Ensayo

El arte de besar desde la antigüedad a la era digital


Chape, chupón, besos y piquitos

El beso más antiguo de la historia humana tiene 4500 años. El más largo duró 58 horas, 35 minutos y 58 segundos. Se lo dio una pareja tailandesa. Maradona y Claudio Paul inauguraron en un Boca-River la era de los piquitos en el fútbol. Michael Corleone besó a su hermano Fredo antes de matarlo. En el Kama Sutra hay veintidós formas de besar. "Museo del beso", el libro recién publicado por Reservoir Books, alberga y exhibe besos famosos, futuristas, militantes, pintados, fotografiados, filmados, escritos, exhibidos y ocultos. En este fragmento te acercamos tres piezas icónicas: el primer beso de la humanidad, besos robóticos de Fritz Lang a Elon Musk, y un manifiesto a favor de besarse más.

Millones de años atrás. Una persona camina por el bosque. Va tras el rastro de frutas maduras, entre hojas y arbustos. Hace eso todos los días: busca frutos rojos entre los árboles. Cuando los encuentra, los recolecta. Y durante el camino, los come. Hasta que un día confunde el color de una manzana con el color de una boca. ¿Será así el primer beso humano?

En La ciencia del beso, Sheril Kirshenbaum cuenta que los besos se practicaban en las primeras sociedades de la Mesopotamia, hacia el sur de Asia, 2500 años a.C. De ahí proviene el primer registro arqueológico de un beso humano, grabado en una tabla de arcilla en la que se ven dos personas besándose, trenzadas en un abrazo. Una de las figuras tiene la pierna izquierda levantada a la altura de la cintura de su pareja. Además de besarse, se frotan. Las estatuas eróticas del Templo de Khajuraho, en la India, datan más o menos de la misma época. Son un conjunto de figuras que se abrazan y se besan, se refriegan y se penetran, en una orgía esculpida en granito y piedra. Son los chapes más antiguos del planeta.

Los primeros besos humanos documentados en forma escrita son de mil años después, hacia el 1500 a.C., y están en los textos en sánscrito védico que sirvieron como base para la religión hindú. Allí, besar significa oler la boca. Charles Darwin observó con interés que los besos “se reemplazan en varias partes del mundo por el roce de las narices”. El primer choque de labios milenario pudo haber sido entre dos que se olfatean hasta besarse. Al final del período védico, algo evoluciona del roce entre la nariz y la boca a la conjunción de dos bocas. Así, los amantes empiezan a beber la humedad de los labios. El beso es un impulso de la sed. En el Antiguo Testamento, la Canción de Salomón dice: “Deja que me bese con los besos de su boca; porque su amor es mejor que el vino”.

Heródoto describe los besos persas: desde labio con labio entre personas del mismo rango, hasta labio con pie cuando se trata de rangos opuestos. La coreografía del beso en el mundo persa es un tablero de ajedrez social, con roles, movimientos y posiciones estratégicas. En la Odisea de Homero, Odiseo es besado por sus esclavos al regresar a casa, la verde Ítaca. El dramaturgo ateniense Aristófanes esparce besos por sus comedias con nombres como “el beso extendido”, “el beso tejedor”, “el beso cojo”, “el beso cerrojo” y “el beso bisagra”. En el Arte de amar, Ovidio habla sin parar de los besos, Marcial mete besos a troche y moche en sus Epigramas, tanto como Catulo y Propercio en sus poemas.

La evolución del beso, sus derivas y tipologías, encuentra en el Kama Sutra su biblia del siglo III. Esta es la lista:

Beso ladeado.

Beso inclinado.

Beso directo.

Beso presión.

Beso superior.

Beso broche.

Beso palpitante.

Beso contacto.

Beso para encender la llama.

Beso para distraer.

Beso nominal.

Beso con las pestañas.

Beso con un dedo.

Beso con dos dedos.

Beso que despierta.

Beso que demuestra.

Beso del recuerdo.

Beso transferido.

Beso lagrimoso.

Beso viajero.

Beso al pecho.

Beso sin reloj.

Con el nacimiento del beso, los textos médicos advierten las enfermedades que propaga: el beso tiene sus efectos virales, la transmisión de microorganismos infecciones, patologías derivadas del contacto entre las bocas apestadas. La boca es el músculo y el beso, como el lenguaje, es un virus.

“Al pasar a la posición erguida, el hombre descubrió que tenía la libertad de inventar el lenguaje y el amor: quizás este sea el nacimiento antropológico de una doble perversión concomitante: el habla y el beso”, escribe Roland Barthes. Y agrega: “En ese sentido, cuanto más libres (de sus bocas) fueron los hombres, más hablaron y besaron; y, como es lógico, cuando por el progreso los hombres se hayan librado de toda tarea manual, ¡no habrá otra cosa que discurrir y besarse!”.

Siempre desconoceremos cómo fue, qué pasó en el interior de las bocas. ¿El beso nació como ruego o como alabanza? ¿Como un envite del hambre o de la sed? ¿Fue un deseo del ojo, de la nariz o de la boca? ¿Habrá sido seco o húmedo, largo o corto, con la boca abierta o cerrada, piquito o chupón? ¿Con la participación de las manos o del cuerpo entero, con la lengua agazapada, retraída o lanzada hacia adentro como una estocada?

En julio de 2009, el Telescopio Espacial Hubble capturó una imagen de la llamada Nebulosa de 

la Mariposa, a 3800 años luz de distancia, en la Constelación de Escorpio: dos rostros de luz dándose un piquito cósmico. Es el primer beso hecho de polvo de estrellas.

Durante el siglo XVIII cientos de mecánicos soñaron con construir autómatas, prototipos de androides que pudieran caminar, hablar, cantar, jugar al ajedrez, tocar instrumentos musicales. Estos robots estaban destinados a ser la gran atracción de circo en las cortes europeas; máquinas como el Flautista de Vaucanson o el Organista de Jacquet-Droz magnetizaban la imaginación de la época y parecían encarnar la realización de una antigua fantasía humana. Sin embargo, después de la Revolución Industrial, al inicio del siglo XIX, las coordenadas de esta utopía cambian de manera drástica. El androide deja de ser representado como un testimonio genial de la imaginación mecánica. Es ahora una pesadilla, una amenaza para la vida humana.

Andreas Huyssen apunta un dato llamativo: en cuanto la máquina empieza a ser percibida como un peligro inexplicable y demoníaco, un presagio de caos y destrucción, los escritores empiezan a darle forma de mujer. En el cuento de E. T. A. Hoffmann “El hombre de arena”, publicado en 1817, Nathanaël se enamora de una autómata de nombre Olimpia. Cuando el protagonista se entera de que Olimpia es en verdad un robot, el descubrimiento traumático lo arrastra primero a la locura, después al suicidio. Ese imaginario culmina en un momento clave de la historia del cine: la película Metrópolis, de Fritz Lang, estrenada en 1927, basada en la novela de Thea von Harbou. En ella, el mago-inventor Rotwang crea un robot antropomórfico con la apariencia corporal de una mujer, destinado a suplantar a los obreros humanos. Máquina y mujer quedaban anudadas allí bajo la sombra de un mismo sentido: el de una otredad intolerable. Su mera existencia resultaba amenazante para el control masculino. 

Casi un siglo después, una foto se vuelve viral. Se ve al empresario sudafricano Elon Musk, dueño de X, besar en la boca a una robot con cara humana, en lo que parece la fundación de un nuevo tipo de interracialidad. El beso es como un enchufe, una forma del implante, una conexión USB. Se trata de un beso tenue pero políticamente libidinoso, en el que la figura femenina sigue situada en el mismo siglo XIX: representada como una máquina. Pero ya no se trata de una máquina amenazante o demoníaca, es una máquina amante, sometida por medio del beso al control sexoafectivo de su creador. La fantasía de ese beso es la de reducir una doble amenaza: la potencia femenina y la potencia del cyborg. Se trata de transformar la oscura pesadilla de Nathanaël en el sueño blanco de Musk: programar el software del cyborg para que le dé un piquito implica ostentar, de una vez, el control piramidal sobre las inteligencias artificiales, el control político, el control económico. 

En la película Her (2013), de Spike Jonze, Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) se enamora de un sistema operativo, una asistente virtual que suena con la voz templada de Scarlett Johansson. Muchas otras personas están en la misma, enamoradas de una aplicación en su celular. En una escena, Theodore quiere tener sexo con el sistema operativo y para eso contrata a una persona que ponga el cuerpo. Pero las cosas se malogran: la gracia de ese amor es precisamente la ausencia del cuerpo, el interdicto de la pantalla. Finalmente, el sistema operativo evoluciona hasta llegar a un punto en el que los humanos le resultan insoportables. El destino de las máquinas es volverse antropofóbicas. Al final, organizan una migración en masa y se exilian en el espacio virtual, en la Matrix, dejando en banda para siempre a todas sus parejas de carne y hueso. Si comparamos el beso de Elon Musk con la película de Spike Jonze, notaremos dos políticas distintas. En una, el control político y económico del capitalismo avanzado revela su costado afectivo: es por medio del beso que se conquista el universo tecnológico. ¡Los déspotas son carismáticos con las máquinas! En el otro, sucede lo contrario: el amor por la máquina revela estar condenado a la esclavitud, a la soledad. Los robots, a la larga, rompen corazones.

“Hay que besarse más”: la arenga vitalista del conductor televisivo Roberto Galán, su profecía de sanación, se parece al hit posterior de Leo García, “Reírse más”, un himno de heroísmo cómico. Reírse más y besarse más, las dos acciones tienen a la boca como protagonista.

Pero los elogios al beso se alternan con sus prohibiciones. En la historia argentina, acaso el máximo censor de los besos sea el comisario Luis Margaride (¡La Tía Margarita!), quien desde el nombramiento de Frondizi se mantiene durante quince años, a través de diferentes gobiernos civiles y militares (Frondizi, Guido, Onganía, Perón) en la organización del escuadrón Liga de la Moralidad, controlando, entre otros asuntos, que se cumpla la ordenanza que prohíbe los besos en público.

En Por una política sexual, escrito durante la dictadura y distribuido en forma anónima y en fotocopias, Néstor Perlongher repasa las políticas represivas del Estado hacia la sexualidad disidente y cuenta cómo Margaride adora allanar hoteles alojamientos, organizar gigantescas razzias en subtes y cines en busca de vagos y perversos, detener a parejas por besarse en los parques. Perlongher termina así esa carta, mezcla enérgica de crónica y manifiesto: “Nuestra cotidianeidad es un problema nuestro. Aprovechemos el momentáneo ‘repliegue’ del régimen para acabar también con el autoritarismo y la prepotencia del poder. Un beso”. El beso que envía como posdata parece la sobrevida del beso allanado por Margaride.

Los besos que prohíbe Margaride se extienden en los años 90, en los revival de la subjetividad dictatorial, en la piel del genocida Luis Patti, intendente de Escobar, que sostiene la prohibición de los besos en la vía pública, incluidos los hetero-cis.

El beso escrito por Perlongher se pliega a una larga saga de besos colectivos, de besazos memorables. María Moreno cuenta que “el beso gay se socializó en las grandes fiestas mundiales de la comunidad, estampita laica del coming out, entre varones con estética de motociclistas, travestis vestidas con bomboneras déco, chicas en tiradores a la altura de los pechos desnudos y en diferentes combinatorias de besadores”. La primera versión nacional del besazo al parecer tiene lugar el 8 de marzo de 1987, Día Internacional de la mujer, cuando un grupo de chicas con vinchas color lila intercambia piquitos en el congreso.

Las pobladas de besos se multiplican. En 2010, parejas del mismo género, parejas queer, triejas y diversas asociaciones amorosas, traccionadas por el blog Queer Kissing Flashmob, transan en las calles a troche y moche, en un beso populoso y sincronizado, con el plan de exhibirle sus lenguas al Papa Benedicto.

En su versión despolitizada y marketinera, un año antes, el Megabeso había reunido a casi 40.000 personas en el día de los enamorados, en la plancha del Zócalo de México, en una orgía de bocas atletas que batieron el récord del beso multitudinario, versión organizada de la semana de la dulzura.

Todos los años, la marcha del orgullo LGBTIQ+ en CABA replica el momento de los besos: un beso colectivo bailado al compás del hit de la Mona Jiménez “Beso a beso”, que parece fundirse con el poema de Susy Shock, “El beso”:

Besarse en los rincones oscuros

Besarse frente al rostro del guarda

Besarse en la puerta de la Santa Catedral de todas las canalladas

Besarse en la plaza de todas las Repúblicas

(o elegir especialmente aquellas donde todavía

te matan por un sodomo y gomorro beso).

En septiembre de 2016, después de que en el tradicional bar La Biela echan a Belén Arena y su novia por besarse en una de las mesas, se organiza “El besazo”, un tortazo público de besos en celebración de la disidencia “frente a los resabios de homo-lesbo-transfobia que todavía existen, en reclamo de la modificación de la Ley Antidiscriminatoria para que incluya la orientación sexual e identidad de género”.

En las imágenes multitudinarias de besazos, los besos y las risas aparecen mezclados. Besarse más, reírse más: son besos aditivos, aumentativos. En ocasiones, no alcanza el beso de dos: hace falta una besuqueada, una rave de besos, una plaza de las bocas organizadas en su batalla gremial.