En 1980 Roland Barthes escribió una carta titulada “Querido Antonioni”, dirigida al cineasta italiano y publicada en Cahiers du cinema. Allí reflexiona sobre las cualidades que debe tener un artista. Una de ellas: la fragilidad. Barthes adjudica ese rasgo del artista a su insistencia en mirar y opone a “la mirada”, como cualidad, “el poder”, como violencia. Provocadora oposición si pensáramos a la mirada como vigilancia, pero Barthes piensa a la mirada como una inquietud, como un deseo, un desborde. Aquí el poder es lo contrario al artista. El poder no mira nunca, no se detiene en algo, la esencia del poder es no tener pausa. En cambio el artista contempla, pierde el tiempo mirando. Y en el caso de un director de cine esa cualidad es doble: mira por disposición técnica, filma, pero además, insiste en la mirada, mira radicalmente las cosas hasta su agotamiento.
La relación entre cine y mirada es inagotable. Se ha pensado en la posición de quien mira, en la mirada de quien filma, en la mirada de los personajes (en sus ojos mirando, en lo que sus ojos ven), en la cámara como imitación de la mirada: el cine ha ensayado una y mil veces alrededor de qué significa mirar y filmar. Por poner algunos ejemplos: Blow up (Michelangelo Antonioni) la mirada del fotógrafo como reveladora; Cleo de 5 a 7 (Agnès Varda), la mirada que se asume mirante y cambia la subjetividad de la protagonista; La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock), la mirada como la del espectador de cine, la mirada como espía. Y sin embargo, seguimos mirando, pensando y ensayando sobre ese tándem indivisible que también es el centro neurálgico de Challengers, la última película de Luca Guadagnino.
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Antes de ver al clásico león del estudio Metro-Goldwyn-Mayer rugiendo, vemos el plano en diagonal de una cancha de tenis y la sombra de los oponentes. Antes del rugido vemos tres planos muy cortos, consecutivos y en cámara lenta que muestran miradas. Tres miradas ancladas al cuerpo porque para Guadagnino, el director de Call me by your name y Bones and all, todo es cuerpo, no hay mirada sin cuerpo: la primera transpira y se eleva, la segunda se asusta, levanta los brazos y la tercera se frunce, se enoja. Las miradas en Guadagnino sienten: “las manos quieren ver, los ojos quieren acariciar”, cita Barthes a Goethe y es la definición perfecta del cine del italiano. Antes del león es casi como decir antes de la película. Las miradas de estos tres personajes son el prólogo del film, las miradas nos miran, nos dicen algo. No estamos ante una película sobre tenis, estamos ante una película sobre la mirada en su sentido más sensacional.
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Una vez ubicados en tiempo y espacio, Nueva York, una tarde de agosto en 2019. De un lado Patrick Zweig (Josh O'Connor), del otro, Art Donaldson (Mike Faist). Juegan el primer set en la final de un torneo menor, un challenger de tenis. La cámara hace lo suyo: todo es mostrado en un plano oblicuo, sesgado, hay un partido de tenis pero nada será mostrado como en la televisión, seguimos en una película y, aunque el león de MGM lo evidencia, luego de algunos puntos jugados, cuando Donaldson tire la pelota hacia arriba y una música electrónica nos haga mover la cabeza de arriba-abajo, un traveling in que roza el hombro del umpire, viajará pegado a la red hacia el público, que mueve la cabeza de lado a lado buscando la pelota, para posarse finalmente sobre la mirada de Tashi Duncan (Zendaya) que en ese instante dejará de moverse para clavar sus ojos en Art.
Este partido de tenis será el presente y eje ordenador de la película, narrando un triángulo amoroso y deportivo con saltos temporales que irán desde los 15 minutos previos hasta los 13 años antes. Y si la película inicia con toda esa tensión visual, musical, fílmica en general, rápidamente Guadagnino descomprime el clímax haciendo sonar una alarma de iphone y llevándonos dos semanas atrás. Art es un tenista profesional casado con Tashi, una jugadora retirada que además de entrenarlo, dirige su carrera deportiva que parece atravesar una meseta. Art ganó varias veces tres de los cuatro Grand Slam pero no logra ganar el U.S. Open, su próximo y más importante desafío. Los vemos en una habitación de hotel de lujo, rodeados de terapeutas, estiramientos, suplementos, minerales, ejercicios: todo aquí gira alrededor del cuerpo y el rendimiento. Art está jugando un torneo y pierde con un novato, queda afuera de nuevos campeonatos. Tashi lo mira con desprecio mientras él dice que solo es una cuestión de confianza. Ella insiste, desafía: “podemos ser gente rica o podés volver a ser un jugador de tenis”. Él la busca, con la mirada, con el cuerpo, ella es esquiva, fría, lo castiga a su manera. Decide anotarlo en un torneo menor, uno en el que ganar no sea un problema. Pero nosotros ya sabemos que algo más estará en juego. Su pequeña hija interrumpe, pide ver una película con sus padres, Tashi responde que sí, pero que más tarde, que ahora están hablando de tenis: “siempre están hablando de tenis”. ¿Qué significa hablar de tenis en Challengers? ¿Qué significa el tenis para estos personajes? ¿Qué anuda las vidas de Art y Tashi además de la red?
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¿Cómo se presenta esta película? El poster oficial retrata a una mujer en primer plano que mira un partido de tenis. ¿Cómo sabemos qué mira? Elige mostrar sus ojos detrás de unos lentes de sol que reflejan a los contrincantes. Solo en esta imagen, hay tenis, hay competencia y hay un triángulo amoroso. Pero sobre todo hay mirada: todo está montado sobre los ojos.
Se ha dicho mucho que esta película está “inspirada” en Strangers on a train (en español, Pacto Siniestro) de Alfred Hitchcock, porque allí también el tenis funcionaba como escenario para narrar otra cosa y por el modo en el que está rodada la escena inicial, pero el homenaje empieza acá, en la elección de esta imagen imposible (físicamente imposible) para el poster. En aquel film Hitchcock también retrataba en el reflejo de unos anteojos tirados en el piso un crimen fundamental, un crimen sin testigos, excepto esa mirada huérfana. “Te miro como se mira lo imposible”, escribe Barthes en un ensayo que se llama Directo a los ojos. Que el poster de Challengers elija retratar un ángulo imposible del tenis también nos anticipa algo de la ambición de Guadagnino en esta película.
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Otra vez el tiempo se mueve y estamos a pocos días del torneo amateur. Vemos a Patrick, el rival de Art, arribar a la ciudad sin dinero para pagar un hotel: de nuevo Art estará enfrentando una final con un inexperto, alguien que debe dormir en su auto, mendigar comida y pedir un pago adelantado para poder inscribirse en el challenger. Cuando volvemos al partido final que estructura la película, nuestra mirada es diferente: vemos distinto los modos en los que los jugadores se visten, se enojan, se mueven. Los cuerpos juegan diferente: si Patrick balancea su brazo hacia atrás con la raqueta antes del saque, Art tiene un movimiento mucho más refinado y sutil. Prestamos otra atención a los modos de mirarse, de sobrarse, de desafiarse. Pero también cambia la forma en la que miramos a Tashi mirar, creemos saber lo que está en juego para ella, pero la tensión que transmiten sus ojos y su cuerpo es desproporcionada. Empezamos a preguntarnos: ¿Quién es Patrick? ¿Qué representa además de un tenista menor al que Arti debería poder ganarle? Guadagnino utiliza el flashback más extenso de todos y nos sitúa 13 años antes en el match point de un torneo de dobles junior. Los que juegan y ganan el punto final son Art y Patrick que celebran revolcándose en el piso de la cancha azul mientras gritan eufóricos y se besan. Descubrimos una complicidad de la que solo los adolescentes son capaces, una mezcla de inocencia y desborde, chistes malos y el roce de los cuerpos siempre a la orden. Art y Patrick son ese tipo de mejores amigos inseparables, los que aprendieron a masturbarse juntos, recuerdan a cada chica que les gustó y conocen los nombres de los abuelos que ya viven en geriátricos. Esa cofradía hecha de historia y cuerpo empezará a horadarse la tarde en la que juntos vean por primera vez jugar a Tashi Duncan, la sensación en el torneo del 2006 y la tenista más sexy de la universidad. Vemos a Tashi entrar en juego como la ven Art y Patrick, la vemos estirar y calentar mientras la música electrónica repite yeah yeah yeah yeah y también nosotros estamos encantados por la organicidad con la que Tashi se mueve. Guadagnino y la mirada otra vez. Este partido está filmado casi íntegramente con el lente sobre Tashi: la vemos a ella rematar y a ellos mirarla. Y cuando la cámara se cansa de filmarla, elige encuadrar su sombra, que se mueve como en un baile sobre la superficie azul y verde. A Guadagnino no le importa el tenis, le importa el cuerpo, la potencia de un cuerpo, la belleza del cuerpo en movimiento, lo que puede y lo que no puede un cuerpo, su fragilidad y su desborde. Pero el desborde también de la exigencia que sentimos cuando Tashi gana y grita, fuera de sí, como un orgasmo: ¡¡¡¡Come on!!!!!
¿Cómo muestra Guadagnino el flechazo de Art y Patrick? Los filma mirarla, buscarla a la noche en una fiesta. Tashi es pregnante: baila y encanta. Y más tarde en el mar, con casi la única música no electrónica del repertorio que compusieron Trent Reznor y Atticus Ross, se produce la magia. Como una sirena que lanza un hechizo cantando, Tashi les habla de tenis a sus enamorados que no pueden dejar de mirarla: tennis is a relationship, confiesa y deja ver lo que de verdad importa en Challengers.
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Entre el techno y la electrónica la música juega un rol estructural en la película desde el comienzo. Entra y sale del film en la mitad de las escenas dejando de repente a los personajes en un silencio subrayado o haciendo un contrapunto perfecto entre el andar de Art y Tashi en cámara súper lenta con una música que invita al baile desenfrenado. No es usada únicamente durante los partidos de tenis, en los que convierte a los jugadores en bailarines y al deporte en una coreografía perfecta, sino que también electrifica instantes más banales, domésticos o amorosos.
La escena que tal vez más trascendió en los avances del film es la de los tres protagonistas besándose en la cama. Cualquier seguidor del director italiano pudo imaginar que sería el preámbulo de una orgía desenfrenada. Sin embargo, Guadagnino esquiva la orgía y en una película repleta de música que retuerce las escenas en el sentido más dramático posible, al momento, aparentemente, más hot del film decide dejarlo con su sonido natural: el ruido que producen los besos, las caricias y una radio sonando de fondo. ¿Qué es lo más sugerente de este instante? El momento en el que Tashi hace a Art y Patrick besarse, la música se vuelve protagonista, sale del ambiente, entra de lleno en la escena y Guadagnino encuadra a Tashi mirarlos con ambición y a ellos besarse desde el ángulo en el que ella los mira. Otra vez, Tashi mirando y ellos jugando. Tennis is a relationship, pero entre tres, siempre entre tres, porque no hay tenis sin árbitro, no hay tenis sin mirada. Antes de irse del cuarto repentinamente, Tashi anuncia que le dará su número de teléfono al que gane el partido que jueguen al día siguiente: la competencia está en marcha. La adolescencia y lo erótico son dos terrenos en los que Guadagnino juega y muy bien (Call me by your name, Bones and all, We are who we are, por pensar algunos ejemplos) pero lo nuevo en Challengers es que esos dos rasgos, tan explorados por el director, están atravesados por la competencia
“Siempre pensé que el amor se hacía de a tres: un ojo que mira, mientras el deseo circula de uno al otro”, responde Marguerite Duras cuando le preguntan por la recurrencia de los triángulos en sus obras. El triángulo amoroso es un clásico narrativo de la literatura y del cine. ¿Por qué es tan recurrente? ¿Cómo pueden producir sensaciones tan diversas? ¿Qué tienen de excitantes? Siguiendo a Duras el triángulo hace explícito lo que el amor siempre produce. Pero podríamos aventurar que lo que apasiona de los triángulos es cómo circula el deseo entre quienes lo construyen. A simple vista creemos que hay un eje que estructura y domina al resto, pero sabemos que en el fondo participar de esta composición afectiva nos une al adversario, hay algo en el contrincante que también seduce y a veces seduce más que el premio. En Challengers, como ocurría entre los varones protagonistas del clásico film noir Gilda, la tensión sexual entre Art y Patrick es evidente. La forma en la que se miran y tocan mientras comen un churro y hablan de Tashi, o el modo en el que “hablan de tenis” en un sauna, pone al deseo entre ellos sobre la mesa y a la chica en un segundo plano. Incluso en esa charla de sauna hay tres capas semánticas: un subtexto evidente al “hablar de tenis”, que ambos compiten por Tashi, pero lo que también subyace al diálogo es la competencia como un modo de la seducción entre ellos.
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En 1962 François Truffaut y Alfred Hitchcock conversaron durante cincuenta horas. El francés le hizo al británico más de quinientas preguntas que luego se editarían en un libro legendario, El cine según Hitchcock. Allí, Truffaut introduce: “se reconocerá el suspense incluso en una escena de conversación entre dos personajes, simplemente por la calidad dramática del encuadre, por la manera realmente única de distribuir las miradas, de simplificar los gestos, de repartir los silencios en el transcurso del diálogo, por el arte de crear en el público la sensación de que uno de los dos personajes domina al otro”.
Ya dijimos que Hitchcock está presente en Challengers desde el póster y el homenaje explícito a Strangers on a train, pero también aparece en el modo de estructurar el relato a través del suspenso (llenarlo de agujeros, preguntas, saltos temporales, intrigas) y más aún en la manera melodramática en el que ese suspenso está construido: con los cuerpos, los gestos, los silencios, las miradas. Podríamos arriesgar que la intriga como factor está presente en cualquier partido de tenis, pero lo que no le es propio al tenis es el melodrama, rasgo ineludible de los films del inglés. Eso es lo que introduce Guadagnino en el tenis y lo que lo vuelve cinematográfico.
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La exploración de la mirada como relación se profundiza a medida que avanza la película de la mano de ir develándonos qué pasó en la trama para traernos hasta esta final. Si el suspenso en el cine es la dramatización del material narrativo de un film, los últimos 25 minutos de película son el climax total del suspenso. Guadagnino vuelve a la imagen imposible del poster y la monta en escena. Vemos la espalda de Tashi y a cada uno de ellos de lado a lado.
Algo se quiebra en la trama y el uso de primeros planos y de cámara subjetiva es cada vez mayor, cada vez más inquietante, hasta introducirse también en el partido. Primero detrás de las raquetas y de frente al oponente. Ahora somos nosotros los que estamos jugando, los que corremos detrás de la pelota, los que la lanzamos hacia arriba antes del saque. El montaje va y viene frenético, entre el tie break y lo que pasó la noche anterior en medio de un viento huracanado como solo puede soplar el viento en un melodrama mientras un coro de niños canta de fondo. De vuelta en el partido, entre la cámara lenta, la música en su estado más desenfrenado y el primer match point, Patrick le confiesa algo a Art con un gesto que solo ellos conocen. La deja afuera a Tashi y vuelve a quebrar la trama. Otra vez tie break, pero ahora la ambición de la cámara irá un paso más adelante: te filmo como se filma lo imposible. Si ahora ellos juegan, también lo hace Guadagnino, que filma desde cada uno de los ángulos que existen, no le alcanza con la subjetiva de los jugadores, filma desde el piso y vemos picar a la pelota desde abajo como si fuéramos el suelo, como si el piso tuviera ojos y por último, con una reconstrucción en cgi maravillosa, toma el punto de vista de la pelota: si como decía Duras el amor siempre se hace de a tres y es el deseo el que circula de un lado al otro, ahora la pelota es el deseo.
Tashi salió del centro, ya no importa su mirada, la que mira el juego es la pelota y vamos de un lado a otro mientras la raqueta nos golpea. Ya no vemos un partido, vemos una danza, una coreografía, vemos a los cuerpos cada vez más al borde por alcanzar la pelota. Volvemos al inicio, ponemos contexto a las miradas que abrieron la película, el principio es este instante antes del final que es puro cuerpo: Guadagnino y su máquina de mirar. Si en La ventana indiscreta, la película sobre la mirada por excelencia, se usaba la cámara subjetiva para mostrar lo que alguien veía y Hitchcock nos volvía cómplices de un espía, en Challengers el lugar de la mirada rebota con frenesí y estamos siempre en el medio. Somos el personaje mirado y a la vez vemos a quien nos mira directo a los ojos. No somos cómplices, somos protagonistas. No estamos afuera. Tennis is a relationship, la mirada de Guadagnino también.