I
Una serie escrita, dirigida y actuada por nosotros –argentinos– en Netflix, la plataforma de streaming online. Las vistas en ascenso. Los comentarios, también. Redes sociales, grupos de whatsapp, charlas al paso. ¿La viste? ¿Qué pensás? Lo bien que está la Siciliani. La Aguirre le dio al ángulo. No pasó del primer capítulo. La miré entera en un día. Defensores y detractores, como en un espectáculo de cualquier tipo. Artículos que la atacan, artículos que la defienden. Motivo de conversación pública. “Ladran, Sancho…”. Se acaba de anunciar la segunda temporada en el verano de 2025. La serie captó “algo”: un perfume de época. O un olor a podrido. Hablamos de Envidiosa, protagonizada por Griselda Siciliani, Esteban Lamothe, Benjamín Vicuña y Lorena Vega, entre otros; escrita por Carolina Aguirre; y dirigida por Gabriel Medina. Lo que sigue no es un “análisis” de la serie, un devaneo por el cotilleo que genera –si la protagonista está o no basada en la vida de una persona otrora cercana a Aguirre que luego devino en “coach” para aplicaciones de citas–. Lo que me interesa, lo único que podría importarme, es leerla como una ficción.
II
Leída como tal, el primer interés que suscita es el de su título. En una ficción, como ha señalado Jacques Derrida en “Firma, acontecimiento y contexto”, el título funciona como un “doble agente”, aquello que señaliza hacia el texto –esto es un texto; esto es, insisto, una ficción– y lo que demarca hacia ese más allá del texto –móvil, contingente: su época, un orden–. Un título es un borde. Una suerte de hilo tironeado entre el texto y sus rodeos, sus mal llamados “afueras”. Los títulos operan, por esto, como una clave editorial o un norte, nunca inagotable, de sentido. Resulta sugestivo, entonces, que una ficción se titule “Envidiosa”. A secas.
III
Apunto dos motivos. El primero es que la envidia forma parte de los siete pecados capitales –junto con la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula y la pereza–: ¡por fin! en la cultura del like, del “todo bien”, de ponderar el arte como un manual de buenas costumbres, una ficción se nomina más cerca de El idiota, de Dostoievski. Resulta, de mínima, atendible. Volver al patio de atrás. Al lado oscuro de la luna. Dejar –por un rato– la constelación de textos donde siempre alguien es objeto de la violencia. Alguna vez alguien es sujeto de esa violencia. Como todos los días. Alexandra Kohan, sutil lectora del mileismo, ha apuntado esta época como el “retorno de lo reprimido”. No se me ocurre nada más reprimido en estos últimos años que la envidia. Si éramos tan iguales, no había nada que envidiar. Una época hecha de envidias no “auto-percibidas” como tales.
IV
Voy con el segundo motivo. La serie no se titula “envidia”, como en una suerte de abstracción tibia, o “envidiosas”, porque si somos todos, nadie fue. Por el contrario, encarna, declina, y lo hace en singular, y en qué singular. La envidiosa sos vos. Me gusta pensar que una de las claves del guión es la diferencia entre personaje y estereotipo. El estereotipo sería una historia que ha devenido trágica en un sentido “normativo”: un final contenido en su comienzo. Una historia que conocemos antes de empezar. Un arco al que, socialmente, le conocemos sus puntos de giro. La máquina de chorizos de cazar historias de este tiempo: un estereotipo es un cliché en pantalla.
V
La actuación de Siciliani es magnética: queremos mirarla, no aguantamos mirarla (más). Hay algo irreductible no sólo en parte del guión sino en lo que su interpretación hace de ese guión. (Y digo parte porque Lorena Vega es una de las actrices más feroces que vi en mi vida pero al análisis feroz lo imagino irreproducible, sin subtítulos). “Victoria” no es un estereotipo: funciona como “personaje”. Porque hace y dice cosas que son de difícil digestión para la época, para este orden: que estar casado es un plus, que quienes tienen hijos subestiman las vidas de quienes no, que al final del día todos anhelamos algún tipo de fidelidad o de compromiso, que los grupos de amigas pueden ser encastres de egos –disputados en la lógica de los anuncios, de quién tiene qué para “contar” en whatsapp–, que tener una carrera universitaria es un logro, que ir a un casamiento sin el famoso “más uno” puede ser un bajón –los casamientos son siempre un revoltijo, un revuelo, un cráter atómico en la vida de sus asistentes–. También tiene tabúes, como los económicos: en la ficción no hay pago de alquileres ni precarización laboral. ¿Qué la engancha a “Victoria”, a ese personaje? La potencia. Que un tipo “pueda”. La plata, en todo caso, funciona como medio para que la potencia se despliegue –para todo lo demás están las tarjetas–.
VI
Cuando me propusieron escribir esta nota pensé: ¿soy esa mujer al borde de los cuarenta años? ¿Estoy escribiendo mi “yo no”? ¿Qué se proyecta, se atribuye, se carga en una vida? Sobre todo, ¿de qué nos podemos reír? Recuerdo cuando en Gilmore Girls –la Biblia me pongo de pie– Lorelai bromea sobre una noticia del diario: una antigua compañera de colegio ha matado a su marido. Emily, su madre, le respondía: “Al menos tenía un marido al que matar”. Quizá sea tan reduccionista la posición de identidad vinculada al marido (no seré feliz pero…) como la lectura del “mandato” en tanto pura exterioridad sin dimensionar lo abrochadas que nuestras vidas están a esos planes (la atención que concentró el pedido de matrimonio y la boda de Oriana Sabatini y Paulo Dybala, sólo como ejemplo obvio –y deseado–).
VII
“Tener” marido –tener, de mínima, novio; de máxima hijos– es un golden ticket, una de las condiciones materiales más poderosas de existencia. Desconocerlo es desconocer las reglas del juego (en grupos de mujeres, aquello que importa, aquello por lo que se pone dinero en general es lo más tradicional: casamientos e hijos). Pero, quisiera insistir, ¿qué se juega en ese “tener”? Un acto posesivo, hasta vampirizado. El anhelo de tener la bendita foto con un arbolito de Navidad de fondo, o cuando se juntan los integrantes de la familia núcleo a soplar las velitas de la torta. Los acontecimientos que pueden suscitar el amor o la maternidad suelen ser, por fortuna, bastante distintos de los del “tener”, lejos de lo que se esgrime como motivos de la “envidia” por quien “envidia”.
VIII
Pero lo que me revuelve las tripas no es ni siquiera la envidia al uso nostro sino ese “algo” que la serie capta al hueso. Hacer pasar por “sororo” –esa palabra maldita– la lisa y llana envidia. Intuyo que no estará tan lejos de la “crítica constructiva”, del viejo conocido comentario “pasivo agresivo”. El te lo digo por tu bien. La envidia es un uso de la palabra. Mortífero. Un hilo vincula envidiar con hacer cosas con palabras. Sepámoslo: nunca es sin costos, sin consecuencias. Hace unas semanas estuve afectada por un terrible acto de envidia por parte de una mujer cuya modalidad (“sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”) no era nueva. La envidia, disfrazada de buenas intenciones o de ampulosos cuidados o revestida de usos mal llamados ideológicos, adquiere con las redes sociales una posibilidad expandida de daño. Contactar a quien sea para “expresar” lo que sea. La envidia es la peor literatura del yo. Sólo habla de quien lo ejecuta. Se arrasa con el otro –con lo que en el otro hay de social, de común– para que sólo quede el veneno. El mismo que el de los cuentos clásicos. Creo profundamente en volver sobre lo clásico en una época tan desordenada.
IX
Me interpela de la envidia que también rompe con la ficción de horizontalidad. La horizontalidad: el menú de opciones e inclusiones a la orden del día. La horizontalidad no existe. La envidia es, en buena medida, el reino de la diferencia. Su aceptación. La cristalización de que hay más y que hay menos. Es “sintomático” –pero dejemos de usar esta palabra– que la ficción de esta época –de este orden– sea sobre la envidia, el reverso de eso obturado –llámese casta, llámese privilegio–. Quien envidia vive la vida como si se tratara de completar un Excel. Hacer cuentas que dejan en resta. El infierno son los otros. La salvación son los otros.
X
Elijo, de nuevo, esas cartas de Simone de Beauvoir a su amante Nelson Algren mientras culminaba textos claves. O el rumor –mito, chisme– de Silvina Ocampo cuando aguardaba la llegada de su esposo Bioy Casares sentada en el sillón, leyendo los sonidos del ascensor a ver si escuchaba que estaba por volver y abrir la puerta. El hondo sentido de la espera. De la falta. Del miedo. De la vulnerabilidad. “La conciencia de perder es lo que vuelve vida a la vida”, ha escrito Julieta Greco en esta misma revista, en un demoledor artículo sobre el amor (es decir, sobre su pérdida). No hay contrato, marco, acuerdo. Es como dar la vuelta en una montaña rusa o andar en moto a cien kilómetros por hora. El temblor. El culo en el aire. Lo salvaje. Cuando amamos tenemos el culo en el aire. Siempre. Si vamos a envidiar, envidiemos todo. También la pelusa del durazno. Quien envidia, desconoce. Quien envidia, se queda a solas con su veneno. Una verdad de Perogrullo: la envidia sólo termina dañando a quien envidia, no a lo envidiado. Envidiosa, esta serie, lo hizo ficción.