El resultado de la elección entre Donald Trump y Kamala Harris no modificará sustancialmente la crisis del liderazgo internacional de Estados Unidos que tiene causas profundas. La inestabilidad no reside en el expansionismo ruso, como proclama la propaganda de las elites de Occidente, ni en las presuntas aspiraciones hegemónicas de China. Con un PBI que representa el 10% de EE.UU, Rusia carece de capacidades. Y en el caso del gigante asiático, su historia no permite alentar estas especulaciones: desde siempre, ha tenido suficiente consigo mismo, con su propia complejidad. La crisis es consecuencia de un orden político en descomposición que afecta los cimientos del proyecto nacional estadounidense.
El liderazgo del país del norte se sostiene por el poder de su gigantesca maquinaria militar, el dólar como unidad monetaria del capitalismo global, la potencia de su industria de entretenimientos, propaganda e información (Hollywood, Silicon Valley, corporaciones mediáticas) y la capacidad de innovación del ecosistema tecnológico. Pero la violencia política, la racial, la crisis espiritual, la pauperización de la clase media y la profundización de la brecha social son líneas de fractura que denuncian la desaparición de un capital de valores morales y políticos compartidos, de un sustrato cultural social común, y desmoronan el orden interno. Exponen al país como una potencia imperial que ha perdido su centro.
La descomposición del sueño americano, el sistema de creencias colectivas que hizo posible la grandeza nacional, horada la posibilidad de una visión compartida de la realidad y alimenta una dinámica de atomización del cuerpo social (ideológica, económica, cultural) que advierte sobre la progresiva ruptura del pacto nacional. A medida que se desintegra el ethos que constituye a la nación en su esencia, Estados Unidos deviene progresivamente una potencia imperial que tambalea sumida en una crisis existencial. La decadencia del hegemón induce a la crisis geopolítica global.
Los síntomas de la descomposición
1.
En menos de dos meses, un candidato presidencial sufrió dos intentos de asesinato. Por esos días, el presidente en ejercicio fue destituido como candidato a la reelección y reemplazado por su vicepresidente. Presuntamente Biden no está en óptimas condiciones neurológicas para postularse como candidato, pero ¿puede seguir ejerciendo como presidente?
2.
En un país donde más de 40 millones de personas poseen armas de fuego o tienen fácil acceso a ellas, alrededor del 10% de los adultos, 26 millones de estadounidenses, apoyan el uso de la fuerza para impedir que Donald Trump llegue a la presidencia. Otro 7%, 18 millones, están de acuerdo en usarla para restaurar al candidato republicano en el liderazgo del país. De un lado y del otro, alrededor del 20% de los ciudadanos, unos 48 millones, creen en el uso de la violencia para definir quién será el próximo presidente. Robert Pape, profesor en la Universidad de Chicago, explica que los votantes sienten que ya no pueden influir en el cambio político a través de las urnas y empiezan a buscar desesperadamente otras formas de provocar transformaciones.
3.
El 1 de octubre de 2024, en el marco del primer debate entre candidatos a vicepresidentes, el republicano J.C. Vance fue incapaz de reconocer que Donald Trump había perdido las elecciones en noviembre de 2020. Legitimó las sospechas de fraude que aún movilizan a un amplio sector del electorado de su partido y las dudas acerca de la credibilidad del sistema electoral federal.
4.
El 20 por ciento de los estadounidenses más ricos acapara el 70 por ciento de toda la riqueza, un ocho por ciento más que dos décadas atrás. Los directores ejecutivos de las grandes empresas ganan 270 más que el trabajador promedio, una brecha veintisiete veces mayor que la que existía en 1980. Según Oxfam, la riqueza de una familia de raza negra promedio representa solo el 15,8 % de la de una familia media blanca.
5.
El 65% de los estadounidenses vive al día. Al menos 29 millones tienen dos o más trabajos. De la crisis está emergiendo otro grupo social: los “working poor” o nuevos pobres, personas que tienen empleo, pero apenas pueden pagar su vivienda y seguro médico a expensas de alimentarse precariamente y descansar muy poco.
6.
Unos mil multimillonarios controlan el gobierno, los partidos Demócrata y Republicano y las principales corporaciones. Eso les da la suficiente capacidad de lobby como para evitar que el Congreso apruebe leyes que afecten sus intereses y privilegios.
7.
Las personas con estudios universitarios administran el 71,8% de la riqueza nacional frente al 1,6% del que disponen aquellos que no se graduaron.
8.
Cada 14 meses mueren más estadounidenses por consumir fentanilo que en todas las guerras del país juntas desde 1945. Casi 32 millones de personas, el 11,7 % de la población, consumen drogas de manera activa.
9.
Los suicidios aumentaron constantemente desde principios de este siglo y según datos oficiales, en 2022 se alcanzó la cifra histórica más alta cuando, se estima, unas 49.500 personas se quitaron la vida.
10.
Sólo el 9 por ciento de los jóvenes de entre 17 y 24 años están dispuestos a servir en las Fuerzas Armadas. Según informes de 2022, el 71 por ciento de los aspirantes no cumplieron los criterios físicos de ingreso, la mayoría por obesidad. Si continúan estas deficiencias en 2040 no se cubrirán la mayor parte de las plazas convocadas.
Conflicto civil
El economista Paul Krugman reconoce que “si estuviéramos ante un país extranjero con el nivel de disfunción política de mi país, tal vez consideraríamos que está al borde de convertirse en un Estado cuyo gobierno ya no es capaz de ejercer un control efectivo”. Robert Pape dice que el escenario sociopolítico no es de guerra civil, todavía, pero advierte que el conflicto civil podría intensificarse hasta niveles mucho más violentos que los vistos hasta ahora. Atribuye este estado de conflicto en parte a que Estados Unidos está atravesando un periodo de transición demográfica que lo llevará a transformarse en unas décadas en una democracia multirracial con una minoría blanca. La progresiva desaparición del componente sociocultural WASP (blanco, anglosajón, protestante) como agente demográfico prevaleciente está provocando una profunda crisis de autopercepción en un amplio espectro del colectivo social. “La inmigración se ha convertido en una división estructurante de la política estadounidense”, dice Pape.
La situación de violencia política latente también se hace eco de las líneas de ruptura que dividen a la sociedad después de casi medio siglo de exacerbado neoliberalismo. Este proceso profundizó la pobreza, debilitó las posibilidades de ascenso social y erosionó la integridad de las clases medias. La inestabilidad del empleo, la degradación de los servicios y seguridad sociales, el auge del individualismo insolidario, la corrupción y la inseguridad volvieron mucho más frágiles las condiciones de vida.
La Revolución Conservadora que rediseñó el Estado y la sociedad durante el mandato de Ronald Reagan, aupada sobre el eslogan-mantra “el gobierno es el problema, no la solución”, desmontó las premisas de la economía neokeynesiana, las conquistas de inclusión social y los mecanismos públicos de regulación de espacios estratégicos (bancos, energía, complejo militar industrial) heredados del New Deal de Franklin D. Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. Dio rienda suelta a un tipo de capitalismo financiero que desplazó a la economía de producción y que viene beneficiando de manera sostenida a quienes ya estaban en la cima de la pirámide social. Las consecuencias son, para el Estado, el mayor déficit fiscal de su historia. Para la sociedad, el aumento de la polarización en todas las dimensiones y escenarios.
En “La tiranía del mérito”, Michael J. Sandel advierte acerca de los efectos corrosivos que la consumación de una masiva subjetividad neoliberal provoca sobre el cuerpo social. Quienes aterrizan en la cima, en una sociedad desigual, quieren creer que su éxito tiene una justificación moral, dice y advierte que cuanto más los seres se conciben como hechos a sí mismos y autosuficientes, más cuesta preocuparse por el bien común.
Según Paul Krugman la economía estadounidense pasó en apenas tres décadas de tener la clase media más dinámica del mundo al estancamiento, primero, y la polarización social después, con tendencia a convertirse en una nación de ricos y pobres socialmente antagónicos. El sostenido debilitamiento de las clases medias impacta sobre la integridad de la nación como proyecto colectivo, porque son estas las que, a partir de su imperio, establecen y legitiman las coordenadas del proyecto común. Su agotamiento como estamento social núcleo, como centro, desencadena lógicas centrífugas que agrietan los fundamentos mismos de la idea de comunidad.
La persistente pérdida de potencia e influencia del protestantismo, sustrato religioso y filosófico fundamental en la conformación de los valores primordiales de la nación también colabora con el proceso de crisis. Según distintos estudios, desde principios de los años ’90 la proporción de estadounidenses sin filiación religiosa viene aumentando casi 2 puntos por año. Un salto exponencial si se toma en cuenta que durante los veinte años anteriores (1970-1990) ese grupo sólo había crecido 2 puntos a lo largo de ese período. En 2019 se cerraron 1.500 más centros de credo protestante que los que se abrieron.
En esta descomposición de los vínculos y de los sistemas de creencias subyace la persistente concreción de un extendido estado de nihilismo. Wendy Brown, en “En las ruinas del neoliberalismo” subraya que, junto con la democracia, la igualdad, la verdad, la razón y la responsabilidad, los valores cristianos no desaparecen al perder sus fundamentos, sino que se vuelven intercambiables, triviales, superficiales y fácilmente instrumentalizados.
Poder sin alma
Sólo el 20% de los estadounidenses está satisfecho con la situación general del país. Para Zareed Zakaria este pesimismo parece fuera de lugar porque los fundamentos del poder que hacen de Estados Unidos la única superpotencia global siguen intactos: “El ingreso per cápita (medido por el poder adquisitivo) supera al de Europa occidental y al de Japón. El poder militar sigue siendo incomparable. Nueve de las 10 empresas más ricas del mundo son estadounidenses, frente a cuatro de las 10 principales en 1989”.
La aseveración de Zakaria es inobjetable porque la capacidad de proyección de poder de Estados Unidos llega efectivamente a todos los escenarios y actores. Domina las principales cadenas globales de valor; dispone de once comandos militares que cubren toda la extensión del planeta con unas 800 bases militares y 173 mil soldados desplegados para hacer valer sus intereses geopolíticos. Cuenta con casi 10 mil satélites y, a través de sus grandes corporaciones tecnológicas, controla la mayor parte de los cables submarinos que constituyen la infraestructura clave en la era de la conectividad. Hollywood y Silicon Valley gestionan el entretenimiento y la información en la mayor parte del planeta. El dólar persiste como moneda de reserva global y las tecnológicas controlan el emergente capitalismo en la nube. Es una opinión coincidente entre expertos que ninguna potencia en la historia de la humanidad acumuló semejante cantidad de poder militar, económico, tecnológico, cultural y político.
Pero el talón de Aquiles de este superpoder se encuentra en el sostenido resquebrajamiento del orden interno a medida que cobran fuerzas las dinámicas de polarización que tienden cada vez más a los extremos. En este proceso, la crisis del sistema de valores morales y políticos que configuran al cuerpo social como un todo, lo que concreta el “nosotros”, implica la progresiva desaparición de los trazos identitarios que definen a la comunidad, el ethos que funda la nación. Desaparece el proyecto colectivo como unidad de destino y la potencia imperial deviene en un poderoso agente que ha perdido su centro de gravedad. Es un Estado imperial en proceso de convertirse en una nación fallida.
Después de décadas de neoliberalismo desembocado, el extendido estado de nihilismo está impregnado en todas las dimensiones de la existencia colectiva. El cuerpo social deviene una entidad zombi.
El desorden interno proyecta comportamientos externos erráticos, confusos. En el reciente debate preelectoral los candidatos a vicepresidente fueron consultados por la pérdida de capacidad de Estados Unidos para ordenar el mundo, por el sostenido debilitamiento de su poder de persuasión y disuasión. Las respuestas fueron vagas.
Esta situación expone al hegemón global ante China y Rusia. Las elites de estos dos contradictores conciben a sus países como Estados-civilización depositarios de un acervo cultural y político genuinos, patrimonio que les provee anclaje existencial y se despliega como fuente de identidad e instrumento de cohesión interna. Un capital que, como afirmó el presidente Vladimir Putin en un discurso ante el Parlamento en 2012, protege al país de “disolverse en este mundo diverso”.
El espejo que desnuda al Estado imperial en proceso de volverse una nación fallida frente a dos poderes que se ven a sí mismos como sujetos civilizatorios contribuye a explicar la crisis de autopercepción que lleva a la superpotencia a dudar de sí misma.