El ascenso de las extremas derechas es un fenómeno global que en Argentina adquiere características singulares. A excepción de Milei, nadie es paleolibertario en el mundo ni busca convertirse en topo para destruir el Estado, por ejemplo. Al contrario, las extremas derechas suelen ensamblar el antiglobalismo con políticas proteccionistas, como Donald Trump en Estados Unidos o Marine Le Pen en Francia. Pero no es la singularidad argentina lo que quisiera destacar, sino sus similitudes político-ideológicas, aquellas que expresan un patrón común de comportamiento, una misma lógica de construcción política.
A diferencia de otros regímenes o corrientes políticas, las extremas derechas apuntan a instalar una polarización asimétrica o desigual; es decir, una configuración política bipolar que no se ejerce por igual desde ambos polos. Lo específico de la asimetría es que uno de sus lados pone en escena un discurso antipluralista que se combina con una práctica política violenta, radical y desproporcionada de invalidación, exclusión y deshumanización del otro. Su objetivo es impulsar un giro político, social y cultural; un cambio de época, que coadyuve a la consolidación de un gobierno autocrático e iliberal, tal como ya sucede en otros países, con otros líderes políticos ultraderechistas como Viktor Orbán en Hungría o Benjamin Netanyahu en Israel.
La polarización asimétrica que promueven las derechas radicales y reaccionarias no es igual a la polarización política o al empate polarizador que se instaló durante el ciclo progresista en América Latina. La polarización política es un esquema de antagonismo que en las últimas décadas atravesó a diferentes países latinoamericanos, una lógica binaria que simplificó de modo maniqueo la lucha política-partidaria, tanto en la calle como en el Parlamento y, sin duda, dividió también familias y amistades. Mientras unos alegaban defender los intereses del “Pueblo” (los progresismos o populismos nacionalistas de centroizquierda), otros decían defender la “república” y sus fronteras (las fuerzas de centroderecha y derecha). Ambos se decían custodios de un “bien”, y pujaban por apropiarse, redefinir y validar lo que entendían por democracia y los derechos de los votantes. La polarización absorbía a las terceras fuerzas, tal como sucedió con el kirchnerismo que incorporó y deglutió los progresismos existentes; mientras que la derecha se configuró en un partido nacional, de la mano del PRO y con la generosa ayuda de la vieja Unión Cívica Radical. Pero, pese a las tensiones políticas y a los riesgos, pocas veces se trasponía el límite que supone instalar la exclusión y deshumanización del otro como principio político rector. Porque, además, cuando ese límite polarizador se rebasa, las democracias se rompen, tal como sucedió en Venezuela y en Nicaragua, donde se consolidaron gobiernos dictatoriales. Esto no ocurrió en la Argentina donde, pese a las grandes tensiones y a la polarización maniquea por momentos insoportable, ni el kirchnerismo dio ese paso en sus doce años de desempeño, ni durante el débil gobierno de Alberto Fernandez; tampoco lo hizo el macrismo entre 2015 y 2019.
Apenas triunfó Milei en las primarias de agosto de 2023, nos deslizamos por una pendiente resbaladiza y entramos a una nueva realidad que nos enfrentó de golpe con otro lenguaje y otras reglas, con los contornos de un mundo que al principio costaba reconocer. Con el líder libertario, la cosificación del otro, el diferente, el disidente bajo el término “casta” vino acompañada de una multitud de insultos degradantes (“degenerados fiscales”, “zurdos de mierda”; "delincuentes", “traidores”, “corruptos” y “extorsionadores”, “terroristas”, “ladrones” y “asesinos”, por citar solo una parte del abultado glosario libertario de insultos). Empezamos a escuchar declaraciones bizarras y antediluvianas, que hablaban de privatizar ballenas, vender hijos en nombre del libre mercado o afirmaban que la tierra era plana.
En las redes sociales, el lenguaje político se tornó particularmente tóxico y persecutorio. Pagados desde la Casa Rosada, el ejército de trolls invadió redes como X, - en manos de otro ultraderechista, Elon Musk-, dispuestos a insultar, perseguir y doxear a quien se atreviera a criticar al nuevo presidente y sus políticas. Varios periodistas insultados leyeron entonces el excelente libro de Giuliano Da Empoli (“Los ingenieros del caos”) y entendieron que esto no era algo personal ni típicamente argentino, sino parte de una ensayada –y aparentemente exitosa- estrategia de las extremas derechas, a nivel global.
Ocurre lo mismo en el campo de la cultura con el ataque a novelas como Cometierra, de Dolores Reyes, “Las Aventuras de la China Iron” de Gabriela Cabezón Cámara o “Las primas”, de Aurora Venturini; incluso el libro de Sol Fantin “Si no fueras tan niña”, a las que denuncian como pornográficas. Sus autoras son descalificadas e incluso, algunas de ellas, amenazadas de muerte en las redes sociales. Se sabe que estas tres novelas son notables desde el punto de vista literario, y dos de ellas han tenido un éxito internacional innegable. Como el ensayo testimonial que completa el cuarteto, denuncian situaciones de abuso sexual, de violencia de género o reeescriben la historia de un clásico argentino –el Martin Fierro- en clave feminista. Su problema mayor no es que contengan alguna escena de sexo, sino que hayan sido incorporadas a las bibliotecas de los colegios secundarios de la provincia de Buenos Aires, donde gobierna uno de los principales opositores al gobierno de Milei.
El ataque a la cultura no es solo un “efecto colateral” de esta (anticipada) batalla política. Es parte de la lógica de construcción política de las extremas derechas. Es muy probable que esto que ocurre con estas tres notables novelas -convertidas ya en símbolos de la resistencia-, se amplíe a otras obras, a otros autores/as del campo cultural, tal como viene sucediendo con el denostado campo de la ciencia pública, a través de los ataques masivos al Conicet.
Esta película ya se vio en Brasil. Comenzó en 2011 con el llamado “kit-gay”, que hacía referencia a un proyecto de política pública de Dilma Roussef. El entonces Ministerio de Educación había llamado a especialistas y Ongs para diseñar un programa, que se llamaría Escuela sin Homofobia, que incluiría talleres, educación sexual, capacitación de profesores para saber cómo afrontar situaciones de discriminación y bullying escolar. Todo esto estaba en evaluación cuando empezó a ser cuestionado por sectores evangélicos, católicos y ultraderecha. Dilma Roussef cedió al chantaje. Bolsonaro, entonces diputado y vocero de esta embestida, no dudó en utilizar nuevamente el inexistente Kit gay en su campaña contra el candidato del Partido de los trabajadores, Fernando Hadad. En las redes sociales se viralizaron las fake news que afirmaban que el PT había distribuido biberones con forma de pene en las guarderías.
A este episodio fundacional de la “batalla cultural”, le siguió otro también resonante. El 1 de enero de 2019, apenas asumido, Bolsonaro afirmó que iba a filmar lo que sucedía en las aulas de clase y a divulgarlo: “Padres, adultos, hombres de bien tienen el derecho de saber lo que esos ‘profesores’” – entrecomilló la palabra con gestos – “andan haciendo en las aulas. Entren en contacto con nosotros”. Envalentonados por la victoria electoral, y apoyados también por la bancada evangélica, los seguidores de Bolsonaro instaron a mandar videos para denunciar a profesores que buscaban “adoctrinar” a los alumnos. Esto catapultó el proyecto “Escuela Sin partido”, que luego de una ardua disputa finalmente no fue aprobado por el Congreso nacional, pero que apuntaba a una reforma profunda de la educación, expulsando todo contenido relacionado con derechos de las mujeres y diversidades sexuales, y, por supuesto, buscaba contar la historia de la dictadura militar con una mirada empática.
Cuando ese límite polarizador se rebasa, las democracias se rompen, tal como sucedió en Venezuela y en Nicaragua, donde se consolidaron gobiernos dictatoriales.
Como ahora Milei, en Brasil el ataque de Bolsonaro a la cultura fue amplio. Se buscó quitarle el financiamiento, se propuso la eliminación del Ministerio de Cultura, se censuraron libros y obras de teatro. Durante esos cuatro años se atacó a referentes culturales icónicos –como Caetano Veloso, Gilberto Gil, Chico Buarque- que se forjaron en la lucha contra la dictadura militar y a nuevas generaciones de jóvenes artistas. Festivales como el de Lollapalloza Brasil se convirtieron en un emblema de lucha contra el autoritarismo y el oscurantismo del gobierno. En 2020, el municipio de San Pablo organizó la exposición “Verano sin censura” que exponía obras censuradas por el gobierno de Bolsonaro.
Pero las similitudes no se limitan a Brasil. En España, donde Isabel Diaz Ayuso, del ultraderechista partido Vox, gobierna la comunidad de Madrid, encontramos también medidas de cancelación dignas de la Inquisición. En Valdemorillo (Madrid), por ejemplo, Vox vetó la presentación de ”Orlando” (1928). En esa obra increíblemente moderna –la más admirada por Borges- Virginia Woolf cuenta la historia de un hombre nacido en la Inglaterra isabelina que va experimentando paulatinamente un cambio de género. La censura no solo incluye a la extrema derecha. “Este proceso también se produce en el contexto de un “corrimiento” del Partido Popular hacia su derecha, por ejemplo, con la suspensión en Jaén de la obra ‘Romeo y Julieta despiertan’, protagonizada por Ana Belén”.
Las variaciones bajo el gobierno ultraderechista de Milei son mínimas; el patrón, muy similar. En Argentina se suma también el de una derecha derechizada (ex Pro y UCR), que sigue estos pasos y contribuye a consolidar el patrón iliberal. La polarización asimétrica o desigual va instalando así los marcos de lo que algunos llaman la democracia iliberal, que cuestiona el pluralismo democrático y el respeto de la diversidad (algo que suele ser impulsado por figuras del campo cultural y científico). Instala un clima de miedo que genera no solo oscurantismos, sino “pánico moral” y disciplinamiento social (bajar la cabeza) y amenaza abiertamente a la vida democratica.
El lenguaje de la polarización asimétrica es menos un exceso de emocionalidad (ligada a las características de una personalidad psicológicamente inestable) y más una estrategia de construcción política. Se lleva a cabo desde el poder en base a la emocionalidad, que empuja tanto el corrimiento de lo políticamente posible -y el umbral de lo decible-. Entre sus objetivos está sin duda promover el disciplinamiento y la fascistización de la sociedad.
Este pasaje a la polarización asimétrica o desigual reconfigura el escenario político y genera un gran desconcierto acerca de cuáles son las claves para luchar contra este nuevo tipo de autoritarismo, crecientemente normalizado, que parece no pagar costo político por sus desmanes y amenazas, al contrario de lo que sucedería con partidos progresistas, de izquierda u otras expresiones democráticas. Además, los rasgos de una sociedad disciplinada y fascistizada no desaparecen de la noche a la mañana, con el ocaso de un líder, como sucede en Brasil, donde hoy existe una sociedad y una política bolsonarista. El cambio de época nos urge a repensar los límites de los progresismos neoliberales -o de los neoliberalismos progresistas, como diría Nancy Fraser-, a ahondar en sus fracasos y en sus promesas incumplidas. Necesitamos afrontar esa zona de incomodidad.
Los rasgos de una sociedad disciplinada y fascista no desaparecen de la noche a la mañana, con el ocaso de un líder, como ocurrió en Brasil
Desde que Javier Milei ganó las elecciones a presidente, hace un año, la Argentina retrocedió aceleradamente varias décadas. Un resumen incompleto incluye retrocesos tanto desde el punto de vista económico (incremento de la pobreza y las brechas de la desigualdad), como desde el punto de vista político (tendencia a la autocracia, imposición de un lenguaje político violento sistemático). La cultura, la ciencia pública y toda narrativa de derechos (sociales, ambientales, pueblos originarios, mujeres, diversidades) fueron atacados ferozmente y descalificados.
La Argentina cuenta no solo con movimientos sociales históricos que defienden derechos humanos, sino también con una poderosa trama cultural y científica cuya capacidad creativa se combina también con la movilización colectiva. En esta línea se insertan tanto las acciones masivas y performances realizadas en defensa de la Universidad pública, como el más reciente festival de lectura de la novela de Dolores. Reyes, Cometierra. Todo acto de resistencia cultural deviene un acto político, de defensa del pluralismo, de los derechos y de la democracia. Una acción política y cultural absolutamente imprescindible y necesaria que ojalá encuentre sus ecos multiplicadores y se enlace de modo tentacular con otras narrativas de derechos.