El músculo siente un espasmo, un tirón repentino. Se acorta. Y no logra volver a estirarse. Es un dolor traicionero. Pero es una final. Y las finales se juegan al límite. ¿Cómo elegir qué pelota correr y cuál no? El problema es que, lejos de irse, la contracción comienza a hacerse sostenida. Y aunque se trate de una final, aunque la gloria esté a un paso, el deportista, es inevitable, ya juega pensando en el dolor. Lo quiera o no, su juego cambia. Es el inicio de la claudicación.
Maldito calambre.
Guillermo Coria lo sintió corriendo un contradrop en una jugada clave. Para ese partido y para su vida. Porque ese día, 6 de junio de 2004, está jugando contra Gastón Gaudio una mítica final argentina en uno de los torneos más importantes del tenis mundial, el Abierto de Francia, Roland Garros. Se llama así por un aviador francés, un héroe que murió en la Primera Guerra Mundial. Su polvo de ladrillo es nuestra superficie más tradicional. Allí se consagró en 1977 Guillermo Vilas, que esa tarde está en la cancha para darle el trofeo al ganador.
Coria, que se llama Guillermo por Vilas, es el favorito. Está tercero en el ranking mundial y tiene apenas 22 años. Lleva apenas un partido perdido en el año. Cedió solo un set en todo el torneo. Ahora, en la final, está aplastando a Gaudio, que tiene 25 años, es 44 del mundo y es, también, el jugador revelación: le ganó la semifinal a David Nalbandian. Son los años de Legión argentina, una notable camada de jugadores que dos décadas atrás dominó buena parte del tenis mundial.
Coria gana los dos primeros sets en apenas una hora. 6-0 y 6-3. El tercer set es más parejo. Gaudio acaba de jugar con el público. La gente hace la ola, lo apoya, quiere una final combatida. El marcador está 4-4. Coria saca 40-15. El punto se hace interminable. La pelota pasa 24 veces por encima de la red. Coria domina. Tres son las chances del “mago” para definir. No lo hace. Sí lo hace, en cambio, Gaudio. Es el drop final al que Coria no llega. Gaudio descuenta: 40-30. A Coria le queda un punto más, con su saque a favor, para llevarse el game y ponerse 5-4. Está a un paso de su primer título de Grand Slam. En viaje inevitable a ser el número uno del mundo.
Pero cuando corrió ese último drop sintió el maldito tirón. El juego mental hizo el resto: destruyó a Coria y resucitó a Gaudio. El final es conocido. Gaudio se llevó ese tercer set 6-4. Y luego ganó los dos siguientes 6-1 y 8-6. Gaudio campeón de una final no extraordinaria, pero sí dramática. Cinco sets, tres horas y media de argentinidad al palo. 24 puntos de rating en el cable (ESPN) y otros 24 en TV abierta (América). Y el mundo mirando.
“Ese partido tuvo mucha más emocionalidad que tenis”, me dice hoy Pablo Pécora. Me escribe desde Roland Garros, como psicólogo deportivo de Tomás Echeverry. Hace veinte años, en el mismo torneo, atendía desde Buenos Aires a Gaudio. Hablaba todas las mañanas con un tenista que era una mezcla de talento y, por momentos, puro ejercicio de autodestrucción. “¡Qué mal la estoy pasando!”, gritaba Gaudio ya en segunda ronda. Fue un torneo difícil y comenzó a sufrirlo ni bien se enteró que el primer partido sería contra Guillermo Cañas (corredor incansable, otro nombre propio de la Legión). “¡Qué vida de mierda!”, seguía Gaudio en pleno partido. “¡Soy un fracasado!”. Altibajos en terapia.
“Todo lo que pasa en la mente repercute en el cuerpo y todo lo que pasa en el cuerpo repercute en nuestra mente”, me dice Pécora, que fue psicólogo de un pibe que, cuentan las crónicas, creció con chofer, casa de dos plantas en Adrogué (zona sur acomodada en el Gran Buenos Aires), vacaciones en la playa, rugby y talento canchero, pero que a los 14 años (infarto de padre mediante), debió asumir que el tenis pasaría a ser su posible medio de vida. Como le dijo el propio Vilas cuando quedó flechado al verlo jugar en ese momento en su club del barrio de Palermo: “Nene, vos no tenés ni la menor idea de la cantidad de plata que hay en esa mano”. Coria, por lo contrario, había crecido con más esfuerzo y ambición en Rufino, Santa Fe, con papá profesor de tenis: un hijo con pasta de crack que con apenas 13 años viajó para formarse en Key Biscayne, Estados Unidos, obligado a cocinarse, lavar su ropa, comer a veces magro con 50 dólares a la semana, dormir en colchoneta en el piso de una habitación prestada.
Suele decirse que el deporte es formativo, pero el tenis (extremadamente individualista, jugadores que compiten y conviven con un número de ranking desde niños) puede ser más complejo. En su primera conferencia en Roland Garros, ante periodistas de todo el mundo, la primera pregunta para recibió Coria fue cómo festejaría, dando por descontado que el título sería suyo. “No tuve la humildad, los huevos y el coraje de decir che, estoy cagado en las patas, tengo miedo”, contaría años después a Alejandro Fantino. La noche previa a la final habló con Gil Reyes, hombre clave en la carrera de Andre Agassi. “Le dije que el único miedo que tenía era acalambrarme”. A Coria ya le había sucedido un año antes. Justamente contra Gaudio. Semifinal del Masters de Hamburgo. Pero terminó ganando 6-0 en el tercer set. Fue a la red a saludar a Gaudio rengueando, con gestos de dolor. “¿Qué te pasa? Si mirás mal te cago a trompadas, gil”, dicen que le dijo Gaudio y luego, en el vestuario, lo agarró del cuello. Eso último Coria lo desmiente. Como sea, había vieja tensión entre ambos, saludos y bailecitos futboleros infantiles según quien ganara (Coria de River, Gaudio de Independiente). El deporte no siempre tiene que ser formativo.
Aunque suene contradictorio, Coria cree que ir ganando tan fácil esa final le terminó jugando en contra. Que en un partido reñido no habría tenido tiempo para pensar. Porque en el momento del 6-0, 6-3, 4-3, como tan sencillo iba todo, pensó que ese podría ser el último cambio de lado. “Ahí empecé a ponerme nervioso”. Pensó en un viejo e injusto caso de doping en 2001 que había logrado revertir. “Estaba con odio, mucho odio” por muchas cosas acumuladas. Y esperando el reinicio. Pero justo en ese momento vio que Gaudio comenzó “a hacer lo de la ola, a jugar con la gente. Ahí empecé a ponerme cada vez más nervioso”. Gaudio ganó ese game (4-4). Y volvió a ganar el siguiente con ese contradrop al que Coria no llegó.
Calambre.
“Fue cien por ciento psicológico. Empiezo a pensar que me acalambro y, automáticamente, en cinco minutos, estaba todo acalambrado”. Dicen los médicos: “experimentar estrés psicológico o altos niveles de ansiedad puede provocar exceso de tensión en los músculos y calambres musculares”. Y dice el diccionario etimológico que calambre viene de “crampe”, palabra (no podía ser de otra manera) de origen francés.
Habla ahora Pécora, el psicólogo, que me responde desde Roland Garros, veinte años después: “Cuando un jugador compite pasa por un sinfín de emociones que pueden modificarse en cuestión de segundos, por eso es tan importante mantener el equilibrio emocional. Se puede pasar de la alegría a la tristeza, del enojo a la alegría y viceversa. El tenis es una catarata emocional. Competir es, en definitiva, una experiencia emocional fuerte. Pero estos cambios no nos deben alejar del plan táctico, solo leer qué va pasando en el partido para mejorar, para cambiar o continuar con el rumbo (plan de juego). A veces, por un exceso de autocrítica, partiendo de lugares equivocados (‘¿cómo voy a errar esa pelota?’), algo que sí puede ocurrir, porque uno compite bajo una presión no fácil de manejar, que puede ser causada por factores externos o también por pensamientos internos. Entonces se desata esa batalla interna, como si se prendiera otra pantalla, pegada a la que tiene la info del partido, donde uno proyecta sus inseguridades, dudas, miedos (‘no puedo perder contra este’, ‘no se me puede escapar este partido’, ‘es mi oportunidad, quizás nunca más tenga otra’). Se instala en nuestra cabeza un terrorista interno y nos aleja del ganar; hay personas que hasta parecen disfrutar en ese maltrato sin entender que uno compite con las cartas de ese día y que todo lo que hace va con la intención de ganar. Claro, a veces el otro es mejor, o simplemente ese día las cosas no salen como uno quiere (como casi todo lo que hacemos), salen como podemos. Es importante la construcción de un autodiálogo constructivo, con aceptación, compasión y a su vez trabaje sobre las cosas a mejorar más que sobre las cosas que están mal”.
Uno abrumado, el otro agrandado, la final se dio vuelta y quedó dos sets para cada uno, pero recobró paridad absoluta en el quinto y último set, cuando Coria estuvo inclusive dos veces match point (a solo un punto de ganar 7-5). Y con su saque. El primer revés paralelo salió un centímetro afuera. En la segunda el drive se fue largo. “Esos cinco centímetros por los que insulté tanto tiempo fueron los mismos que salvaron a Thiago de caer con la cabeza en un cordón de hormigón”. Es Coria, mucho tiempo después, hablando de una caída de cinco metros de su hijo, que no respondía, tuvo respiración boca a boca, ambulancia urgente, hospital y fractura de cráneo, pero a salvo porque golpeó contra el polvo de ladrillo. Cinco centímetros que casi le cuestan la vida. Mucho más que una final de Grand Slam.
El post Roland Garros 2004 no fue fácil para Coria. Operación de hombro. Un título solitario en Umag en 2005, finales perdidas ante el nuevo fenómeno, Rafael Nadal, entrenadores varios, dobles faltas, ayuda psicológica (primero con el estadounidense Jim Loehr y luego con el propio Pécora, que ya no trabajaba con Gaudio), el miedo al avión y el retiro definitivo en 2009, con apenas 27 años.
Gaudio, en cambio, acumuló finales, títulos y dos años seguidos en el top ten, pero cerró 2007 en el puesto 182, sufrió 16 meses sin victorias en 2008, cayó al lugar 762 del ranking (subió luego al 201) y se retiró oficialmente en 2011. Estaba en Qatar cuando quise ubicarlo para esta nota. Declinó hablar. En 2018, con aquella Legión unida para dirigir el tenis nacional, Coria y Gaudio, nada menos, asumieron la capitanía conjunta del equipo de Copa Davis (hoy sigue en manos del primero). Guillermo lidera un equipo sin los pergaminos de la vieja Legión y del que suele formar parte su hermano Federico, que perdió en primera rueda del Roland Garros hace algunos días.
La final de hace veinte años en París fue señalada en ese momento por el periodista Sebastián Fest con una descripción muy argenta: “Una sesión de psicoanálisis a cielo abierto”. El partido, escribió Alejandro Prosdocimi en su buen libro La Final, “fue un collage de pasajes disímiles y borders, con escenas de terapia pública, autoflagelo, ritos colectivos, catarsis masiva y autodestrucción”. Y “nos reveló qué tan alto podía llegar el talento argentino, pero lo caro, lo absurdamente caro, que era el precio que nuestros compatriotas pagaban para llegar hasta ahí”. Dos jugadores dejaron todo para estar en una final así, pero jamás imaginaron que ese momento sería contra el opuesto menos deseado. “El obsesivo Coria vs el histérico Gaudio”, graficó un análisis apresurado en la web. Otro acercó un texto de 1916 de Sigmund Freud: Los que fracasan al triunfar. La Lady Macbeth de Shakespeare, “vigorosa personalidad que después de luchar con tremenda energía por la consecución de un deseo —escribió Freud— se derrumba una vez alcanzado el éxito”.
“Esos chicos —me ayuda Pécora— pasaron por un montón de emociones y deben haber tenido todo tipo de pensamientos. Quizás ganó quien pudo sobrellevar con más equilibrio este aspecto, si bien fue una montaña rusa permanente”. El Match point de Woody Allen. La moneda que cae de un lado o de otro. Y, según el lado, cambia todo.
“Pensaba en cuánta locura de argentinidad al palo puesta allí en dos pibes de 22 y 25 años”, le digo a Pécora.
Y responde de inmediato: “Sí”.