Que la liberación del individuo en la polis socavada no refuerza la oposición, sino que la elimina, y con ella la propia individualidad, como luego acontecerá en los estados dicta- toriales, constituye el modelo de una de las contradicciones centrales que desde el siglo XIX llevarán al fascismo.
Theodor Adorno
Mínima Moralia
Diagnósticos de una crisis múltiple y global
Asistimos, quizá, a uno de los momentos de mayor desconcierto y opacidad de las últimas décadas. Las categorías con las cuales volvíamos inteligible la realidad social y política parecen obsoletas. No solo se encuentran en crisis los órdenes democráticos, sino también los marcos interpretativos que servían para explicarla. Algo de la aceleración tecnológica y las múltiples transformaciones que ella conlleva podrían formar parte de las razones de esta dificultad con que se topa su lectura. Venimos mostrando el modo en el que, desde la perspectiva de Habermas, las transformaciones de la esfera pública significaron una erosión de las condiciones de posibilidad de la democracia liberal. Pero la crisis de la que somos contemporáneos perfora las categorías para pensarla, porque lo que está en discusión hoy no solo son las causas de la crisis, sino, y principalmente, qué es lo que entró en un período crítico. ¿Es la democracia liberal, como sugiere Habermas (1999) o Colin Crouch (2004), con su idea de que vivimos en una posdemocracia, o es el modelo de democracia neoliberal, como sostiene William Davies (2016)? ¿Es el capitalismo en sí mismo el que podría estar llegando a su fin o solo su pacto con la democracia, como pone en tensión Wolfgang Streeck (2016) en sus análisis? ¿Es la hegemonía del neoliberalismo progresista lo que estalló con la crisis del 2008 y se volvió evidente con el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, como sugería Nancy Fraser (2017)? ¿O es el capitalismo neoliberal el que entró en crisis y dio paso a nuevas formas de gobierno que prescinden de los valores y las formas democráticas, como sugiere Wendy Brown (2017)?
A la vez, es claro que la crisis ha sido una de las marcas distintivas de la modernidad capitalista; incluso se podría afirmar que es inherente no solo a la lógica del capital, como supo demostrar Marx, sino también a las formaciones democráticas de las cuales el capital –como relación social– a veces se sirvió y otras con las que aprendió a convivir. Desde esa lectura es que Dardot y Laval (2016) sugieren que “gobernar a través de la crisis” es una de las marcas distintivas del neoliberalismo, que entonces no estaría llegando a su fin, sino, más bien, desatando su potencial como racionalidad de gobierno exitosa. También Maurizio Lazzarato (2020) enfatiza el carácter estructural de la crisis en el capitalismo, para sugerir que en el presente no se trataría de una crisis terminal del capitalismo, sino del desnudamiento de su máquina de guerra contra las poblaciones, que asume la cara antidemocrática de los fascismos actuales. En un sentido similar funciona la imagen de Fraser de un “capitalismo caníbal” que vive a través de las crisis mientras fagocita la democracia que le había sido funcional:
Lo que enfrentamos, gracias a décadas de financiarización, no es “solo” una crisis de desigualdad salvaje y trabajo precario mal remunerado; no “meramente” una crisis de cuidado y reproducción social; no “solamente” una crisis migratoria y de violencia racializada. Tampoco se trata “simplemente” de una crisis ecológica en la cual un planeta en proceso de calentamiento vomita plagas letales, ni “solo” de una crisis política con un vaciamiento de la infraestructura, un militarismo en aumento y una proliferación de hombres fuertes. No, es algo peor: es una crisis general de la totalidad del orden social (Fraser, 2023: 19).
Qué sucede y qué sucederá con el capitalismo en cuanto orden social es lo que se somete a discusión en las distintas versiones sobre qué es lo que está en crisis –¿el capitalismo, la democracia, el neoliberalismo o alguna versión de cada uno de ellos?–, pero resulta claro que Streeck (2016) acierta en que el pacto de posguerra entre la democracia y el capitalismo ha llegado a su fin. Otra manera de narrar ese declive de la democracia se encuentra en Crouch, quien acuña el término posdemocracia:
Hoy en día hablamos a menudo de “post”: postindustrial, posmoderno, postiberal, postirónico. El “post” evoca la idea de una sociedad que sabe lo que fue y lo que ya no será, pero no sabe hacia dónde va. Pero también puede tener un significado muy preciso. El “post” contiene la idea básica de que el fenómeno en cuestión sigue una trayectoria de parábola (Crouch, 2004: 20).
Para ambos autores, esa trayectoria indica un ocaso de la democracia, sin que se trate de un final abrupto, sino de un declive que ya se dejaba ver hacia el cambio de siglo en la baja participación electoral y el debilitamiento de las soberanías estatales. Con ese diagnóstico, Crouch se anticipaba a lo que, luego de la crisis financiera mundial de 2008, asumió, para muchos autores, el carácter de una certeza: la crisis afectó las democracias a nivel global.
En Crouch, el término posdemocracia designa la persistencia de las formas de la democracia –elecciones periódicas, pluralidad de partidos políticos, libertad de expresión– en la ausencia de aquello que constituye su sustancia: el poder y la autoridad para tomar decisiones políticas, en cuya definición participa toda la ciudadanía. Las formas sobreviven mientras la política y los gobiernos ceden progresivamente terreno y caen en manos de las elites, como sucedía antes del advenimiento de la fase democrática. “Una de las mayores consecuencias de este proceso es la creciente impotencia de las causas igualitarias” (2004: 6). Con estas palabras, el autor da a entender aquello que luego afirma: la posdemocracia contiene, en su seno, elementos de la democracia, elementos predemocráticos y tendencias diferentes a ambos. Según él, distintas fuerzas contribuyen a esta inclinación hacia la posdemocracia: la corrupción de la política por parte de los poderes económicos concentrados y su capacidad de lobby; la crisis financiera global y la crisis de deuda soberana en Europa –y también en América Latina–, así como las medidas adoptadas para afrontarla; el ascenso de movimientos xenófobos y autoritarios; y la erosión de las raíces de la democracia entre los ciudadanos. A ello sería preciso sumar el devenir de una práctica política orientada ya no a las mayorías populares y a dar respuestas a sus demandas e intereses, sino a las “audiencias” y sus solicitudes relevadas mediante estrategias mercadotécnicas que se convertirán en insumos del marketing político cuyo fin es la captura de votos. Después del affaire de Cambridge Analytica en 2018, nadie puede atreverse a negar el impacto del big data y la instrumentalización de la minería de datos al servicio del cálculo electoral y del poder en las deterioradas democracias occidentales.
A los ojos de lo que sucede en la actualidad, contrarrestar la tendencia posdemocrática a través de una cada vez mayor democratización de los medios y tecnologías de la comunicación parece solo una bella ilusión. Como ya reconocía Crouch, la economía de internet ha creado sus propios colosos empresariales amplificando el rol político potencial de los centros de poder y riqueza del capital. Además, ha facilitado la propagación de olas de discurso de odio, de degradación del debate y difusión de noticias falsas. Remata:
Es difícil imaginar una forma de política posdemocrática más perfecta, orquestada, detrás de la apariencia de debate y conflicto, por un pequeño número de locutores ocultos. Lo que parecía ser una tecnología de liberación y democracia acaba favoreciendo así a un puñado de individuos y grupos extremadamente ricos (Crouch, 2020: 10).
Aquello que nos lanzaría hacia adelante, hacia lo desconocido, no hace más que retrotraernos a momentos predemocráticos donde solo unos pocos verían la luz mientras las grandes mayorías se perderían en sus sombras.
Pero si interrogamos las causas del fenómeno, tenemos que considerar el punto de vista de Streeck, quien, como muchos de los autores antes citados, pone el foco en el vínculo con el capitalismo, sus crisis y sus transformaciones. Así, de lo que se trata es de un momento en el que, a raíz de diversas crisis sistémicas, la democracia dejó de ser funcional al capital: el resquebrajamiento de la democracia sería un epifenómeno del agotamiento del capitalismo y su modelo de dominación. Años después de postular el concepto, en el prefacio a Combattere la postdemocrazia, Crouch afirma: “Posdemocracia era una distopía. Y una distopía es un modo de ilustrar hacia dónde nos dirigimos, motivo por el cual hay pocas razones para estar contentos” (2020: 10). Si –como señala Crouch y, en cierta medida, comparten Habermas (1988) y Streeck (2017a)– el “momento democrático” coincide con el auge del Estado de bienestar, la posdemocracia –y aquí los autores difieren– se vuelve tendencia con el declive de aquel, con la globalización y, sobre todo, bajo el imperio del modelo societal y estatal que caracteriza al proyecto neoliberal. El ocaso de la democracia coincide, entonces, con el capitalismo neoliberal, que prepara el terreno profundizando las desigualdades, erosionando las soberanías estatales (Brown, 2015) y desplazando los valores democráticos por la mercantilización de la vida (Brown, 2017).
Pero esto que era tendencia se profundiza drásticamente en situaciones de crisis (Brown, 2020). En efecto, luego de 2008, el término posdemocracia concebido hacia fines de la década de 1990 cobró renovada fuerza y ganó vigencia. El propio Crouch afirma que, en esa coyuntura, quedaron expuestas, primero, la alianza entre la elite económica y la elite política y, segundo, la prioridad dada –luego del punto álgido de la crisis– a los bancos por oposición a los ciudadanos, la cual, más allá de toda intención, resultó ineficaz tanto para unos como para otros. Para dar cuenta del umbral que se abrió a partir de ese año –ya no solo desde el punto de vista de las democracias, sino del capitalismo– y para pensar esta particular crisis donde lo viejo no terminó de morir y lo nuevo no terminó de nacer, un amplio espectro de autores apela a la noción gramsciana de interregno.
Así, William Davies (2016) afirma que, después de 2008, la crisis del modelo de democracia neoliberal dejó ciertas rutinas de poder en pie, pero ya sin un fundamento normativo democrático. El concepto gramsciano le sirve para afirmar que “lo viejo no está muriendo, lo están haciendo revivir” (141). Ya no importa a través de qué medios –si artificiales o naturales– ni de qué técnicas –si pacíficas o cruentas–, lo único que vale es evitar el deceso del neoliberalismo. Lo que se inaugura en ese interregno “no es simplemente otro ‘pos’, sino una nueva fase del neoliberalismo organizada en torno a unos valores y actitudes de castigo” (132). Una forma de ejercicio de la dominación que, prescindiendo de la construcción de hegemonía –que requeriría hasta el momento de los consensos democráticos–, opera entrelazando deuda, culpa y castigo en niveles macro y micro.
Las investigaciones de Streeck se inscriben en esta misma línea cuando, al periodizar las crisis del capitalismo y sus vínculos con la democracia, identifica cuatro pasajes turbulentos: del capitalismo tardío de la década de 1970, pasando por el Estado fiscal –recaudador– de los ochenta, se llega al capitalismo neoliberal y al Estado deudor de los noventa y, después, en la década de 2000, al Estado consolidador de la deuda que conduce a la restricción del gasto público y provoca un aumento del descontento social. Entonces, se retroalimentan las tendencias iniciadas en la posguerra: mayor desigualdad, descenso del crecimiento y acelerado aumento de la deuda. A partir de 2008 se abre ese interregno que, en Streeck, evoca ese estado de incertidumbre e indeterminación que acompaña los espasmos de un capitalismo neoliberal agónico. Es el propio capitalismo el que está en un estado mórbido, solo sobreviviendo por la falta de aspirantes a sucederlo:
La sociedad capitalista se está desintegrando, pero no bajo el impacto de una oposición organizada que luche en nombre de un orden social mejor, sino más bien desde dentro, debido al éxito del capitalismo y a las contradicciones internas intensificadas por ese éxito; el capitalismo ha superado a sus oponentes y en ese proceso se ha hecho más capitalista de lo que le convenía (Streeck, 2017a: 52).
Para este sociólogo alemán, la noción gramsciana de interregno menta “una descomposición de la integración sistémica a escala macro, que privaría a los individuos a escala micro de estructuración social y de apoyo colectivo” (Streeck, 2017a: 29). Pero la crisis del 2008 que desencadena este período de morbilidad es, para él, el claro resultado del fin del “matrimonio de posguerra entre capitalismo y democracia” que data de los años setenta. Desde entonces, si bien las elecciones continúan y el derecho a la libertad de opinión permanece, la deuda se acrecienta al ritmo que disminuye el poder soberano y se desplaza la arena del conflicto distributivo: “hacia arriba y lejos del mundo de la acción colectiva de los ciudadanos hacia centros de decisión cada vez más remotos, donde los intereses aparecen como ‘problemas’ en la jerga abstracta de los especialistas tecnocráticos”.
El análisis de Streeck pone el acento en cómo la globalización venía afectando las democracias porque impactaba en los imaginarios en torno a ellas y, en particular, en aquellos asociados al futuro:
Durante dos décadas, la globalización como discurso dio lugar a un nuevo pensamiento único, una lógica TINA (There Is No Alternative) de la economía política para la cual la adaptación a las “demandas” de los “mercados internacionales” era buena para todos y además la única política posible (Streeck, 2017b: 39).
Aquello que demostraba resistencias adaptativas aparecía como pesado, anticuado, conservador, rígido. La democracia se oponía, así, a la agilidad de los individuos –de reacción siempre rápida– competentes y resilientes. Un régimen más flexible estaba llamado a ocupar su lugar: la gobernanza global. Cuando la democracia es percibida como obstáculo para la rentabilidad, cuando deja de ser compatible con la racionalidad capitalista neoliberal, da lugar a la posdemocracia, sugiere Streeck.
La revolución neoliberal de los años ochenta, continúa Streeck, abre paso a la gobernanza mundial mientras se expande la posdemocracia y se inaugura una era posfáctica al institucionalizar un tipo específico de mentira: la mentira experta, estrategia para consumar el engaño político. Se trata de todos aquellos informes elaborados por expertos del mundo de la economía, la política y las finanzas, orientados a justificar medidas de reducción de impuestos y liberalización de mercados, capaces de sostener la promesa del bienestar y justicia social que la globalización neoliberal no lograba proveer (2017b: 10).
De acuerdo con Streeck, esta era posfáctica cobra una renovada fuerza hacia 2016, con el referéndum sobre el Brexit y el ascenso de Donald Trump, que anuncia “el colapso de la posdemocracia y el fin de la paciencia de las masas frente a las ‘narrativas’ de una globalización que en Estados Unidos solo había beneficiado en sus últimos años al 1 por 100 más rico de la población” (2017b: 11). Según esa lectura estaríamos en un más allá de la posdemocracia, que algunos piensan bajo la lógica de los populismos de derecha (Mouffe, 2022), otros como nuevos fascismos (Lazzarato, 2020), pero en general convergen en el diagnóstico de un momento crítico para las democracias a nivel global, ya que el orden capitalista ensaya nuevas formas de garantizar su dominación para sobrevivir a su innúmera crisis.
También Chantal Mouffe carga contra la globalización neoliberal por el presente crítico de las democracias. En coincidencia con Streeck, ella afirma que el crecimiento de los populismos de derecha contemporáneos puede explicarse por el “consenso ‘pospolítico’ establecido entre centroderecha y centroizquierda en torno a la idea de que no había alternativa al orden neoliberal” (2022: 22). En el imperio posdemocrático –financiero y oligárquico–, los dos pilares que sostenían el edificio democrático –igualdad y soberanía popular– devinieron, afirma la autora, “categorías ‘zombies’”.
El trabajo invertido durante décadas en el desprestigio de las instituciones democráticas y en el deterioro de la imagen de los funcionarios políticos habría dado sus frutos. Una vez desmovilizadas las masas y desarticuladas las organizaciones de trabajadores, emergen las “mayorías enfurecidas”, como afirma Wendy Brown (2020). Aunque no hable de posdemocracia, sino de la “desrealización del demos” –Undoing the demos, traducido al castellano como El pueblo sin atributos–, su hipótesis podría sintetizarse como sigue: los elementos básicos de la democracia tienden a anularse cuando el neoliberalismo como racionalidad subjetiva comienza a configurar todos los aspectos de la existencia individual, colectiva y estatal en términos económico-empresariales –emprendedorismo, autoinversión, atracción de inversionistas– (Brown, 2017: 20; Streeck, 2017: 134-135). Con ello, la democracia es minada desde su interior, implosionada junto a las voluntades, deseos y valores que pudieran animarla. El homo œconomicus eclipsa al zoon politikon al punto de casi asfixiarlo, y todo sin que sea percibido por él. Ese es su éxito y, por paradójico que parezca, también su fracaso. La corrosión persistente de los cimientos de la democracia por parte de la termita neoliberal erosiona uno de sus fundamentos: la igualdad que se declina como justicia social, que, como indica Streeck, se opone a la justicia de mercado –basada en principios de eficacia, productividad y competitividad y en la idea de “ganadores y perdedores” legítimos–. Pero no solo se trata de una transformación de los órdenes normativos a nivel sistémico, sino también a nivel subjetivo, en los valores e imaginarios de los ciudadanos. De las ruinas que deja la expansión de lo que Brown piensa como la racionalidad neoliberal triunfante emergen formas políticas antidemocráticas que pueden no coincidir plenamente con las intenciones del proyecto neoliberal –ella reconstruye los textos dogmáticos de sus principales autores para afirmarlo–, pero que son un efecto suyo: un frankenstein en el que la libertad se vuelve el mantra de movimientos de –ultra o extrema– derecha que logran construir mayorías electorales en diversos países. Como sostiene Cas Mudde:
No existe consenso académico sobre los términos correctos con los que designar el movimiento en general y sus diversos subgrupos. Por otra parte, el termino predominante ha ido cambiando a lo largo de la posguerra. En las primeras décadas, esos movimientos se encuadraban principalmente en la categoría del “neofascismo”, pero el término cambió a “extrema derecha” en los años ochenta, a “derecha radical” en los noventa, a un cierto tipo de “populismo de derecha” en la primera década del siglo XXI, y también a “ultraderecha” en estos últimos años. Esta evolución terminológica refleja a su vez cambios dentro del movimiento mismo y también en la comunidad académica que se dedica a estudiarlo (Mudde, 2021: 18).
En 2008 se sella, entonces, el inicio de una coyuntura de crisis hegemónica que no puede más que ser colmada, como señala Nancy Fraser (2019) también en la estela de Gramsci, por fenómenos mórbidos. Cuando ninguna alianza emancipadora se demuestra capaz de enfrentar a los neoliberalismos progresistas ni a los populismos reaccionarios, el malestar producido por la crisis del capitalismo neoliberal se proyecta como malestar con la democracia entre las mayorías no siempre democráticas. En suma, antes de presentarse este interregno como ocasión propicia para una profundización del orden democrático, tal como deseara Chantal Mouffe, bajo su sombra proliferan expresiones autoritarias que toman distintos rostros según las configuraciones nacionales en las que se inscriben.