Novelas, crónicas, ensayos. Columnas de opinión. Intervenciones mediáticas en casi todos los formatos. Congresos de periodismo. Festivales literarios. La obra de Martín Caparrós recorre géneros y despliega un mundo propio que se reescribe obra a obra y que, al mismo tiempo, suele experimentar allende la hibridación y tensar la relación entre literatura y verdad, entre el yo y lo social, entre realidad y relato. Y desde la retórica -con neologismos como “LaCrónica”, así, todo junto-, a la propuesta de lectura de su novela más reciente, digital, interactiva, Vidas de J.M..
Pero veamos cómo ha llegado -o pensemos, cómo hace esta novela, una hipótesis- hasta aquí. Caparrós es uno de los pocos escritores latinoamericanos que logró ser reconocido como intelectual público, esa especie en extinción que, según algunos teóricos, ha sido desplazado por la figura del “influencer”. Esta visibilidad, claro, tiene que ver con la construcción de su vasta obra, desde la mítica La voluntad, tres tomos escritos junto a Eduardo Anguita, y otras posteriores. Con libros de no ficción que van de lo local a lo global como El interior, El hambre, Larga distancia, y novelas como A quien corresponda y Los living. Y con la ambiciosa La historia (editado por Norma en 1998, y reeditado por Anagrama en 2017) donde crea un mundo al estilo totalizante de la novela realista del Siglo XIX aunque no referenciado con una sociedad particular y existente, de manera directa, sino a uno de fantasía. Por eso La historia podría leerse, entonces, como el libro mencionado en el cuento Tlon Ucbar Orbis Tertius de Borges, a lo largo de 1022 páginas.
En relación a esta manera de mirar, que resulta fructífera para pensar su más reciente novela, en LaCrónica reúne piezas publicadas en distintos medios, entre 1991 y 2014, fragmentos de libros y 23 ensayos breves inéditos. Este es quizás el más acabado intento de sistematización de su método e ideología de trabajo: el propio autor lo llama “autobiografía profesional”. En sus piezas narrativas Caparrós suele reflexionar sobre la escritura: en uno de aquellos ensayos cita un fragmento de Larga distancia que echa luz sobre lo que él mismo hace en novelas exquisitas como Echeverría, donde recrea la vida del personaje histórico argentino, documentada con archivos y elementos imaginados cuando los datos faltan, con una vocación literaria irrevocable.
Y acá podemos hacer una doble presunción como germen de su nueva obra: la marca autoral de cruzar ficción y situaciones constatadas en la realidad, sus diferentes estilos de prosa y la cosmovisión sobre lo argentino como algo construido e incluso fraguado. Dice en aquel ensayo, entonces, que para los franceses, estadounidenses e ingleses, el mundo ya está contado; al ir a cualquier lugar existe un consenso, un discurso previo ya narrado. Al ser argentino, en cambio “hay que inventar las maneras de la mirada”. O armarse todo el tiempo “la propia tradición”. De este modo, Caparrós, ensaya visiones sobre “lo argentino” aún sospechando, criticando, dinamitando un concepto que, según ha dicho en una de las entrevistas que he tenido la oportunidad de realizarle, la idea y la prefiguración social y mental de “la patria”.
Aún así lo intenta también en este nuevo libro, con referencias muy contemporáneas, actuales, coyunturales. Ya adivinamos, sin ser muy suspicaces, desde el título de esta historia, que Vidas de J.M. actúa como un prisma hacia lo real. Además, esta nueva apuesta tiene que ver -sin escindir la forma del contenido- con el “soporte” que configura, de una manera más material algo que ya rondaba en la estética y la estrategia narrativa que Caparrós eligió para La historia. En aquel momento, en una entrevista donde comentábamos esta novela, decíamos que ese ladrillo apasionante funcionaba como “un aparato del Siglo XXI. Es casi hipertextual. El lector llega al pie de página de un capítulo y se remonta a otras; se suceden varias historias paralelas y superpuestas...”. Y él respondía:
—Sí, eso me pareció muy curioso porque sí, es bastante hipertextual. Más de una vez tuve la tentación de armar una versión digital del libro para, justamente, hacerlo funcionar con clicks y links. Pero me pareció de algún modo que era traicionar cierta esencia. Pero sí, está muy organizado como un sistema hipertextual.
Instrucciones para jugar a lo real
Al comienzo de Vidas de J.M. leemos, como en Rayuela de Cortázar, las sugerencias para recorrer el texto. En este caso, se denomina “Efecto mariposa. Instrucciones para desordenar esta novela”. El autor aclara que se contará la historia de Julio Mendez “un raro personaje que –como todos– podría haber sido muchos. Es, digamos, una “novela interactiva”. O sea que cada quien puede ir recorriendo un camino distinto según los links que elija cliquear. En ese sentido, nadie leerá el mismo libro: alguien leerá un libro, todos los otros, otros; cada quien irá ordenando el suyo. Pero “elegir” es una palabra engañosa: al cliquear un link el lector no sabe adónde va. De todos modos, tiene opciones: puede volver atrás y seguir la lectura del texto anterior –o probar otro de sus links– o puede seguir adelante desde el nuevo texto, a ver dónde lo lleva. Corresponde que cada quien haga su camino, se busque la vía”.
La propuesta es lúdica y el tono crispado, ágil, de lectura veloz al mismo tiempo que intenso. Y la prosa resulta armoniosa y orgánica con la experiencia dispersa del click. Si la primera idea que se nos viene a la cabeza al leer la introducción es la genial colección Elige tu propia aventura al avanzar descartamos la comparación al menos de forma parcial. En la citada serie al final de cada capítulo se le presentaban opciones al lector del tipo “Si Jonás tira la bomba, andá a la página 20. Si Jonás besa a la chica y entrega la bomba al enemigo, andá a la página 50” y demás decisiones que intervenían en el final de la historia, y en ocasiones llevaban a una abrupta muerte cruel que dejaba indignado al lector. La lectura era, digamos, lineal: las decisiones afectaban el nivel argumental. Allí, como en esta novela, teníamos la posibilidad de volver hacia atrás. Pero en Vidas de J.M. la trama forma capas y atañe más a la construcción de la densidad de personajes y circunstancias. En medio de una “página” por ejemplo, se subraya un nombre y el hipervículo nos lleva a una escena que da más cuerpo a personajes secundarios, a veces vinculados al protagonista de manera directa y otras no tanto, pero que forman parte de las dinámicas de su entorno, como por ejemplo, un empleado de un locutorio que le consigue un contacto para probarse en un club de fútbol.
Biografía clásica, biografía itinerante
La realidad refracta la ficción. Y viceversa. En ese incómodo intersticio nos coloca Vidas de J.M. Como en una biografía clásica, arranca por la infancia y adolescencia del protagonista. Sufrimos con él, nos apiadamos aunque él reitere, en relación a la gente de su círculo, que no quiere dar pena. Las escenas del comienzo son feroces.
“Todos siempre lo atacan, como si fuera siempre fácil. Y así son los movimientos lentos, deliberados, deliberadamente lentos con que su padre se saca el cinturón de cuero de la cintura de su pantalón marrón, enrolla la hebilla alrededor de su mano derecha, prueba el cuero gastado contra la izquierda tres o cuatro veces y le dice que se baje los pantalones –a él, al chico rubito, le dice que se baje los pantalones cortos– y se arrodille en el suelo con el culo levantado, la espalda bien derecha y la cabeza y los brazos apoyados en la silla –los dos brazos, le grita, apoyados en la silla– porque lo que acaba de hacer se merece una paliza seria.” Aún con la gran tradición de la literatura argentina vinculada a la crueldad, desde El niño proletario de Osvaldo Lamborghini a El frasquito de Luis Gusmán, sólo por citar dos, estos pasajes nos afectan desde la lectura intelectual y emocional. Y sin que se recurra al morbo ni florituras ni a un tono barroco alrededor del daño que se le inflige a este niño. Ni cuando se describen los castigos psicológicos y físicos a los que lo someten sus padres, el acoso escolar de los curas profesores y compañeros de escuela. Desde el comienzo especulamos, con temor, sobre qué será de ese niño cuando llegue a la adultez. En qué transformará su ansia de venganza; su irritabilidad. Su constancia para querer salir del menosprecio en el cual vive.
Entre los datos que resuenan sobre la biografía de Javier Milei, se despliegan otras opciones donde los puntos de giro de la trayectoria “real” del personaje se bifurcan. Y, en este sentido, es verdad que el protagonista no es “Javier” sino Julio. Una suerte de imagen duplicada, corrida, algo distorsionada como cuando miramos un objeto y al encandilarnos, una suerte de halo fantasmal nos hace ver un contorno doble, parecido pero no igual.
El padre del personaje es un taxista violento, la madre permite que castigue al niño de manera impiadosa y la hermana menor, llamada Karola, observa y sufre.
“Y enseguida trato de volver a dormirme pero veo que no voy a poder porque sigo viendo a los hijos de puta que acaban de cagarme a palos y me quedo despierto, asustado, digamos que asustado, y lo único que me tranquiliza un poco es verle la carita a Karola cuando duerme tan plácida que casi me convence de que en algún lugar del mundo hay un mundo que vale la pena.”.
En la construcción efectiva de distintas voces, desde Gustavo, el único amigo de Julio, a su madre y padre, y con pasajes de primera persona a tercera que dinamizan la narración, seguimos en un juego de espejos y caminos aunados que de pronto se desplazan. La tensión entre lo que resuena y lo nuevo es una de las claves que mantienen la intriga. Julio sueña y fantasea con tener un perro, algo que su padre, a quien ama y odia, y con quien fracasa en cada intento de congraciarse, le prohíbe.
También hay referencias históricas concretas: la crisis del 2001, alguna marca temporal explícita en la década del noventa. La dictadura militar como un hito visto sólo por TV. Una trama que incluye sacerdotes católicos sádicos y abusadores (en fragmentos dignos de destacarse se dice, por ejemplo, que el “castigo” de mandar a los religiosos pedófilos a un monasterio en realidad es enviarlos “a un paraíso”. Todos estarán juntos y podrán disfrutar de ese tipo de sexualidad).
Los realismos delirantes de la realidad
Más allá de reponer ciertas realidades como ha sabido hacer el gran escritor argentino Ricardo Strafacce en La transformación de Rosendo que situaba la narración, en clave de ficción, en el mítico bar porteño Varela Varelita y la vida del ex vicepresidente Chacho Álvarez, acá también rondan otros temas. Vidas de J.M. se pregunta sobre el azar, la libertad, las elecciones y los condicionamientos externos en la vida interna de los personajes. Y las consecuencias sociales. ¿Qué factores operan para que uno tenga una vida y no otra? “Hay innumerables opciones y nadie sabe qué las determina. Es curioso, piensa Julio, cómo pelearse durante mucho tiempo crea una especie de amistad. Los dos siguen parados en la puerta”.
El personaje es obsesivo: no lo cuenta sino que “lo vemos”, por ejemplo, calcular el tiempo que le lleva comer un bife con puré -el único plato que consume- según el peso, en su búsqueda por no perder el tiempo en cenas y almuerzos. Ciclotímico, también pasa de sentirse un fracasado a un ser superior, lo cual refuerza la tesis de la novela sobre vidas paralelas, vidas posibles; la posibilidad de ser una persona y también otra, en simultáneo, o sucesivamente. Mientras en uno de esos posibles finales su deriva no tiene nada que ver con el espejismo de lo real, en otros parece ser de un realismo literal y delirante. Ambos adjetivos reflejan las contradicciones que son casi oxímoron, y que construyen la atmósfera en la cual viven los ciudadanos argentinos ante cada noticia diaria vinculada a las políticas de su gobierno y sus intervenciones mediáticas.
En uno de los tres itinerarios y sus respectivos finales -del resto no haremos spoiler- le proponen trabajar en TV y luego una postulación legislativa con miras a un cargo presidencial.
“Seguía pensando que era un disparate pero un gran disparate: él, el Loco, el Petiso, el fracasado al que nadie nunca había tomado en serio se podía convertir en un nombre que todos conocieran, en un hombre. Llegó a su casa: extrañó tanto a Sansón, haber podido preguntarle qué pensaba; los tres chinos, mientras, se peleaban como alguien solo se puede pelear consigo mismo. Pero llamó a su hermana y Karola le dijo lo mismo que Sanz: “No perdés nada, Yuls. Si querés yo te ayudo. Nos divertimos, la pasamos bien, te hacés más famoso, te invitan a las cenas, te suben el caché, te conseguís alguna mina que te guste, te llevás una guita importante y, de pura culpa, capaz que me comprás una cartera, ¿qué puede salir mal?”.
Más allá de lo atractivo o redundante que pueda resultarles a las lectoras y lectores ciertas partes del argumento, uno de los anzuelos seductores de esta narración es el humor. Este factor nos recuerda el ensayo del escritor y crítico Ariel Luppino, sobre cinco autores argentinos. Con perdón de la perplejidad que pueda causar a algunas vertientes críticas juntar un autor -César Aira- con otro -Martín Caparrós- como vamos a hacer vale el concepto: “Los mejores chistes de Aira tampoco pueden reconocerse como tales porque, contrariamente a lo que muchos creen, los buenos chistes no hacen reír sino que obligan a pensar.”
La ansiedad que genera tener varios links que expanden la historia convive con un efecto de lectura que nos hace pensar y sufrir, de otro modo, la realidad. La literatura, al fin y al cabo, nos permite experimentar otros finales, otras vidas posibles. O procesar la aberrante inquietud e incerteza de sucesos tan inverosímiles como evidentes, palpables en su mamarracho hiperbólico y desquiciado, en nuestro día a día.