayer tenía miedo a no saber cómo lidiar con todo esto. 

—Aprovechá a tu familia. Nosotros no tenemos ayuda, entonces tenemos que comprarla— le dice Melina, mamá de Ignacio. 

Los padres de los niños con autismo, como los de otros con discapacidad, están sometidos a un estrés muy superior. Todo el tiempo tenés que estar fuerte, me dice mi cuñada, porque tu hijo rinde examen todos los días. Como su estado de atención y conexión es muy cambiante, el reporte es casi diario. Los mensajes, audios, mails, reuniones con la maestra, maestro integrador, psicóloga, terapista ocupacional, niñera, profesor del taller de juego, etcétera, son balas de plata o de plomo para el sistema anímico. “La familia es hablada”, da cuenta Fernando Polak, científico prominente, creador de Alamesa (un restaurante atendido por jóvenes neurodiversos) y padre de una joven neurodivergente. Se arman corazas, pero aún así, angustia. Un amigo me contó que en el caso de su hijo con TGD, los momentos de mayor o menor conexión con el entorno fueron y vinieron a lo largo de sus casi veinte años de vida. Estos padres tienen que sostener una carrera de largo aliento. 

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Es domingo a la mañana, pasó una semana desde que nos despedimos del taller de PANAACEA, que duró dos intensos días. Ernesto nos deja un mensaje pidiéndonos opinión, en el whatsapp que creamos para seguir conectados. Su esposa está en una actividad para padres de niños con autismo en Capital y lo convoca a acercarse junto a su hijo desde Lomas de Zamora. Él no sabe qué hacer. En auto no puede ir porque, si algo pasara y Lautaro entrara en crisis, no habría nadie atrás con él para calmarlo. Nunca ha tomado un transporte público con su hijo y para llegar debería ir en colectivo, tren y subte. Quiere ir pero tiene miedo. Es su esposa la que más tiempo pasa con Lautaro, la que sabe cómo ´llevarlo´. Él se la pasa trabajando, porque la familia de algo tiene que vivir. Piensa en ir en remis, pero cuando viaja en auto lo hace con su música, con su sillita. ¿O mejor se queda en casa para no exponerlo a una situación de estrés? 

Ernesto se acordó de lo que conté en el taller, que a Fede le encanta viajar en subte. ¿Y si a Lautaro le pasa lo mismo? 

La que primero responde es Adriana, la abuela, y le dice que, pensando en qué haría su hija en esa situación, mejor no exponerlo a la incertidumbre y que se queden en su casa. 

Le doy mi mirada. Creo que exponerlo al transporte público por primera vez así de sopetón, en un viaje tan largo, podría terminar en desastre. Que aproveche el impulso para entrenar de a poco y en esa ocasión vaya en remis, hablando con el remisero para que le ponga su música. 

El resto de los padres no contesta. A lo mejor están dando sus propias batallas. Ernesto nos agradece.

Al día siguiente llega un mensaje suyo. Nos cuenta que no se comunicó el día anterior porque volvió muy cansado. Que, finalmente, después de dar vueltas, se propuso encarar el viaje en transporte público con la premisa de llegar hasta donde pudiera, sin expectativas. Que contra lo que temía, Lautaro disfrutó muchísimo, estuvo entretenido todo el tiempo y, al llegar a la actividad, los tres se divirtieron. 

Imagino a Lautaro, como veo a Fede, absorto en el traqueteo hipnótico del rodar del vagón con una sonrisa, estrechando el lazo con su papá, disfrutando los dos. “Fáciles” y “divertidos”. Escucharse y animarse a seguir su instinto, a la prueba y error, y salir victorioso, a Ernesto debe haberle dado una seguridad inmensa en su vínculo. 

Nos dice que saber que otros están ahí para él, hizo y hace la diferencia. 

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Pasaron unos días más y me dispongo a cumplir con mi compromiso. Mandé un video antes del taller jugando con Fede y me toca mandar otro igual a PANAACEA, que intenta comprobar la eficacia de la cursada. 

Fede viene a casa. Sus dientes chuecos, sus pestañas largas, sus pecas sutiles, sus ojos hermosos color miel. Puma, mi perra, es la estrella de la tarde. Le acerca la pelota y él quiere tocarla y al mismo tiempo se estremece y tiembla y retrocede contra mi cuerpo. Pero va a buscarla. La hacemos pasear en ascensor, usando la pelota como señuelo para que entre y vamos al primero, al segundo, al cuarto y al sexto. Cuando Fede toma nota de que en mi edificio no hay tercero ni quinto, cuando terminamos de recorrer uno por uno todos los pisos haciendo lo mismo en cada uno de los palieres de mis vecinos, me da la venia y vamos a jugar a otra cosa en el cuarto. 

Guardé en una bolsita una especie de marco de madera en el que van encastradas maderitas de distintos tamaños hasta completar su superficie total, una especie de juego de ingenio que la abuela le regaló a mi hijo menor.  Fede está concentrado, toma el marco y se amarroca las piezas. Pienso rápido cómo incluirme en su juego, cómo ser una parte “divertida” de aquel momento. Cómo volverme necesaria. Mientras él se ocupa de colocar uno de los rectángulos tomo discretamente el resto de las piezas y las guardo entre mis manos. 

—¿Qué color querés Fede? Vos pedime. ¿El cuadrado azul?

Duda un minuto y parece gustarle. Empieza a pedirme: cuadrado rojo, tirita verde, rectángulo azul. Juntos intentamos el desafío. Hago bailar las piezas hasta llegar a él. Nos reímos. Vamos intentando de a uno. Hago una pausa en el medio del juego y dejo que me mire, que me pida, que me insista; le doy lo que quiere. Probamos varias veces con el orden de las piezas. Mientras estoy sentada en el piso jugando me detengo a observar, me deleito con el momento. Respiro. Hacemos silencio. Lo miro. 

A los adultos suelen incomodarnos los silencios. A los momentos de calma les decimos ´tiempos muertos´. Pero los niños, y más aún los niños con autismo, los necesitan para respirar.

Decidimos guardar. Su concentración duró un rato pero su interés en mí, apenas un suspiro. Acaso dejó su huella. Me alejo unos pasos. Apago la cámara del celular que está filmando y vuelvo a intentar el enganche. Me siento al lado. Me detengo. Lo abrazo. Y quien mira, ahora, por primera vez, soy yo.