Javier Milei llora emocionado junto al Muro de los Lamentos, se reúne con rabinos ortodoxos, transforma un baile tradicional en un pogo tosco. El presidente declara su apoyo incondicional al Estado de Israel, reafirma su derecho a la “legítima defensa” ante Hamas, equiparándolo con el nazismo, promete el traslado de la embajada argentina a Jerusalén, de pie junto a Benjamin Netanyahu. Dos facetas de la relación que el primer mandatario argentino tejió con el judaísmo y que, como casi todo en la vida pública, convergen: lo personal es político, proponía un dictum progresista.
El estilo vistoso y virulento de Milei pone en primer plano una performance que destila retórica e imaginería. Pero su vínculo con la religión y la cultura hebreas adquieren otro tenor cuando son leídos en una perspectiva que enlaza estos modismos con una historia política que supera la del “León”, pero que éste se encuentra reescribiendo. Su travesía por Medio Oriente, la más reciente estación en el viaje personal del primer mandatario, ocurre en medio de una transformación de especial relevancia para el campo de las derechas. Una clave en la formación de La Libertad Avanza es su carácter fusionista: la capacidad de articular aspectos muy distintos de diversas vertientes derechistas en una síntesis dinámica y móvil. Ese fusionismo de derechas heterogéneas que confluyen en LLA se replica en la imbricación del plano confesional y político en el propio Milei.
Educado en un colegio católico tradicional, el economista no fue afecto a las referencias religiosas sino hasta la muerte de su perro Conan en 2017, cuando sufrió una profunda crisis personal. Desde entonces, y con mayor intensidad durante la pandemia, sus opiniones de inclinación libertariana, sus ataques a la política tradicional y sus críticas al Estado como organización “cleptocrática” convivieron crecientemente con reflexiones espirituales que, como las anteriores, fueron presentadas de manera altisonante.
Algunas de las metáforas que utilizó el presidente fueron más convencionales, como llamar a Dios “El Jefe” o “El UNO”. También tomó prestado terminos de la Biblia, como “el Maligno” para referirse al Diablo o remitió a episodios del Antiguo Testamento, por ejemplo el éxodo del pueblo judío en Egipto o la rebelión de los macabeos, de donde provienen las mentadas “fuerzas del Cielo”. La presencia de elementos confesionales en el lenguaje de Milei coincidió con su armado político, donde ingresaron desde neoliberales ortodoxos hasta nacionalistas reaccionarios, potenciando el efecto fusionista con el cual esta “nueva derecha” dibujaba su rostro por fuera del mainstream encarnado por el PRO, e incluso en oposición al perfil moderado del partido creado por Mauricio Macri. Una construcción tanto política como cultural que hizo de la religión uno de sus pilares, menos visible que las fórmulas económicas o las posiciones “anti-casta”, pero igualmente gravitante.
El fusionismo de derechas heterogéneas que confluyen en LLA se replica en la imbricación del plano confesional y político en el propio Milei.
El proceso no fue simplemente “táctico”: el referente de LLA manifestó su voluntad de convertirse al judaísmo, al punto de comenzar a leer la Torá, expresar sentencias de referentes religiosos y fotografiarse usando kipá. La búsqueda espiritual exhibió notables paralelos con sus inquietudes intelectuales: así como Milei pasó de la Escuela Austríaca al fanatismo por el economista Murray Rothbard, dentro de las variopintas corrientes que hoy existen dentro de la religión hebrea el libertario se inclinó por una de las más conservadoras, que ligó a su ideario político. Fusión entre ideologías, fusión entre religión y política: en ambos planos, el economista y su espacio partidario traen novedades para las derechas argentinas, en una síntesis radicalizada.
Las derechas argentinas y la cuestión judía
La historia de la “cuestión judía” entre las derechas argentinas no escapó a las principales líneas de sentido de esa geografía ideológica: las relaciones en tensión entre la familia liberal-conservadora y la nacionalista-reaccionaria, el impacto de las agendas internacionales, el peso de la cuestión religiosa. Mientras la tradición liberal-conservadora buscó promover un ideario laico, cosmopolita e ilustrado que hacía de la inmigración protestante europea un norte demográfico y civilizatorio, el nacionalismo-reaccionario la acusó de atea y extranjerizante, elogiando el pasado hispanista y católico argentino –al modo de las “tradiciones inventadas”analizadas por Eric Hobsbawm– a la vez que alertó sobre el peligro de “componentes extraños” que infectarían de materialismo la vida espiritual de la nación. Ese argumento recorrió transversalmente el tablero ideológico y, para la década de 1930, muchos nacionalistas abrevaban tanto en los prejuicios consolidados de esa mirada, reflejados en novelas como La bolsa (1891) de Julián Martel y en los pogroms ocurridos durante la Semana Trágica, como en novedades provenientes de Europa como el “racismo científico” oficializado por el Tercer Reich. El antisemitismo mostraba un rostro marcado por estereotipos y de pretención biologicista y empirista.
En ese contexto, antisemitismo teológico y político se plegaron: el judaísmo era una religión, pero también una identidad y una cultura ajenas a los contornos de la nacionalidad a la que los judíos buscarían desdibujar motorizando ideas pendulares, como el capitalismo y el comunismo, que se unirían en su voluntad anti-nacional. Gracias a su control de las finanzas y los medios, como proponía Hugo Wast en sus best sellers Kahal y Oro (1935), los estómagos y las mentes de los cristianos quedaban a merced de los judíos, cuyo dominio era simbolizado por una serpiente que marchaba triunfalmente hacia Jerusalén.
La influencia de esas perspectivas llevó a que ciertos liberales se acercaran a la renovación católica, que promovía el pluralismo y la democracia desde mediados de la misma década de 1930 en contra de aquellas ideas conspirativas y antisemitas. Esto creó una escisión que no pudo ser superada ni siquiera en las concordancias entre ambos idearios, hasta que una retórica común en base a los criterios de la Guerra Fría los acercó durante los años sesenta y setenta. En ese momento, la idea de frontera ideológica se trazó con contornos religiosos, permitiendo redibujar las relaciones entre los discursos de nacionalistas-reaccionarios y liberal-conservadores. Fue un primer efecto del fusionismo que hoy despliega LLA.
En esas décadas que marcaron el siglo pasado, el vocabulario antitotalitario del liberalismo-conservador aceptó un léxico y unas categorías cada vez más alejadas de los sentidos universalistas de su tradición, en tanto ya no se trataba de enfrentar al fascismo sino al comunismo por lo que, si el antifascismo había implicado alianzas con las izquierdas, el anticomunismo las reemplazó por vínculos con nacionalistas e integristas marcadamente antiliberales.
Durante la última dictadura, el “caso Timerman” fue ejemplar en esa dinámica: así como los liberal-conservadores argentinos hacían circular una profusa literatura anti-totalitaria de autores judíos emigrados desde Europa huyendo del fascismo o del estalinismo, también daban lugar a acusaciones conspirativas. En ese marco, el secuestro y detención del periodista y editor Jacobo Timerman se articularon con las sostenidas por los nacionalistas antisemitas, en el contexto del discurso occidentalista del “Proceso de Reorganización Nacional”, que fue promulgado también desde las derechas liberales.
El ciclo de marginación del nacionalismo en el ecosistema de las derechas locales tras el retorno democrático, cuando cargó con la cruz de la violencia secular, dio a los liberal-conservadores la ocasión de levantar una bandera que colocaba a su tradición como amiga histórica de la cultura judía. Esa narración, propuso la existencia de una secuencia lógica entre judaísmo-catolicismo-protestantismo y modernidad; sobre sus mitos y su historia edificó parábolas sobre la libertad, leyó a pensadores como Baruch Spinoza como artífices del pluralismo político, convergió con el activismo judío en el antifascismo y, finalmente, entendió al Estado de Israel como la consumación de un pequeño Occidente en Oriente, a cuyo panteón sumó como íconos a Albert Einstein, Anna Frank o David Ben-Gurión. Por el contrario, los nacionalistas-reaccionarios se atrincheraron en sus posiciones. Revistas como Cabildo y El Ataque publicaron durante el alfonsinismo caricaturas que parecían editadas cincuenta años atrás, causando escozor y denuncias de parte de los protagonistas de la “primavera democrática”. Desde los márgenes del sistema político editaron literatura conspirativa, promovieron el negacionismo del Holocausto, atacaron instituciones de la Colectividad e incluso escandalizaron al público masivo con la reivindicación de Adolf Hitler en el prime time televisivo de la mano de Alejandro Biondini. Esto colocó a los nacionalistas en el plano de la sospecha tras los atentados antisemitas de los años noventa, en un marco donde la mayor novedad sobre “la cuestión judía” para las derechas en esta etapa provino del escenario internacional, que motivó un reposicionamiento de los idearios derechistas a nivel global.
La derecha global y la “Nueva Sión”
A mediados de los noventa, el asesinato del primer ministro progresista Yitzak Rabin a manos de un fundamentalista religioso y la elección del conservador Benjamin Netanyahu marcaron el paso de la negociación a la confrontación entre Israel y Palestina. La adopción de una línea belicista, fundamentada con argumentos étnicos y religiosos, llamó la atención de las derechas democráticas y conservadoras en Europa y Estados Unidos, cuyos sectores cristianos veían al país de Cercano Oriente como un aliado natural dada la condición de “Tierra Prometida” que le conferían las Escrituras. Estos sentidos se vieron reforzados tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, ya que la dirigencia del Likud, el partido de derecha de Netanyahu, había podido afirmar que la lucha contra el extremismo musulmán no era para ellos nada nuevo. La islamofobia resultante de la crisis migratoria y los ataques terroristas hizo que Israel fuera visto con cada vez más entusiasmo por las derechas trasnacionales, simpatía reciprocada, por ejemplo, en el respaldo de Netanyahu a diversas expresiones derechistas internacionales. Además, la coalición gobernante incorporó fracciones ortodoxas, que acompañaron incondicionalmente las acciones militares y promovieron una agenda conservadora en materia educativa, cultural y familiar, acercándose a pautas etnicistas y marcada por la moralización política. Ante tal dinámica, las derechas radicales se aproximaron entre sí a nivel internacional invirtiendo el antisemitismo y colocando en Israel la encarnación oriental de Occidente.
Así como Milei pasó de la Escuela Austríaca al fanatismo por Rothbard, dentro de las distintas corrientes que existen en de la religión hebrea el libertario se inclinó por una de las más conservadoras
La devoción de Milei puede entenderse entonces como una consecuencia de que su formación teórica y política -indiferente al interés por el protestantismo como argamasa para la cultura liberal que cultivaron desde Juan Bautista Alberdi hasta Mariano Grondona- haya coincidido con la hegemonía de una derecha paulatinamente más radical en Israel y con un cambio de actitud hacia el judaísmo en conservadores y reaccionarios de distintas latitudes. No han faltado las excepciones: desde teorías conspirativas sobre el reemplazo étnico a la difusión de nuevas posiciones antisemitas, ya que en la visión de ciertos derechistas, la “cultura woke” no sería más que la nueva etapa de la cruzada judía contra el cristianismo. En esa lectura, la catedral de la “corrección política” tendría en realidad la forma de una sinagoga.
Esos viejos tópicos persisten también en la Argentina, donde el acercamiento del “León” a la cultura judía fue denunciado al unísono por el mencionado Biondini, los nacionalistas católicos que producen contenido para el canal de YouTube TLV1 o comunicadores-activistas como Santiago Cúneo. No se trataría simplemente de someter al país a intereses foráneos, sino de dejar el gobierno a alguien ajeno a la identidad autóctona. Ya una vieja profecía nacionalista, inspirada en los mensajes de Don Orione, advertía que la subyugación de la Argentina quedaría consumada cuando un judío se sentase en el sillón de Rivadavia.
Sin embargo, aún en esas falanges, Milei encontró adeptos y conversos, como el tradicionalista sacerdote Julio Olivera Ravassi, cuyo nombre circuló como posible enviado ante el Vaticano, o el recientemente nombrado secretario de Culto, Francisco Sánchez, quien ha tenido expresiones injuriosas hacia el judaísmo –aunque también contra el Islam y el Papa Francisco–, por no mencionar el pasado del procurador Rodolfo Barra.
Lo religioso es político
Los nacionalistas-reaccionarios muestran su admiración por un Israel que aparece como faro de defensa ante la “barbarie islámica”, blande las armas con perspectiva nacionalista y promulga valores religiosos tradicionalistas. Las diversas facetas del liberalismo de derecha unen al país oriental en un eje civilizatorio liderado por los Estados Unidos –donde se espera el retorno a la presidencia de Donald Trump– pero cuyo occidentalismo debería desdeñar el pluralismo de las entidades supranacionales. En esta agenda, las perspectivas de esas derechas disímiles encuentran su nueva versión de la “cuestión judía”.
La misma agenda en la que vive Milei su fe personal y su compromiso político: como ha mostrado la veloz historia de su trayectoria pública, sus derroteros se encuentran ligados y es tan artificial separar al presidente argentino de la dinámica de transformación de las derechas como desacoplar sus creencias religiosas de su proyecto político.
Fundada en 1775, Chabad Lubavitch es una de las ramas jasídicas (es decir, ortodoxas) más relevantes, con sedes en los cinco continentes y una membresía que roza las cien mil personas. El perfil actual de la congregación debe mucho a la figura de Menachem Mendel Schneerson (1902-1994), quien la extendió hasta convertirla en una organización global con casa central en Estados Unidos. Desde allí, “el Rebbe” se hizo eco de la Guerra Fría pontificando contra la Unión Soviética, mientras que la fundación del Estado de Israel y las guerras subsiguientes lo llevaron a afirmar que la supervivencia de su pueblo dependía de defender cada palmo de territorio, lo que supuso abrazar un supremacismo étnico y espiritual. Aún treinta años después de su muerte, Schneerson es venerado como líder en su comunidad, en sintonía con una teología de contornos mesiánico-políticos no exenta de controversias.
La elección de Milei es, entonces, por un judaísmo tradicionalista, anticomunista y milenarista. Al visitar la tumba del “Rebbe” y la sede principal del movimiento en Nueva York, el presidente puso en primer plano una lógica tendiente a fundir lo político y lo religioso en favor de una articulación moralista que parece no reconocer –y por momentos directamente aborrecer– la autonomía entre ambas esferas. Hasta el lugar otorgado a la Cábala, la ancestral tradición esotérica judía, parece armonizar con los ribetes arcanos del economista, quien se complace en subrayar elementos sobrenaturales que encastrarían con el “orden espontáneo” que Milei propugna desde el pensamiento político-económico.
La entidad de sus gestos y palabras en Israel implicó un nuevo paso, especialmente significativo, en esa dirección. A vistas de las declaraciones tras su paso por el Vaticano, donde el presidente se definió como católico que practica el judaísmo, tal vez se pueda anticipar un nuevo estadio en su cruce de lo espiritual y lo público. “El primer presidente judío espiritualmente”, como se denominó el propio Milei, reposicionó el lugar público de su educación católica, en lo que parece, más que un mero gesto ante un Papa Francisco vilipendiado en años anteriores. Un nuevo efecto de su perfil fusionista: entre idearios derechistas y entre religión y política.
Fotos: Télam