Imagen de portada: "En San Isidro" documental realizado por Katherine Bisquet.
El 8 de marzo pasado asistí, como cada año, a la manifestación por el día de la mujer en México. Cubana, sin experiencia previa de participación en manifestaciones en mi país, esta ha sido una de las experiencias más importantes de vivir en una democracia que, aunque imperfecta y problemática, reconoce derechos fundamentales como el de ocupar la calle, acompañarse en esa ocupación por quienes comparten reclamos similares y gritar a toda voz aquello que es sentir común.
En los años que llevo en México he asistido a las marchas del 8M y, antes, a las del reclamo por los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. En las de Ayotzinapa comprendí el valor del dolor compartido, de un dolor colectivo que puede manifestarse en miles de voces, un centro gravitacional que da a esas miles de voces su sentido –en primer lugar, movilizándolas–. Aunque hay variadas formas de acción política; algunas definitorias, como el voto, nada supera el poder del encuentro en la calle: codearse con desconocidos que, al menos por el tiempo de la manifestación, no lo son tanto. Este 8M comprendí que además en las consignas y los mensajes enunciados en múltiples formatos hay un texto colectivo que puede leerse como un palimpsesto. Sus capas internas se conforman por aquellas ideas o demandas generales que convocan a la marcha, y a ellas se superponen mensajes que personalizan, especifican, varían e incluso reinterpretan los mensajes y demandas centrales.
Las manifestaciones atestiguan, en su interior, una diversidad que excede con mucho la idea –o las ideas comunes– que convoca a los participantes. Los recorridos de las consignas y los textos en pancartas, pintadas en paredes, impresiones sobre la ropa atraviesan en ellas transformaciones sorprendentes. Por ejemplo, la consigna “Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos” transformó en México el género y la causa al pasar de la demanda por la aparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa a los reclamos al Estado por la impunidad ante los feminicidios. En el primer caso, la consigna remitía al reclamo de aparición: habían sido llevados con vida, y así se demandaba que aparecieran, aun cuando la sensación de que no era posible encontrarlos vivos era cada vez más palpable. Había algo trágico en reclamarlos vivos, algo como la demanda de un salto del pensamiento, porque mientras no hubiera cuerpo, estaban presumiblemente vivos, pero la certeza de la muerte también era palpable. Toda una memoria de años de desapariciones, de experiencia de familiares de buscadores rastreando huellas de cuerpos desaparecidos habitaba en esa consigna; una que resuena a lo largo del continente latinoamericano y sus propias memorias de desapariciones durante las dictaduras. Y luego, las marchas feministas, impulsadas también por la impronta de la desaparición, el asesinato y tantas formas de violencia hacia los cuerpos de las mujeres, adoptaron la consigna feminizándola, cargando con los significados que tenía cuando se gritaba por los 43 estudiantes de Ayotzinapa y sumándole otros, pero tejida por los dolores comunes de la pérdida, la impunidad y la demanda de justicia.
Otro ejemplo notable es reconocible en la consigna “El pueblo unido jamás será vencido”, gritada a coro en Santiago de Cuba por cientos de personas reunidas para protestar por las precarias condiciones de vida en la isla y para reclamar la responsabilidad del gobierno cubano ante ellas. Tal consigna ha tenido posiblemente el recorrido más extenso posible como parte de la banda sonora de manifestaciones desde que fue creada como himno en 1973 por Quilapayún. Emblemática de la defensa del gobierno de Salvador Allende, la lucha contra la dictadura chilena y repetida luego en decenas de manifestaciones en todo el mundo, su expresión en Cuba pudiera parecer contradictoria. Pero no lo es. Expresa básicamente lo mismo que en otros contextos, la reivindicación de la resistencia colectiva contra el poder opresivo, cualquiera que sea su adscripción ideológica. El hecho de que en el caso cubano ese poder opresor sea un gobierno que se auto titula revolucionario, de izquierda y popular podría parecer improcedente pero evidencia la falsedad de esos títulos y más que eso, expresa cuál es el contenido real de los mismos.
Cuba no es un país con una tradición de manifestación pública en el pasado reciente. Lo fue, como cualquier otro, en el siglo XX, en particular durante las luchas primero contra la dictadura de Gerardo Machado y, décadas más tarde, contra la de Fulgencio Batista. Pero luego vino el largo impasse del tiempo revolucionario, el tiempo ocupado por ese proyecto que, destituyendo una dictadura, instaló otra que, por apellidarse “del proletariado”, excusó su carácter totalitario y exportó al resto del continente la idea de una alternativa para los más humildes; una revolución que restauraría la dignidad de los trabajadores, los campesinos, las mujeres, las personas negras. Paulatinamente, con más inmediatez de lo que es mayormente reconocible, la promesa dio paso al ejercicio totalitario del poder. Las manifestaciones en Cuba fueron apropiadas y reconvertidas, de ejercicios populares y cívicos, a enunciaciones del apoyo incondicional y unitario al proyecto de la revolución. Durante décadas, Cuba fue el país de las grandes marchas del Primero de Mayo, convocadas y organizadas por el aparato del Estado a través de sus organizaciones, pero también el país de la ausencia de manifestaciones no sancionadas por ese mismo aparato. Hubo siempre algunas emergencias –ni siquiera el poder totalitario existe sin fisuras– pero hasta el 11 de julio de 2021 no hubo manifestaciones masivas en Cuba. Al menos tres generaciones de cubanos perdieron la oportunidad de comprender que el espacio preferencial de la acción colectiva es la calle, y de experimentar el lazo que emerge en ella y la posibilidad de la autoría compartida en el lienzo polifónico que constituye la banda sonora y visual de una manifestación.
Fue así hasta el 11 de julio de 2021, cuando en decenas de municipios del país miles de personas salieron a la calle coreando consignas como Patria y Vida, Libertad y Díaz Canel Singao, expresando la inconformidad con la gestión gubernamental y el deseo de cambio. En una encuesta de Cubadata realizada poco antes de las manifestaciones (con una muestra de 2631 personas dentro de Cuba), si bien era posible reconocer una pérdida significativa de la legitimidad y la credibilidad del gobierno cubano, la intención de manifestarse en el espacio público no parecía muy alta: 45.1% de la muestra lo consideraba nada probable; 36.6% poco probable y 18.3% muy probable. Y sin embargo, ese día, miles de personas tomaron la calle. Y cuando el 17 de marzo de 2023 en el poblado de Carretera del Morro, Santiago de Cuba, y luego en Bayamo, la gente salió a manifestarse –porque a pesar de la dura represión, el impacto de ese 11 de julio no puede ser eliminado de la vida política cubana–, un grupo de personas gritó esa consigna tantas veces repetida a lo largo del continente: “El pueblo unido jamás será vencido”. ¿Cómo llegó esa consigna a sumarse a las demandas por comida y electricidad? Por un momento ese grito anunciaba que Cuba era también Latinoamérica, y que ahora podría añadir a las tantas iteraciones de esa frase un sentido particularmente local y contestario a la vez.
Esta señal de que Cuba puede pensarse dentro de la memoria, la historia y el futuro de la región, de una manera que no sea la que ha dictado mayoritariamente el imaginario de la revolución invencible respaldada por el pueblo, impone también el reconocimiento de diferencias fundamentales. Quizás por ser tan jóvenes, las protestas en Cuba tienen particularidades si se comparan con protestas en otros países. Un estudio sobre lo que Cecile Van de Velde denomina “escrituras de la ira” para referirse a la producción textual que forma parte de las protestas muestra que, en los últimos años, los “actos de escritura” que constituyen los carteles, slogans, grafitis de las manifestaciones, siguen el doble imperativo de la personalización y la comunicación, lo cual permite entenderlas como “performances políticos”.
En Cuba, el imperativo de la personalización no parece ser un factor importante, posiblemente porque las condiciones en las que ocurren las protestas no lo permite. Un entendimiento posible de la personalización pudiera darse quizás en el momento de la decisión de si participar o no en una protesta, pero una vez allí la performance política recurre más bien a la enunciación colectiva de consignas; el registro es además fundamentalmente oral y no recurre a la exhibición de carteles o pintadas en muros durante el tiempo de la protesta. Aunque han de nacer probablemente de una persona en particular, las consignas son gritadas a coro. Algunas son tomadas de otras fuentes y no nacen directamente en la protesta, como el “Patria y Vida”, verso central de una canción que sintetizó, en el año 2021, el deseo de cambio de una parte considerable de la población cubana; otros emergen en el formato dialógico de la conga santiaguera, en la que un solista y un coro alternan y completan entre ambos una idea, gritada mientras se avanza en la manifestación. Un ejemplo de esta tipología es la que en las más recientes protestas decía “No hay comida, no hay corriente”, a lo que el coro respondía “Pinga pa’l Presidente”, en una muestra clara de lo descarnado del lenguaje popular pero también de la comprensión de que la precariedad económica obedece a la pésima gestión gubernamental.
Cuando observaba a través de las redes sociales, desde la distancia geográfica de la Ciudad de México, las transmisiones en directo y los videos de las protestas en Cuba el domingo 17 de marzo de 2024, recordaba la manifestación del 8M y no podía más que establecer ciertos paralelos en las condiciones de la protesta social. En México, las marchas del 8M son expresión de un dolor colectivo, de una rabia que contiene expresiones individuales y situadas (los carteles con los nombres e imágenes de mujeres violadas, asesinadas y desaparecidas) y otras generales, que apelan a las y los manifestantes y le proveen una identidad compartida durante las horas de la manifestación.
En Cuba, el dolor colectivo y la rabia están también presentes; son reconocibles desde el momento mismo en que las protestas existen, aunque habían tomado antes otras formas menos explícitas. Las protestas no eran parte del panorama político cubano antes del 11 de julio de 2023. Han llegado a serlo porque la rabia y el dolor colectivo continúan agudizándose. El gobierno cubano ha comenzado –muy recientemente– a normalizarlas y, con tal normalización, intenta disminuir su importancia. Pero las protestas en Cuba requieren todavía de una sistematización que permita una diversificación del performance individual y colectivo, que permita algo tan común en otras partes del mundo como la utilización de soportes físicos para las consignas: carteles, pintadas en paredes, impresión sobre ropa, estandartes. Mientras tanto, lo que ya se grita es suficiente para romper el muro de silencio que la exhibición de la masividad típicamente totalitaria de las movilizaciones desde el Estado había levantado sobre la sociedad cubana.